—Lo sé, César. ¡Me pasé media infancia usando sus brazos y sus piernas como escondite!
—A decir verdad, me gusta toda la isla. El valle de las Mariposas me maravilló. Cuando lo visité en verano, parecía un jardín multicolor de flores que volaban por el aire.
—¿Has estado mucho en Rodas? —preguntó León.
—De joven pasé una temporada allí estudiando retórica.
Lo que se calló César fue que había llegado a la isla en su segundo intento. El primero resultó frustrado porque una flotilla pirata interceptó su nave cerca de la diminuta isla de Farmacusa, en el Dodecaneso. Tras capturarlo, los piratas lo llevaron a su guarida mientras enviaban a sus sirvientes a pedir un rescate de veinte talentos por él. César, que tenía veinticinco años y por aquel entonces se resistía incluso menos que ahora a las frases y gestos dramáticos, contestó que esa miseria suponía un insulto para un patricio de noble cuna como él y les ordenó que pidieran cincuenta, y sus secuestradores accedieron entre carcajadas.
Cuando llegó el rescate y lo liberaron, César navegó hasta Mileto, donde consiguió convencer a las autoridades para que le proporcionaran barcos y hombres armados. Con esta pequeña flotilla, atacó la isla y apresó a los piratas, a los que llevó a Pérgamo. Allí, al comprobar que el gobernador Junco pretendía vender a los malhechores como esclavos sin repartir con él ni un mínimo porcentaje de los beneficios, César hizo que los crucificaran. No obstante, como no lo habían tratado mal en su cautiverio y detestaba la crueldad gratuita, después de colgarlos de la cruz les ahorró muchas horas de sufrimiento ordenando que les cortaran la garganta.
Considerando que era un ciudadano particular y no poseía potestad ni para organizar tropas ni para castigar a nadie, había sido audaz. Tal vez demasiado audaz. Pero ahora, cuando rebuscaba de nuevo en la alforja de los recuerdos, César tendía a ser indulgente con esos alardes de juventud. Tenía comprobado que sólo los hombres que se atreven a cometer excesos y desafiar a la autoridad acaban llegando ellos mismos a posiciones de poder.
—¿Con quién estudiaste retórica, César? —preguntó León.
—Con el célebre Apolonio Molón. También fue maestro de Cicerón, ¿lo sabías?
—Eso lo sabe todo el mundo en Rodas.
—¿Cómo? —preguntó César, un tanto picado—. ¿Así que entre los discípulos egregios de Apolonio se cuenta Cicerón, pero yo no?
—Tú eres tan célebre por tus conquistas como general que tu fama militar eclipsa todo lo demás.
César soltó una carcajada.
—¡Buena ocurrencia! La retórica es un arte muy útil, quizá la más útil de todas para un gobernante. Pero en Rodas aprendí disciplinas mucho más valiosas. ¿Has oído hablar de Posidonio?
El rostro de León se iluminó.
—¿Cómo no iba a haber oído hablar del hombre más sabio del mundo?
—En verdad que lo era —respondió César—. Él mismo era un buen orador, pero dominaba igualmente la filosofía estoica, era un gran comentarista de Platón y Epicuro, había visitado medio mundo y conocía el firmamento como la palma de su mano.
—Pues has de saber, César, que Posidonio no «era» un buen orador, sino que lo sigue siendo. Lo sé bien, porque es abuelo mío.
—¿Es eso posible? —preguntó César, fingiendo asombro. También conocía perfectamente ese dato.
—He de confesar que no es mi abuelo carnal. Él acababa de llegar de Siria cuando mi abuela paterna enviudó, y se casó con ella. Pero es el único abuelo que he conocido y he aprendido mucho de él. —León sonrió con la inocente alegría de un niño—. Puedo presumir de que he colaborado como informador en la Geografía que está escribiendo.
—¿Otra?
—¡Sí! En ésta incluye datos sobre la India y la isla de Ceilán, que él no había visitado personalmente.
César notó una gota fría en la cabeza, y después otra. Levantó la mirada. Llevaban un rato hablando al amparo de un grueso tronco que los protegía del viento, pero la lluvia empezaba a arreciar y la copa del árbol ya no era capaz de contenerla.
Le tendió la mano a León.
—Mi querido amigo, espero que volvamos a vernos pronto para oír de tu boca las maravillas de esos lugares lejanos. ¡Y quién sabe si para visitarlos contigo! Cuando vuelvas a Rodas, mándale mis respetos al ilustre Posidonio, y felicita al noble Eufranor por tener un hijo como tú. Confío en que no tardaré en verlos personalmente.
Tras estas palabras, hizo una seña a sus hombres y se dirigió con ellos hacia los caballos. Era hora de regresar al campamento. Con suerte, nadie se enteraría de su fallida travesía.
Mientras César se alejaba, León se quedó meditando sobre aquella extraña aventura. ¡Había conocido al mismísimo Julio César, y le había estrechado la mano! Por primera vez en muchos días, se olvidó de los barcos y los hombres que había perdido.
León era lo bastante inteligente para comprender que, como tantos otros, había caído en el hechizo de César. Resistirse a él era otra cosa. A partir de ese momento, el resultado de la guerra entre romanos ya no le resultaba tan indiferente.
Alejandría
Cuando Cleopatra salió del palacio para ir a la Biblioteca era todavía temprano; la sombra del obelisco que se alzaba ante el embarcadero real rebasaba las escaleras de mármol del muelle y llegaba hasta el agua.
La reina caminaba a paso tan vivo que su breve coleta se balanceaba al compás de sus pisadas. Apolodoro la seguía a un par de metros y la flanqueaban dos filas de soldados. Tal como augurara Carmión, Cleopatra todavía había crecido un poco después de los quince años; ahora, a los veintiuno, pasaba una pizca del metro sesenta, estatura que aumentaba con tacones que había aprendido a llevar con el garbo de una bailarina siria. No obstante, los hombres de su guardia personal habían sido elegidos por su gran estatura. Sumada ésta a las plumas negras que remataban sus yelmos de bronce, prácticamente ocultaban de la vista a Cleopatra.
Ella lo prefería así. Cuando tenía prisa por llegar a algún sitio y su visita no era protocolaria, le gustaba desplazarse casi de incógnito. Por eso los soldados no llevaban más que la coraza de lino blanco del uniforme de faena, sin charreteras, pectorales dorados ni condecoraciones de plata.
Esa discreción le había valido más de una discusión con Potino, el eunuco al que ella misma, mal que le pesara, había ascendido al puesto de visir.
—Mi señora, rebajas tu majestad al actuar así. Tus súbditos deben verte en todo momento como reina y como diosa.
—Tengo dos piernas y sé cómo usarlas —respondía Cleopatra—. ¿Pretendes que me limite a moverme del trono a la litera, de la litera al triclinio y del triclinio a la cama para que me convierta en una bola de sebo como tantos de mis antepasados?
No hacía falta remontarse a sus ancestros buscando ejemplos. Maidíon, que había sido un bebé regordete, se había convertido en un niño obeso. Lo que con dos o tres años resultaba gracioso con once empezaba a provocar repulsión. Tenía los mofletes tan gruesos que sus ojos parecían dos cuevas hundidas en el rostro, y las pocas veces que plantaba los pies en el suelo para moverse se veía obligado a andar anadeando como un pato para no hacerse rozaduras en el interior de los muslos.
A veces Maidíon rompía a llorar y se lamentaba por verse tan gordo. Pero su única ocurrencia para consolarse era darse un atracón, con lo que su perímetro no hacía más que incrementarse.
Ptolomeo, en cambio, por el momento se conservaba delgado. No por falta de gula: su afición por comer dulces superaba a la de Maidíon, hábito que le había provocado muchos problemas dentales. De crío tuvieron que extraerle tres muelas de leche renegridas como tizón, y de las definitivas había perdido ya una. Un médico etrusco lo solucionó insertándole una muela postiza de marfil que se sujetaba a las dos piezas adyacentes con una banda de oro. Ahora, cuando Ptolomeo sonreía o hacía una mueca, asomaba por entre sus labios un destello amarillo que a Cleopatra se le antojaba siniestro.
Pese a su glotonería, Ptolomeo había encontrado un método para no engordar: una larga pluma de faisán con la que se hurgaba en la garganta, cosquilleándose la campanilla hasta que le sobrevenían las arcadas y vomitaba todo lo que acababa de deglutir. Después de vaciar su estómago en una palangana de oro que le sujetaba un criado con la mayor dignidad posible, seguía comiendo como si tal cosa. A Cleopatra, como tantas otras costumbres de su hermano, le parecía repugnante.
La última vez que lo vio vomitar fue en su decimocuarto cumpleaños, apenas un mes antes. Pese al asco que sintió, no fue lo que más preocupó a Cleopatra de aquella fiesta. El banquete se había celebrado al atardecer en los jardines de Apolo, junto al mar, bajo una enorme carpa que se alzaba sobre un bosque de columnas de cedro revestidas de oro y talladas con formas caprichosas. Cabían en ella ciento cincuenta triclinios aptos para acoger a cuatrocientos cincuenta invitados. Pero, como solía ocurrir en tales casos, al final entraron casi seiscientos que se apretujaron en alegre camaradería y mezcolanza sobre los lechos, mezclando el olor de sus sudores y sus caros perfumes con el de los incensarios que humeaban repartidos por la gran tienda.
Ptolomeo se había empeñado en ocupar el mismo diván que Cleopatra. Como ella no consintió y se reclinó sola, el joven se colocó al lado de Arsínoe y se pasó buena parte de la velada acercándose a ella y frotándose con su pierna y su cadera. Al mismo tiempo que lo hacía lanzaba miradas constantes a los pechos de Cleopatra, hasta el punto de hacer que se sintiera como en una de aquellas desagradables pesadillas en las que se daba cuenta de que se hallaba desnuda en mitad de un sacrificio o una audiencia con embajadores extranjeros.
—¡Come, hermana, come! —insistió Ptolomeo desde el triclinio contiguo, mientras una esclava vestida con una túnica transparente esparcía pétalos de rosa sobre él y Arsínoe—. Tienes que rellenar un poco esas ancas para cuando des a luz a mi heredero.
—Deja de decir groserías —repuso Cleopatra—. No tienes edad.
—¿Crees que no tengo edad? ¿Y esto? —contestó él, girándose boca arriba. Un llamativo bulto en su túnica revelaba una erección que, a juzgar por las carcajadas, causó gran regocijo entre los cortesanos que se encontraban en los triclinios más cercanos.
Observando las bandejas que los criados depositaban en la mesa de Cleopatra, las intenciones de su hermano saltaban a la vista. Lo único que le presentaban eran alimentos afrodisíacos como puerros, huevos de todo tipo de aves, caracoles, ostras crudas y carne de langosta de mar sobre lecho de orquídeas, y su vino dejaba un regusto amargo a mirra. Las fuentes de asado de antílope o ciervo ni se las acercaban, pues por ser animales consagrados a la virginal Ártemis inhibían el deseo amoroso.
Si la selección de manjares que le servían a Cleopatra resultaba de por sí sospechosa, cuando vio la erección de Ptolomeo decidió que ya tenía más que suficiente. Con la habilidad y la fluidez de una gimnasta, movió ambas piernas juntas y, sin doblarlas para no descomponer los pliegues de su vestido, bajó del triclinio.
—Nos vamos, Arsínoe —dijo, tendiendo la mano a su hermana.
—¡Venga, Cleopatra, que me estoy divirtiendo!
Ptolomeo había rodado hacia el otro extremo del amplio lecho para acercarse a la esclava que le escanciaba el vino, y le acababa de introducir la mano izquierda por la amplia ranura de la túnica para magrearle las nalgas mientras la otra reptaba estómago arriba en busca de los senos. Al ver que su joven rey actuaba así, muchos de los invitados empezaron a imitarlo con escaso disimulo.
—Esto va a degenerar a no mucho tardar —insistió Cleopatra.
—¡Qué aburrida eres! Yo me quedo —dijo Arsínoe.
—Está bien. Tú sabrás lo que haces.
Arsínoe la agarró de la mano, tiró de ella para acercarla al borde del triclinio y se incorporó un poco para hablarle al oído. Su aliento olía a una mezcla de cúrcuma y vino. Rebajado con poca agua para el gusto de Cleopatra.
—Sabes que tarde o temprano tendrás que meterte en la cama con él —susurró Arsínoe.
—Que sea más tarde que temprano.
—¿Por qué no te emborrachas y dejas que pase lo que tenga que pasar? Mañana casi ni te acordarás.
—Ya lo estás haciendo tú por mí.
Arsínoe soltó una carcajada y la besó en la mejilla.
—No tengo prisa por procrear, hermana. —Se acarició el vientre, que mostraba una levísima curva, lo justo para ser más deseable. A sus veinte años, podría haber posado para cualquier artista que quisiera representar a Afrodita—. Los placeres de Eros son demasiado dulces para perdérmelos durante nueve meses.
Cleopatra se zafó por fin de ella y se marchó del banquete. Aunque se oyeron lamentos entre los cortesanos por verse tan pronto privados de la presencia de la reina, sabía que eran fingidos. No bien desapareciera por la puerta de la enorme tienda de campaña, sospechaba que los invitados terminarían de desinhibirse y empezarían a acariciar a las criadas, los camareros y las flautistas y a meterse mano entre ellos.
Al día siguiente, Arsínoe le confirmó que sus sospechas se habían cumplido y la fiesta se había convertido en una bacanal.
—¿Te acostaste con él? —preguntó Cleopatra.
—¡No! —respondió su hermana, abriendo mucho sus hermosos ojos azules. Y luego repitió con retintín—: Con él, no.
Su hermana pequeña no consideraba que su virgo fuese razón de estado, de modo que lo había entregado gustosa hace años. Su amante habitual era su propio eunuco, el apuesto Ganímedes. Aunque le habían castrado los testículos, conservaba intacto el pene. Tal como Arsínoe insistía en explicarle a Cleopatra con enojosos detalles, recurriendo a ciertas drogas y a las manipulaciones pertinentes con las manos o con la lengua conseguía producirle a Ganímedes erecciones duraderas y muy satisfactorias. Con la gran ventaja de que no tenía que preocuparse de quedar encinta.
A Cleopatra la crudeza de su hermana la escandalizaba. Pero, sobre todo, la torturaba, del mismo modo que la atormentaba imaginarse aquella orgía que no había presenciado. Pues a su edad, cuando ya debería haber tenido al menos un hijo, seguía siendo virgen. Por una parte, la ataba la promesa que le había hecho a su abuela, y que recordó ahora mientras acariciaba el escarabeo de jade y contemplaba los tres jeroglíficos de la piedra de su anillo. «Sólo te entregarás al hombre más poderoso del mundo». Por otra parte, sentía por su hermano una profunda repulsión, tanto moral como física, que la hacía sentir arcadas cada vez que él la rozaba. Pero toda la piel de su cuerpo anhelaba las caricias negadas al igual que el país de Kemet ansiaba el agua del padre Nilo.