Algunos de los que se habían retirado se avergonzaron al verlo, frenaron su huida y se unieron a él. Furio pensó que no iba a servir de nada: estaban demasiado lejos para evitar que los enemigos pasaran por encima de Esceva como un alud. Pero el centurión mantuvo a raya a todos los que intentaban entrar por la puerta, moviendo su enorme escudo a los lados como si fuera una pluma y derribando a cuantos se le acercaban. Cuando hubieron caído cinco o seis enemigos, los demás se lo pensaron mejor, recularon y se dedicaron a hostigar a Esceva lanzándole piedras y venablos. A Furio no le extrañó. Por muchos camaradas que lo acompañasen a uno, había que tener los testículos como el toro de Creta para plantarse delante de una fuerza devastadora como Casio Esceva.
—¡Aguanta! ¡Estamos contigo! —le animó Furio cuando llegó a su lado. El centurión lo miró con una mueca manchada de sangre y respondió:
—¿Quién te crees que eres tú para combatir junto a Esceva?
No obstante, los dos lucharon hombro con hombro y, con la ayuda de más soldados mezclados al azar de las diversas centurias, obligaron a retroceder a los pompeyanos y consiguieron cerrar de nuevo la puerta. Mientras unos cuantos hombres la trancaban, Esceva arrancó de su escudo tres flechas. También le habían clavado un pilum. Como la punta piramidal se enganchaba en la madera y resultaba difícil extraerla, el centurión partió el astil con las manos, agarró la punta y la sacó por dentro junto con la larga vara de hierro.
Sólo entonces pareció darse cuenta Esceva de que tenía una flecha hincada en el hombro izquierdo. Se la arrancó sin inmutar el gesto, como si su carne tuviera menos sensibilidad que la madera de su escudo.
—¡En la empalizada norte! —gritó alguien—. ¡Ayuda!
Furio miró hacia arriba. Tras tender dos escalas, un grupo de enemigos se había plantado en el adarve. El primipilo Longino y su optio Balbilo trataron de detenerlos, pero ambos fueron abatidos tras una breve lucha y cayeron al exterior del fuerte.
—¡Arriba, niñas! —gritó Esceva—. ¡Echad a esos cabrones al foso!
Sin detenerse a comprobar si alguien obedecía su orden, el centurión corrió hacia el parapeto. Uno de los asaltantes bajaba ya por la escalera. Aprovechando que se hallaba a mayor altura, tiró una patada al escudo de Esceva para derribarlo. Igual podría haber lanzado una canica contra un muro de piedra. Sin retroceder ni medio palmo, el centurión le rebanó el tobillo izquierdo de un solo tajo, lo arrojó fuera de la escalera y siguió trepando al adarve.
Allí arriba, la ferocidad de Esceva superó todo lo imaginable. Furio volvió a colocarse a su lado, pero a una distancia prudencial; el centurión, poseído por su aristeía, no distinguía ya entre amigos y enemigos. Su espada era una hoz segando mieses y el ribete de hierro de su escudo rompía dientes y mandíbulas, aplastaba dedos y quebraba espinillas con espantosos crujidos. Los enemigos que se acercaban, empavorecidos por la visión de aquel gigante cubierto de sangre propia y ajena que rugía como una bestia rabiosa, se quedaban paralizados y eran incapaces de detener sus golpes.
Debajo del puesto que él defendía, sobre los mimbres y ramas que los enemigos habían arrojado al foso para rellenarlo, se formó una montonera de cadáveres de más de dos metros de altura. Espoleado por el furor del combate y frustrado al ver que ningún adversario se atrevía a acercarse a él, Esceva saltó encima de la pila de muertos, se dejó resbalar hasta el suelo sobre los cuerpos y empezó a luchar él solo al otro lado de la empalizada. Los infantes que combatían allí se retiraron aterrorizados y dejaron su lugar a los arqueros.
Al ver al centurión allí abajo, Furio maldijo a las Furias de su apellido y saltó por encima de la valla.
—¿Adónde vas, loco? —gritó Rufino a sus espaldas.
Furio bajó, pisoteando cuerpos que aún se movían y gemían y clavándoles la espada como si fuera un bastón en el suelo, y se plantificó de nuevo al lado de Esceva. Las flechas y las piedras repiqueteaban sobre sus escudos como una espesa granizada.
—¡Cuando esto termine yo mismo te despellejaré! —bramó Esceva mirando un instante a Furio.
—¡No hice trampas, centurión!
—¡Ahora sí! ¡Me estás robando mi gloria!
La ofensiva enemiga proseguía, mientras las estrellas giraban en el cielo indiferentes a la sangre que se derramaba bajo su mirada.
Mientras los hombres de la primera cohorte de la VI trataban de rechazar el asalto enemigo, César sufría sus propios problemas. Poco después del anochecer había sacado a la X legión del campamento principal para cruzar el puente que los separaba de Dirraquio. Pero al llegar ante las puertas sus habitantes, en lugar de abrirlas, los saludaron con una nutrida salva de flechas y proyectiles. Al mismo tiempo, varios barcos de Pompeyo salieron del puerto, se aproximaron a la orilla y empezaron a dispararles con sus escorpiones y catapultas, mientras cientos de hombres que habían venido en botes de remos desembarcaban a su espalda para atacarlos.
—¡Es una trampa! —gritó César—. ¡Atrás, al campamento!
La situación era incluso peor de lo que sospechaba. Mientras él y sus hombres se retiraban a golpe de espada entre los soldados que los habían emboscado por la retaguardia, Pompeyo estaba lanzando tres ofensivas simultáneas contra otros tantos fuertes que duraron toda la noche.
Gracias al valor de la X, César logró llegar hasta el campamento principal. Los enemigos los persiguieron e incluso trataron de tomar la empalizada, pero una briosa salida de las dos primeras cohortes los puso en fuga de nuevo hacia Dirraquio.
César triplicó las guardias el resto de la noche y se retiró a descansar un par de horas pensando que el ataque tan sólo iba dirigido contra él. Pero al día siguiente, poco después de amanecer, recibió información fidedigna del caos que su enemigo había desatado aprovechando la oscuridad.
—El fuerte que más ha sufrido es el de la primera cohorte de la VI —le explicó Claudio Nerón mientras el médico curaba a César una herida en el muslo derecho. Durante esa misma refriega había perdido a treinta y dos hombres de la X legión.
—Pero ¿lo han tomado? —preguntó César, preocupado. Si los pompeyanos habían conseguido romper el cerco, todos los trabajos de sus hombres habrían sido en vano.
—No, César. Aunque Pompeyo envió una legión entera, esos valientes han resistido bajo un diluvio de flechas, dardos y piedras. Al recogerlos esta mañana, han contado hasta treinta mil proyectiles dentro de la fortaleza. Entre los soldados no hay prácticamente ninguno que haya salido ileso. De los ocho centuriones, dos han muerto, entre ellos el primipilo Longino. Otros tres han quedado tuertos y uno ha perdido ambos ojos.
—¿Y Casio Esceva? ¿Es él el otro centurión muerto?
—No, César. Y eso es lo que no me puedo creer.
El 2 de quintil, tras la visita de César al fuerte, Esceva envió a su asistente a buscar a Furio. Éste acudió con mucha cautela, temiéndose cualquier exabrupto del centurión.
Esceva se hallaba en la enfermería, tumbado en una colchoneta junto a la puerta. Detrás de él se extendían cuatro filas de jergones iguales. Algunos de sus ocupantes estaban muertos o pronto lo estarían. Los demás habían sufrido heridas más o menos graves. Los afortunados que sólo las habían recibido leves, como el propio Furio, atendían a los demás y se encargaban de los servicios y guardias de la guarnición.
Un cirujano cosía una larga raja en el muslo de Esceva. Al lado, apoyado en un puntal de la tienda, se encontraba el escudo de roble del centurión, casi tan alto como un hombre. Pesaba quince kilos y únicamente un coloso como él podía manejarlo más de un minuto sin caer agotado. La orla de metal que lo rodeaba estaba plagada de mellas y la superficie oval se veía llena de agujeros y picaduras que habían borrado prácticamente la pintura. Era un milagro que aquel escudo hubiese aguantado de una pieza.
En el suelo se hallaban también el casco, abollado y sin cresta, y las grebas, en no mucho mejor estado. Los soldados habían colocado ahí las armas de su jefe para exhibirlas delante de César.
—Me han ascendido a primipilo de la VI legión —dijo Esceva. Tendido en la cama y sereno, casi parecía otra persona.
—Felicidades, señor. Sin duda te lo mereces —le felicitó Furio, tragando saliva. Puesto que él servía en la primera centuria de la primera cohorte, eso significaba que Esceva se acababa de convertir en su jefe directo.
«Tengo que hablar con Numenio para que me consiga el traslado», pensó. El gordo Numenio era un pésimo soldado que, cuando no conseguía la baja médica, se escondía en la penúltima fila de la centuria. A cambio, poseía un don milagroso para los trapicheos y mucha influencia con el teserario de su centuria, por cuyas manos pasaba todo el papeleo.
—Ha sido cosa de Cabeza de Calabaza —prosiguió Esceva—. Personalmente, ¿sabes? Él me ha dicho: «Esceva, a partir de ahora eres el primipilo». El primipilo, ¿me oyes? Personalmente.
—Enhorabuena, señor.
Por la lentitud con que arrastraba las palabras y parpadeaba, Furio pensó que debían de haber sedado a Esceva con raíz de beleño.
En cuanto a Cabeza de Calabaza, no era otro que César. Después de su entrevista con Esceva y justo antes de irse, el general había reunido a los defensores del fuerte para dedicarles una breve arenga. Sus palabras habían sonado tan sinceras y conmovedoras que a muchos se les saltaron las lágrimas. El momento culminante llegó cuando por la puerta decumana entró un carretón cargado con cincuenta sacos de cereal. Para sorpresa de los soldados, contenían trigo candeal de la mejor calidad, no espelta ni cebada.
—¡Dentro de siete días os traeré cincuenta sacos más! —les había prometido César—. ¡Y a partir de este momento, por el valor que habéis demostrado, vuestra paga queda duplicada hasta el día en que os licenciéis!
—¡Salve, César! —lo aclamaron incluso los que no podían levantarse del suelo por el cansancio y las heridas.
—¡Habéis demostrado el comportamiento que espero de mis hombres! ¡Ser capaces de lo imposible por vuestro general! ¡Con soldados así, no hay proeza que no se pueda conseguir ni lugar que no se pueda alcanzar! ¡A vuestro lado, hombres de la VI, me siento capaz de llegar más allá de donde llegó Alejandro, hasta los mismísimos confines del mundo!
Con estas palabras, César se había despedido. Pese a que todos estaban baldados, los ánimos se habían exaltado tanto que ahora mismo, mientras Esceva y Furio hablaban, varios soldados se dedicaban a amasar y hornear panes y otros habían espetado cabritos y lechones para preparar un gran festín.
—Ah —dijo Esceva, recordando algo—. Cabeza de Calabaza me ha prometido una bonificación de doscientos mil sestercios.
A Furio se le escapó un silbido. ¡Doscientos mil sestercios! Era doscientas veces lo que cobraba él al año, o cien si César cumplía su palabra y de verdad les doblaba el salario.
—César sabe recompensar a los valientes, señor —dijo Furio, sin comprometerse demasiado. No estaba muy convencido de que cuando se le pasara el efecto del narcótico el centurión siguiera mostrándose tan pacífico y razonable con él. En una sola noche había cometido dos faltas contra Esceva: ganarle a los latrunculi y retirarlo a tirones del campo de batalla.
Cuando terminó de coser los puntos, el cirujano levantó el parche para examinar la cuenca del ojo y limpiarla. Al ver cómo hurgaba dentro de ella, Furio estuvo a punto de apartar la mirada. Pero seguramente aquello habría ofendido a Esceva, que se dejaba manipular con indiferencia.
Furio se estremeció al recordar aquel momento al pie de la empalizada. Cuando la flecha se clavó en el ojo del centurión, él se la arrancó de un tirón tan violento que el globo ocular se quedó enganchado en la punta de hierro, unido a la órbita por un hilo ensangrentado de carne y nervios. Al verlo, Esceva tiró de nuevo con más fuerza, rompió aquel colgajo y arrojó lejos de sí la saeta junto con el ojo mientras gritaba:
—¡Fuera desperdicios!
No fue su única herida grave. También le habían clavado una flecha en un brazo y otra en un muslo, amén de varias pedradas que lo alcanzaron en la cabeza. Furio, que en aquel momento se asombró de no haber recibido más heridas, sospechaba ahora que los enemigos apenas habían reparado en él, concentrados en apuntar sus proyectiles contra Esceva para aniquilar a aquel demonio surgido del Averno.
Finalmente, la pérdida de sangre había debilitado tanto a Esceva que soltó la espada y cayó de rodillas. Al verlo desarmado, Furio se atrevió a meter los dedos entre el cuello de la armadura y el pañuelo azul que distinguía a los hombres de la VI y tiró de él hacia atrás. Rufino y Pulquerio, que habían bajado a socorrerlos por la escalinata improvisada con cadáveres, le ayudaron a subir aquel pesado corpachón a la empalizada. Mientras lo arrastraba, Esceva, con voz desfallecida, lo amenazaba con todos los tormentos del infierno, pues su honor como centurión le prohibía retroceder ante el enemigo.
—Tú vas a ser mi optio.
Furio sacudió la cabeza ahuyentando el recuerdo. ¿Había oído optio?
—¿Cómo?
—¿Cómo que cómo? —contraatacó Esceva en tono irritado. Su temperamento atrabiliario se sobreponía incluso a la sedación—. ¿Es que acaso no te llamas Tito Furio Ligario, pasmarote?
—Sí, señor, pero...
—Pues ya está. Desde ahora eres el optio de la primera centuria. Mientras estos matasanos me remiendan —dijo, mirando con malas pulgas al cirujano que ahora se afanaba como una costurera en la herida del brazo—, tendrás que hacerte cargo tú de la centuria.
—Sí, señor.
Tanto el primipilo como el optio habían perecido durante el asalto. Que César ofreciera a Esceva el puesto superior de los dos guardaba su lógica. Pero ¿a Furio? ¿Por qué no habían promovido a la primera a otro optio de las centurias inferiores, o al menos a alguno de los principales? Furio sólo tenía graduación de soldado raso, y ascensos de ese tipo se daban muy raramente.
La única razón posible era que Esceva lo hubiese propuesto personalmente. Según pasaron los días, Furio descubrió que así era. El centurión no le ofreció razón alguna de su ascenso ni volvió a mencionar las dos veces que habían combatido juntos ante la puerta y al pie de la empalizada. Cuando se dirigía a él, alternaba la indiferencia con los gruñidos y los insultos.
—Yo creo que le caes bien —le comentó Rufino después de que Furio recibiera una monumental bronca delante de toda la centuria, lo que en la jerga de campamento llamaban «un chorreo».