—Déjame ver eso.
—Tranquila, majestad. Mi lengua está bien, así que me temo que tendrás que seguir aguantando mis insufribles discursos. Ahora, hay algo importante que debo hacer.
Sosígenes se agachó y empezó a recoger los discos. A simple vista no les había pasado nada, pero los engranajes eran tan diminutos que cualquier minúsculo daño podía impedir que encajaran.
Cleopatra terminó de componerse la ropa y se acercó a los dos gálatas. Apolodoro hizo un gesto con el pulgar hacia abajo, y ella asintió con la barbilla. El siciliano se agachó primero sobre el rubio, que no dejaba de gemir, apoyó la punta de la espada en el cruce de las clavículas y apretó con ambas manos. Después le asestó el golpe de gracia al pelirrojo, que tras recibir dos heridas ya apenas se movía.
Mientras seguía buscando piezas de la máquina, Sosígenes observaba de reojo a Cleopatra. La reina no apartó la mirada cuando Apolodoro acabó con los guardaespaldas de su hermano, pero tampoco hizo ningún gesto de satisfacción. Sosígenes comprendió que Cleopatra no había dado la orden de rematarlos por crueldad, sino todo lo contrario; otra persona en su situación habría mandado que los mantuvieran con vida para prolongar su agonía.
Sosígenes meneó la cabeza. Conocía lo suficiente la historia de Alejandría para saber que, una vez que se desataba la violencia en ella, no se detenía hasta que no corrían ríos de sangre. Y la que se había derramado en su estudio no bastaría.
Como si le hubiese leído el pensamiento, Cleopatra apretó los puños y murmuró:
—Está decidido, hermano. Puesto que así lo quieres, iremos a la guerra.
Dirraquio, costa de Iliria
—Los tienes como el caballo de Coriolano —dijo Claudio Nerón mirando en derredor—. ¡Asediar a Pompeyo cuando te dobla en efectivos!
—Eso mismo hicimos en Alesia con Vercingetórix y funcionó —respondió César.
—Me habría gustado estar allí —dijo el legado, que en aquella campaña se había quedado en Roma desempeñando el cargo de edil curul.
Claudio Nerón era un patricio de prosapia tan elevada como la del propio César, ya que pertenecía a la gens Claudia, una de las estirpes más antiguas de Roma. Y también de las más arrogantes. Durante la Primera Guerra Púnica uno de los miembros de la gens, Claudio Pulcro, al observar que los pollos sagrados se negaban a comer, en lugar de suspender momentáneamente la batalla ante aquel augurio negativo, los hizo arrojar al mar desde su barco diciendo: «¿Cómo, que no quieren comer? ¡Pues que beban!».
A César le habían contado aquella anécdota de niño y se tronchó de risa al escucharla. Su madre le dio un azote y le advirtió que uno nunca debía reírse de las cosas sagradas. Para Pulcro la historia había terminado peor: perdió aquella batalla naval y no se lo achacaron a la incompetencia que había demostrado en los preparativos sino a su impiedad.
La hermana de aquel individuo también era de armas tomar. En una ocasión, ya muerto Pulcro, Claudia cruzaba Roma montada en un lujoso carruaje. Como no conseguía avanzar apenas a causa del gentío que abarrotaba las calles, exclamó en voz muy alta para que la escucharan todos:
—¡Ojalá el inepto de mi hermano siguiera vivo y le dieran el mando de otra flota! ¡Así se ahogarían unos cuantos miles de indeseables y nos libraríamos de esta chusma!
El Claudio contemporáneo que oteaba el panorama junto a César compartía los prejuicios contra el pueblo llano de aquella mujer y la altanería de su hermano. A cambio, era medianamente competente; por tal motivo, César lo había nombrado legado de la VI legión.
No dejaba de resultar sorprendente que Claudio Nerón hubiese elegido el bando de César en la guerra civil, puesto que por gustos e ideología se hallaba más cerca de la facción de los optimates. No obstante, le habían llegado los comentarios que hacía sobre su persona: «Está loco, sí, pero Fortuna le sonríe y tiene la suerte de contar con los mejores soldados».
¡Como si esos soldados hubieran brotado de debajo de las piedras y no los hubiera convertido César en lo que eran a fuerza de batallas, marchas de cincuenta kilómetros y proezas de ingeniería y voluntad como la que estaban llevando a cabo ahora mismo ante sus ojos!
—Maldito tiempo —se quejó Claudio Nerón, entrecerrando los párpados para protegerse de la llovizna que el viento del oeste empujaba contra su rostro—. ¿Es que aquí no escampa nunca?
César, Claudio Nerón y otros oficiales se hallaban sobre una atalaya de madera que se alzaba en el fuerte de la primera cohorte de la VI legión. Al norte de su posición, protegidos por una fila de compañeros con las armas preparadas, cincuenta soldados clavaban los picos en el suelo mojado para abrir una zanja. Otros cincuenta usaban la tierra extraída para levantar un terraplén que compactaban aplastándola con los pies y con los escudos. La fosa y el talud juntos sumaban un desnivel de cuatro metros a modo de muralla. Para reforzarla, los soldados clavaban en lo alto del terraplén troncos aguzados en el extremo y hendidos por la mitad, dejando hacia fuera la cara lisa. Por detrás de los maderos, apisonaban la tierra removida hasta convertir la parte superior del talud en un parapeto desde el que podían montar vigilancia y defenderse en caso de ser atacados.
Así se habían construido las fortificaciones romanas al menos desde los tiempos del dictador Cincinato, y en esa metódica disciplina se basaba buena parte del éxito de la República. En este caso los soldados ya habían terminado de construir su pequeño campamento y se dedicaban a prolongarlo tanto por el norte como por el sur con una empalizada recta. En ambas direcciones no tardarían más que unas horas en encontrarse con los legionarios de otras dos cohortes que también estaban extendiendo los vallados de sus fuertes.
La intención de César era rodear un perímetro de más de veinte mil metros para encerrar a Pompeyo, cuyo campamento principal se alzaba a unos siete kilómetros al norte de su posición. Aquel circuito que no tardarían en cerrar se parecía a una gigantesca D: la empalizada dibujaba la línea curva de la letra y la costa el trazo vertical más o menos recto. La línea de fortificación seguía el relieve del suelo; en los puntos elevados, que en aquella comarca de pastos y cultivos apenas superaban los cincuenta metros de altura, César había hecho erigir fuertes similares al que inspeccionaba ahora, guarnecidos por una, dos o incluso tres cohortes.
Los hombres de Pompeyo, por su parte, estaban levantando su propia empalizada, otra D de menor tamaño dentro de la circunvalación de César. No sólo lo hacían por protegerse de las incursiones, sino por obligar a sus enemigos a prolongar más el trazado de la fortificación hacia el sur. Desafío que César había aceptado gustoso, ya que ni sus hombres ni él temían el trabajo duro. No había nada peor para los soldados que la holganza. Cuando andaban mano sobre mano pronto encontraban algo a lo que dedicarse, que normalmente consistía en perder su dinero a los dados, emborracharse, pelearse y amotinarse contra su general.
Unos dos kilómetros al norte de la base de Pompeyo, casi al final de la bahía, se encontraba el campamento principal de César. Lo habían construido a toda prisa cuando llegaron desde las montañas del oeste con la intención de tomar la ciudad de Dirraquio. Aquello había ocurrido poco después de que, por fin, Marco Antonio se decidiera a cruzar el Adriático con las cuatro legiones que permanecían en Italia. Una vez reunido todo su ejército, lo primero que había hecho César fue enviar a su legado Domicio Calvino a Macedonia con las legiones XI y XII. Esas unidades tenían la misión de salirle al paso a Escipión, suegro y aliado de Pompeyo, de quien se sabía que venía de camino desde Siria con dos legiones.
Después, con la intención de asestar un inesperado golpe de mano, César se había dirigido a marchas forzadas hacia Dirraquio. Esa ciudad, situada en el extremo noroeste de la bahía, a unos diez kilómetros a vuelo de pájaro de la atalaya, era una antigua colonia griega que otrora se llamó Epidamno. Cuando los romanos la conquistaron ciento setenta años antes, le cambiaron el nombre porque terminaba igual que la palabra «daño»
[5]
, un signo de mal agüero.
Dirraquio era una de las ciudades más prósperas de la región, conocida como «la taberna del Adriático». César sabía que Pompeyo almacenaba en Dirraquio armas y máquinas de guerra y, sobre todo, grano en abundancia. Si hubiese logrado tomarla, se habría apoderado al mismo tiempo de la comida y del equipo, subsanando así muchos de sus problemas.
Por desgracia, no lo había conseguido. La ciudad se hallaba bien protegida: por el lado del mar la guarecían unos acantilados y por el del continente una extensa marisma que desde la atalaya se divisaba como una mancha blanca bajo la luz del sol. Su único acceso era un estrecho puente fácil de defender. César había intentado tomar Dirraquio al asalto, pero durante el ataque apareció por el sur el grueso del ejército pompeyano y no le quedó más remedio que renunciar a la ofensiva y proteger a sus hombres construyendo un campamento.
Pompeyo había hecho lo propio, levantando su base a unos dos kilómetros de la de César, en una zona de colinas llamada Petra. Desde allí disponía de acceso a una playa de aguas someras en la que podían varar naves de poco calado, lo cual le permitía recibir provisiones desde Dirraquio.
Una vez acantonados ambos ejércitos, César desplegó a sus hombres varias veces en la llanura que los separaba, pero Pompeyo se negó a aceptar la batalla. Resultaba comprensible: su situación logística era mucho mejor gracias a que dominaba el mar y recibía suministros de todos los puntos del Mediterráneo. Los hombres de César, en cambio, se veían obligados a mantenerse sobre el terreno.
Pompeyo podía aguantar indefinidamente sin salir de su campamento. César no, porque cada vez le resultaba más difícil obtener provisiones para sus hombres. Tenía que forzarlo a actuar.
Ése era el motivo por el que había decidido repetir la misma estrategia que le funcionó con Vercingetórix. Aunque los pompeyanos los superaban en una proporción de dos a uno, los estaban encerrando en su campamento. Eso suponía un duro golpe para el prestigio de Pompeyo, conquistador de Asia. La del prestigio no era una cuestión baladí, ya que resultaba vital para César que los numerosos aliados de Pompeyo en Oriente comprendieran que habían elegido el bando equivocado.
—¿Crees que conseguiremos que se decida a combatir? —preguntó Claudio Nerón.
—O eso o seguiremos haciéndole la vida imposible —respondió César—. Cuando sus caballos y sus bestias de carga terminen de comerse hasta las cortezas de los árboles, no tendrá más remedio que salir.
—¡Caballería! —dijo Hrodulf, el sobrino de Saxnot, apuntando con el dedo hacia el norte.
César entornó los párpados para enfocar la visión. Por donde señalaba el germano, cuatrocientos o quinientos jinetes enemigos habían salido de la empalizada pompeyana y galopaban hacia el fuerte de la tercera cohorte de la XIII. César no se preocupó demasiado: los centinelas habían alertado a los soldados que trabajaban en esa zona y éstos ya se estaban refugiando en su campamento. Durante una o dos horas, no podrían proseguir con las obras en aquel sector. No más tiempo, pues las tropas de caballería eran impacientes.
—Van a destrozar el vallado —comentó Vatia, un joven tribuno que acompañaba a Claudio Nerón.
—No —dijo César—. Los de caballería son muy reacios a ensuciarse las manos. Como mucho, arrancarán algunos troncos y darán unas cuantas patadas al terraplén fingiendo que rellenan la zanja por cumplir el expediente.
Sabía bien lo que decía, ya que conocía personalmente a muchos de esos hombres: la mitad de los jinetes de Pompeyo habían servido antes con César en la Galia.
La caballería era uno de sus principales problemas, y en particular su jefe, Tito Labieno.
—Es bueno Labieno —dijo Claudio Nerón, como si le hubiera leído la mente.
—Labieno es menos bueno él cree —respondió el gigantesco Saxnot. El jefe de los jinetes germanos de César nunca había simpatizado con Labieno. Por suerte para César, que al menos había conservado consigo a mil usípetes, miembros de la tribu más aguerrida de Germania.
Era posible que a Labieno se le hubiesen subido a la cabeza sus éxitos, pero César debía reconocer que no había encontrado comandante más capaz en sus campañas galas. Ni tampoco más duro: caer prisionero de Labieno sin que César estuviera cerca para sofrenarlo suponía una garantía de una muerte lenta, dolorosa y a menudo humillante.
Al principio de la guerra civil, Labieno se había pasado al bando de Pompeyo sin avisar a César. Con los hechos ya consumados, se limitó a escribirle una carta tan breve que ni siquiera necesitó doblarla para entregársela al mensajero:
De Tito Atio Labieno a César.
Sabes que te he servido con lealtad y que he ganado para ti muchas batallas en las que no estuviste presente.
Pero te has declarado en rebeldía contra la República y sus legítimas autoridades. No estoy dispuesto a convertirme en un traidor a mi patria. Desde ahora, considera rota nuestra amistad y reza a los dioses para no toparte conmigo en el campo de batalla.
T. At. Lab.
A César le dolía aquella defección y, sobre todo, le preocupaba. Durante la guerra de las Galias había tenido que multiplicarse en diversos escenarios bélicos y no había prestado suficiente atención a Labieno, lo que permitió a éste tejer su propia red de aliados y clientes entre los nobles del país. Gracias a eso, cuando cambió de bando engrosó las filas de Pompeyo con más de tres mil quinientos jinetes galos y germanos. Para César las matemáticas eran simples: tres mil quinientos que perdía él y tres mil quinientos que sumaba su rival suponían una diferencia total de siete mil a favor de Pompeyo.
Durante los primeros días en Dirraquio, antes de que se decidiera a construir la empalizada, los jinetes de Labieno les habían ocasionado muchos problemas. Aunque la caballería resultaba particularmente peligrosa para los forrajeadores, éstos tenían que salir todos los días a buscar comida por las inmediaciones, ya que el ejército de César andaba muy corto de víveres. Cercar a Pompeyo, por tanto, era una forma de proteger a esos hombres de los ataques del enemigo.
No se trataba únicamente de una táctica defensiva. Amén de siete mil caballos, Pompeyo tenía miles de acémilas de carga. Todos ellos necesitaban forraje, ya que los equinos no podían sobrevivir muchos días solamente con grano. La circunvalación los constreñía a pastar en un espacio reducido que ya se había quedado prácticamente pelado. Desde la posición de César, el contraste visual resultaba muy llamativo: en el interior de la D que dibujaba la línea defensiva de Pompeyo el terreno se veía de color ocre, como si se encontraran al final del verano, mientras que en el resto de la zona el suelo lucía con el verde esmeralda de la vegetación regada por aquella lluvia constante.