La Historia de San Michele (2 page)

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Authors: Axel Munthe

Tags: #Biografía

BOOK: La Historia de San Michele
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St. James's Club, junio de 1930.

I - Juventud

DE la barca de vela de Sorrento salté a la pequeña playa. Enjambres de muchachos jugaban entre los botes volcados o bañaban en la espuma sus bronceados cuerpos, y viejos pescadores, con rojos gorros frigios, remendaban las redes sentados ante el barracón de las lanchas. Frente al fondeadero había media docena de asnos ensillados y con mazos de flores en los aparejos. En torno suyo charlaban y cantaban otras tantas muchachas con la espadita de plata prendida en sus negras trenzas y un pañuelo rojo anudado a la espalda. La borriquita que me había de llevar a Capri se llamaba
Rosina
, y la muchacha,
Gioia.
Sus ojos negros brillaban de fogosa juventud; los labios eran rojos como el collar de coral que llevaba; los dientes, fuertes y blancos, esplendían como un hilo de perlas en su alegre risa. Creía tener quince años, y yo me sentía más joven que nunca. Pero
Rosina
era vieja,
«é antica»
, decía
Gioia.
Me deslicé de la silla y subí lentamente por la senda que serpenteaba hacia el pueblo. Delante de mí saltaba
Gioia
con los pies desnudos y una guirnalda de flores en la cabeza, como una joven bacante; y detrás iba
Rosina
con sus elegantes casquitos negros, la cabeza baja y las orejas caídas, sumida en profundos pensamientos. Yo no tenía tiempo de pensar; mi cabeza estaba llena de maravilla extática, y mi corazón, de la alegría de vivir: ¡el mundo era bello y yo tenía dieciocho años! Recorríamos el camino entre arbustos de retama y de mirtos floridos, y acá y allá, entre la hierba olorosa, infinidad de florecillas, que nunca había visto en la tierra de Linneo, alzaban sus graciosas corolas para vernos pasar.

—¿Cómo se llama esta flor? —pregunté a
Gioia.
La cogió de mi mano y, mirándola amorosamente, contestó:
«¡Fiore!»

—¿Y ésa? —le indiqué otra.

La miró con la misma tierna atención y dijo:
«¡Fiore!»

—¿Y aquélla?


Fiore! Bello! Bello!

Cogió un ramo de mirto fragante, pero no quiso dármelo. Dijo que las flores eran para
San Constanzo
, el patrón de Capri, que era de plata maciza y había obrado muchos milagros:
«San Constanzo, bello! bello!»

Una larga fila de muchachas con piezas de toba en la cabeza avanzaba lentamente hacia nosotros en procesión solemne, como las cariátides del Erecteón. Una de ellas, sonriendo, me puso en la mano una naranja. Era hermana de
Gioia.
«Y aún más guapa», pensé. Sí, en su casa eran ocho, entre hermanas y hermanos, y dos estaban en el Paraíso. El padre se hallaba lejos, pescando coral en «Berbería». Aquél era el precioso collar de coral que acababa de mandarle.
«Che bella coltana! bella! bella!»

—También tú eres bella,
Gioia
, ¡bella! ¡bella!

—Sí —dijo.

Mi pie tropezó con una columna de mármol rota.
«Roba di Timberio!»
[1]
, explicó
Gioia. «Timberio cattivo, Timberio mal'occhio, Timberio camorrista!»
, y escupió sobre el mármol.

—Sí —dije, fresca la memoria de Tácito y Suetonio—,
Timberio cattivo!

Desembocamos en la carretera y llegamos a la
Piazza
, donde una pareja de marineros estaba junto al parapeto que daba a la Marina; otros indígenas soñolientos estaban sentados ante la hostería de
Don Antonio
, y sobre las gradas de la iglesia, media docena de curas gesticulaban vivamente en animada conversación:
«Moneta! Moneta!
,
Molta moneta! Niente Moneta!» Gioia
corrió a besar la mano de
Don Giacinto
, que era su confesor, un verdadero santo, aunque, mirándole el rostro, no lo pareciese. Se confesaba dos veces al mes; ¿y yo, cuántas?

¡Ninguna!

—Cattivo! Cattivo!

¿Le diría a
Don Giacinto
que la había besado en la mejilla bajo los limoneros?

Seguramente, no.

Cruzamos el pueblo y nos detuvimos en la
Punta Tragara.

—Quiero trepar, a la cima de aquella roca —dije, indicando el más escabroso de los tres
Faraglioni
, que brillaban como amatistas a nuestros pies.

Pero
Gioia
estaba segura de que no podría hacerlo. Un pescador que lo había intentado para buscar un huevo de gaviota, había sido arrojado al mar por un espíritu maligno que allí habitaba en forma de lagarto azul —azul como la Gruta Azul—, para custodiar el áureo tesoro que el mismo Tiberio había escondido.

El oscuro perfil del Monte Solaro se destacaba contra el cielo de occidente, con sus cimas severas y sus inaccesibles acantilados, dominando el pueblecito.

—¡Quiero subir a aquella montaña, en seguida! —dije.

Pero a
Gioia
no le gustó la idea. Un camino escarpado, setecientos setenta y siete escalones excavados en la roca por el mismo Tiberio, conducía allí arriba, y a medio camino, en una caverna oscura, vivía un hombre-lobo que había devorado ya a varios cristianos. Al terminar la escalera estaba Anacapri, pero allí vivía solamente gente montaraz, muy mala; ningún forastero iba; ella misma nunca había estado. Sería mucho mejor subir a la quinta de
Timberio
, al
Arco Naturale
o a la
Grotta Matromania.

—No, no tengo tiempo; debo subir ahora mismo a esa montaña.

Volvimos a la
Piazza
, mientras las herrumbrosas campanas del viejo campanario daban las doce para anunciar que estaban preparados los macarrones. ¿No querría, al menos, comer antes bajo la gran palmera del
Albergo Pagano? Tre piatti, vino a volontá, prezzo una lira.
No, no tenía tiempo. Debía subir en seguida a la montaña. —
Addio, Gioia, bella! bella! Addio, Rosina! —Addio, addio e torni presto!
—¡Ay! ¿Volveré alguna vez?

È un pazzo inglese
, fueron las últimas palabras que oí salir de los rojos labios de
Gioia
, mientras, impelido por mi destino, me lanzaba arriba por los escalones fenicios, hacia Anacapri. A medio camino alcancé a una vieja con un enorme cesto de naranjas en la cabeza. —
Buon giorno, signorino!
— Bajó el cesto y me ofreció una naranja.

Sobre las naranjas había un paquete de cartas y periódicos, atado con un pañuelo rojo. Era la vieja
María Portalettere
, que llevaba dos veces por semana el correo a Anacapri; más tarde fue mi amiga toda la vida, y la vi morir a la edad de noventa y cinco años. Buscó entre las cartas, escogió el sobre más grande y me rogó le dijera si no era para
Nannina la Caprara
, que esperaba ansiosamente la
lettera
de su marido de América. No, no era. ¿Sería, acaso, ésta? No, ésta era para la
signora Desdemona Vacca.


La signora Desdemona Vacca
—repitió María, incrédula—. Quizá quiera decir la
moglie dello Scarteluzzo
—, añadió, pensativa. La otra carta era para el
signar Ulisse Desiderio.
—Creo que quiere decir
Capolimone
—dijo la vieja María—; el mes pasado recibió una carta igual. —La siguiente era para la
Gentilissima signorina Rosina Mazzarella.
Pareció más difícil rastrear a esta señora. ¿Sería la
Cacciacavallara
? ¿O la
Zopparella
? ¿O la
Capatosta
? ¿O la
Femmina Antica
? ¿O
Rosinella Pane Asciutto
? ¿O tal vez la
Fesseria
?, sugirió otra mujer con un enorme cesto de pescado en la cabeza, que acababa de alcanzarnos. Sí, puede ser para la
Fesseria
, si no es para la
mogli di Pane e Cipolla.
¿Pero no había carta para
Peppinella'n coppo u camposanto
, ni para
Mariti-cella Caparossa
, ni para
Giovannino Ammazzacane
, que estaban esperando la
lettera
de America? No; lo sentí, pero no había. Los dos diarios eran para el reverendo párroco
Don Antonio di Giuseppe
y el canónigo
Don Natale di Tommaso,
[2]
, bien lo sabía, porque, de todo el pueblo, eran los únicos suscriptores. El párroco era un hombre muy instruido y le leía siempre las señas de las cartas; pero hoy estaba en Sorrento, visitando al arzobispo, y por eso ella me había pedido que le leyera los sobres.

La vieja María ignoraba su edad, pero sabía que llevaba el correo desde los quince años, cuando su madre tuvo que dejarlo. Naturalmente, no sabía leer. Cuando le dije que había llegado aquella misma mañana de Sorrento con la barca correo y que aún no había comido nada, me regaló otra naranja, de la cual devoré hasta la piel, y la otra mujer me ofreció mariscos de su cesta, que me produjeron horrible sed. ¿Había alguna fonda en Anacapri? No, pero
Annarella
, la mujer del sacristán, podría darme queso de cabra excelente y vino del viñedo de
Don Dionisio
, su tío,
un vino meraviglioso.
Y allí estaba la
Bella Margherita
, a quien, naturalmente, debía de conocer de nombre y saber que su tía se había casado con
un lord inglese.
No, no lo sabía, pero tenía muchas ganas de conocer a la
Bella Margherita.

Llegamos, por fin, a la cima de los setecientos setenta y siete escalones y pasamos bajo una bóveda con los grandes quicios de hierro de su primer puente levadizo, fijos todavía en la roca. Estábamos en Anacapri. Todo el Golfo de Nápoles se hallaba a nuestros pies, circundado por Isquia, Prócida, Posillipo, guarnecido de pinos; la centelleante y blanca línea de Nápoles, el Vesubio, con su rosada nube de humo; la llanura de Sorrento resguardada por el
Monte Sant'Angelo
y, más allá, los Apeninos cubiertos aún de nieve. Sobre nuestras cabezas, adosada como nido de águila a la escarpada roca, estaba una capillita en ruinas. Su abovedado techo se había hundido, pero enormes bloques de mampostería que formaban un extraño y calado dibujo simétrico sostenían aún sus bamboleantes muros.


Roba di Timberio!
—explicó la vieja María.

—¿Cómo se llama la capillita? —pregunté precipitadamente.

—San Michele.

—San
Michele, San Michele!
—repetía mi corazón. En el viñedo que había bajo la capilla, un viejo cavaba profundos surcos para las nuevas vides—.
Buon giorno, mastro Vincenzo!
—El viñedo era suyo y suya también la casita vecina; la había construido con sus propias manos, en su mayor parte con piedras y ladrillos de la
roba di Timberio
esparcida por el jardín.
Maria Portalettere
le contó todo cuanto sabía de mí, y
mastro Vincenzo
me invitó a sentarme en su jardín y a beber un vaso de vino. Miré la casita y la capilla. Mi corazón empezó a latir tan violentamente que me costaba trabajo hablar.

—Quiero subir allí ahora mismo —dije a
María Portalettere.
Pero ella me hizo notar que sería mejor que la acompañase primero a comer algo; de lo contrario, ya no encontraría nada. Impulsado por el hambre y por la sed, decidí, aunque de mala gana, seguir su consejo. Saludé con la mano a
mastro Vincenzo
y le dije que no tardaría en volver. Caminamos por algunas callejas desiertas y nos detuvimos en una
piazzetta.

—Ecco la Bella Margherita!

La
Bella Margherita
puso sobre la mesa de su jardín una botella de vino color rosa y un ramo de flores, y dijo que los macarrones estarían preparados dentro de cinco minutos. Era rubia como la
Flora
del Tiziano; el rostro, de exquisita forma; el perfil, griego puro. Puso ante mí un enorme plato de macarrones y se sentó a mi lado, mirándome con risueña curiosidad. —
Vino del parroco
—decía con orgullo cada vez que me llenaba el vaso. Bebí a la salud del párroco, a la salud de
Margherita
y a la de su hermana, la de los ojos negros, la
Bella Giulia
, que se nos había reunido con las manos llenas de naranjas que yo le había visto coger de un árbol del jardín. Se habían muerto sus padres, y el hermano
Andrea
era marino, y sólo Dios sabía dónde estaba; pero su tía habitaba en una villa propia, en Capri: seguramente sabría yo que se había casado con un
lord inglese.
Sí, naturalmente, lo sabía, pero no me acordaba de su nombre. —
Lady Grantley
—dijo con orgullo la
Bella Margherita.
Apenas me acordé a tiempo de beber a su salud, pero después ya no recordé sino que el cielo era azul como un zafiro, el vino del párroco, rojo como un rubí, y que la
Bella Margherita
estaba sentada a mi lado, con los cabellos de oro y los labios sonrientes.

San Michele!
, resonó de pronto en mis oídos.
San Michele!
, repetía profundamente mi corazón.

—¡Adiós,
bella Margherita!

—¡Adiós, y vuelva pronto!

¡Ay! ¡Volver pronto!

Emprendí el regreso por las calles desiertas, siguiendo el camino más recto hacia mi meta. Era la hora sagrada de la siesta. Todo el pueblecito estaba adormilado. La plaza, abrasada de sol, hallábase desierta. La iglesia, cerrada; sólo por la entornada puerta de la escuela municipal salía la voz estentórea del reverendo
canonico Don Natale
, con soñolienta monotonía en el silencio: «
Io mi ammazzo, tu ti ammazzi, egli si ammazza, noi ci ammazziamo, voi vi ammazzate, essi si ammazzano»
, y una docena de chiquillos con las piernas desnudas, sentados en círculo en el suelo, a los pies de su maestro, repetía rítmicamente, a coro.

Más allá, en una callejuela, encontré a una majestuosa matrona romana. Era
Annarella
, que con la mano me hacía amistosas señas de entrar. ¿Por qué había ido a casa de la
Bella Margherita
en vez de ir a la suya? ¿No sabía que su
caciocavallo
era el mejor queso de todo el pueblo? Y el vino, todos sabían que el del párroco no podía competir con el del reverendo
Don Dionisio. —Altro che il vino del parroco!
—añadió encogiendo significativamente sus fuertes hombros. Mientras estaba sentado bajo el emparrado, ante un frasco de vino blanco de
Don Dionisio
, empecé a pensar que tal vez tuviera razón, pero quise ser equitativo y vaciar todo el frasco antes de dar mi opinión definitiva. Mas cuando
Gioconda
, su hija, me escanció, sonriendo, otro vaso de un nuevo frasco, me decidí. ¡Sí, el vino blanco de
Don Dionisio
era el mejor! Semejaba un rayo de sol líquido, tenía el sabor del néctar de los dioses, y
Gioconda
, mientras llenaba mi vaso vacío, parecía una joven Hebe. —
Altro che il vino del parroco!; non gliel'avevo detto?
—reía
Annarella. —È un vino miracoloso.
—Milagroso, en verdad, porque, de pronto, empecé a hablar un italiano corriente con volubilidad vertiginosa, entre carcajadas de la madre y de la hija. Empezaba a sentir gran simpatía por
Don Dionisio.
Me gustaba su nombre, me gustaba su vino, pensaba que me gustaría conocerlo. Nada más fácil: tenía que predicar aquella noche, en la iglesia, a las Hijas de María.

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