La hija del Nilo (49 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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La situación se encontraba tan atascada como las aguas de Serbonia. Shunaif, jefe de las tropas nabateas, aconsejaba a Cleopatra que desistiera de mantener la posición en aquel lugar insalubre. Los demás contingentes mercenarios no se quejaban mientras la reina les pagara puntualmente; pero los fondos de Cleopatra disminuían día a día.

«No me voy a rendir», se decía a sí misma, testaruda. Tenía que ocurrir algo o aparecer alguien. En ciertas tragedias clásicas en que los héroes y heroínas se enfrentaban a dilemas que no podían resolver, cuando más apurada estaba la situación se presentaba un
theós ek mekhanês
[10]
, un dios que volaba sobre el escenario colgado de una grúa y lo arreglaba todo.

Pero Cleopatra no olvidaba que en muchas otras tragedias no aparecía ningún dios y los protagonistas morían.

Por fin, un día a media tarde sucedió algo que quebró la rutina. Por el horizonte oeste asomaron las siluetas de tres barcos. En sí no era extraño; de cuando en cuando su hermano enviaba naves de exploración, e incluso una mañana se acercó al monte Casio una flotilla de diez trirremes para ofrecer una batalla que Cleopatra se negó a aceptar.

Pero en esta ocasión se produjo una novedad. Para otear mejor el panorama, Cleopatra se subió a la atalaya que había hecho construir en la esquina noroeste del pequeño castillo. Allí observó que los tres barcos no venían juntos, sino que uno, un trirreme o quinquerreme de casco azul, huía de los otros dos. La nave fugitiva llevaba izado en el mástil un pabellón rojo con letras doradas que, incluso a la distancia, la joven reconoció como una bandera romana.

Monte Casio disponía de un pequeño puerto, un simple espigón de bloques de piedra que Cleopatra había ordenado ampliar, de modo que ahora tenía capacidad para unas veinte naves. Además de varios barcos de transporte, allí estaba amarrada su minúscula flota de guerra, compuesta por cinco trirremes y tres naves ligeras. Cleopatra ordenó que se hicieran a la mar en ayuda del barco romano, que se había desviado a estribor para dirigirse al monte Casio.

Bastó con que los dos primeros trirremes de Cleopatra asomaran las proas fuera del espigón para que las naves perseguidoras comprendieran que de pronto se hallaban en desventaja y viraran en redondo. En sus pabellones lucía la estrella argéada de su hermano Ptolomeo. «Que volverá a ser mía», se dijo Cleopatra.

Bajó de la atalaya, salió del fuerte y se dirigió hacia el puerto. Cuando llegó, quinientos de sus soldados formaban ya junto al malecón con las armas preparadas. La nave fugitiva acababa de atracar en un embarcadero libre.

—¿Qué hacemos, señora? —preguntó Shunaif el nabateo, tío del rey Malik, un veterano guerrero de cabellos blancos y barba puntiaguda y teñida con alheña.

—De momento, acompañadme. Quiero hablar con los ocupantes de ese barco.

El barco se llamaba Seleucia; pese al nombre, que lo relacionaba con el antiguo reino seléucida, las letras de bronce no eran griegas sino latinas. Cleopatra se acercó a la proa, escoltada por Shunaif y veinte soldados nabateos. Los demás aguardaban alerta a unos pasos, muchos de ellos con flechas preparadas en los arcos, aunque no llegaron a tensarlos. Apolodoro caminaba a su lado cubriéndola con una sombrilla; se acercaban los días de la canícula y el sol caía como metal fundido.

Los ocupantes del barco habían preparado la pasarela, pero no se decidían a tenderla. Aparte de la tripulación viajaban a bordo decenas de soldados, unos blindados con cotas de malla y otros con simples pectorales de cobre. Aunque llevaban armas, nadie las empuñaba.

Dos hombres se acercaron a la regala. Uno de ellos, que debía de ser el capitán del barco, llevaba una coraza musculada sobre una túnica azul. El otro era un joven de cabellos trigueños y piel enrojecida por el sol que no tendría ni veinte años. Vestía una túnica verde sencilla, pero el corte y el tejido eran de buena calidad. Cleopatra estaba segura de que no lo había visto en su vida; sin embargo, le resultaba familiar.

—Seáis quienes seáis, muchas gracias por ayudarnos —dijo el capitán en griego con acento italiano—. ¿Eres tú quien se encuentra al mando de este lugar, noble señora?

Shunaif contestó por ella.

—Estás ante la reina Cleopatra, legítima soberana de Alejandría y las Dos Tierras de Egipto. ¿Quiénes sois vosotros?

Los dos hombres, el capitán y el joven, cruzaron una mirada de inteligencia que no pasó desapercibida a Cleopatra. Después, siempre desde su cubierta, ambos la saludaron con una leve inclinación de barbilla.

Era más de lo que solían hacer los romanos. Los súbditos egipcios que se presentaban ante Cleopatra se arrodillaban. Para los griegos, en cambio, bastaba una reverencia no demasiado pronunciada. Era una concesión que se remontaba a los tiempos de Alejandro, cuando tras la derrota de Darío se convirtió en soberano del imperio persa y sus súbditos macedonios se negaron a someterse al ritual de la proskýnesis o prosternación como hacían los asiáticos.

Pero los romanos, que no se consideraban súbditos de nadie, normalmente no tenían esa delicadeza.

—Yo soy Numerio Fígulo, capitán de la armada romana —se presentó el hombre de la coraza—. Él es Sexto Cornelio, huésped y pasajero de la Seleucia.

—¿Por qué os han atacado? —preguntó Shunaif.

Fígulo hizo una brevísima pausa, lo suficiente para que Cleopatra sospechara que mentía o al menos ocultaba algo.

—No lo sé. Zarpamos hace cuatro días de Chipre, y nos dirigíamos a Alejandría para llevar al joven Sexto, que quiere cursar allí estudios de filosofía y retórica. Pero un viento inoportuno nos desvió hasta Pelusio. Cuando quisimos poner proa el oeste y seguir nuestra travesía hasta Alejandría, esas naves nos atacaron.

—¿Qué motivo tenían?

—Lo ignoro. Sólo sé que sus malas intenciones eran evidentes, pues traían arqueros apostados en la borda y remaban hacia nosotros a ritmo de boga de ataque, así que decidimos huir sin preguntar.

—¿Qué pretendíais hacer viajando a Alejandría con tantos soldados a bordo? —preguntó Shunaif—. ¿No formaréis parte de una flota de invasión?

El nabateo estaba conduciendo bien la situación, haciendo las mismas preguntas que a ella se le habrían ocurrido y que de momento prefería no hacer. «El silencio enaltece a los monarcas», le dijo su padre en una ocasión. Un consejo que él mismo no seguía cuando se ponía a tocar la flauta o cantar a voz en cuello en los banquetes.

Fígulo vaciló un par de segundos. El joven aprovechó para intervenir.

—Estos soldados están de paso hacia Siria, donde deben unirse a las tropas que defienden las fronteras contra los partos.

—¿Y todos esos militares toman un desvío tan largo hasta Alejandría para llevar a un muchacho a estudiar retórica? —preguntó Shunaif, acariciándose la punta de la barba—. Debes de ser muy importante.

—Mi familia es de rango consular, buen amigo.

Era evidente que no le azaraba ni producía ningún temor hablar delante de una reina. Sin duda procedía de un linaje importante.

En ese momento se oyó un grito que provenía de la popa, un lamento tan agudo que solamente podía brotar de una garganta femenina. Fígulo y Sexto volvieron a mirarse. El joven dijo: «Discúlpame, señora», saludó a Cleopatra de nuevo con la barbilla y corrió hacia la toldilla.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Shunaif.

—Es la madre del muchacho. Se ha puesto enferma durante el viaje. Una insolación —dijo Fígulo, y añadió—: Señora, te agradezco de nuevo que nos hayas ayudado. No quisiéramos molestaros más. Si tenéis a bien dejarnos repostar agua dulce, proseguiremos nuestro viaje.

Cleopatra le hizo un gesto a Shunaif. El nabateo se acercó a ella, que le susurró unas instrucciones en árabe. Shunaif asintió y luego se dirigió al capitán.

—La reina Cleopatra dice que no podéis iros sin aceptar su hospitalidad al menos esta noche. Os pide que compartáis con nosotros no sólo el agua, sino también vino, pan y mesa.

—Os lo agradecemos de corazón.

—Pero espera que entiendas que quiere que vuestros soldados desembarquen de uno en uno y vayan dejando sus armas aquí en el muelle. Todo se os devolverá mañana.

Fígulo echó una mirada a su alrededor, sopesando el número de soldados de Cleopatra y el suyo.

—Estamos en deuda con vosotros y no tenemos motivo para desconfiar de quienes nos han salvado. Sea como queréis.

Cuando el último soldado hubo abandonado la cubierta, Cleopatra, que seguía oyendo aquellos gemidos a popa, decidió subir al barco.

—Voy a ver a tu pasajera —le dijo al capitán—. Conozco las artes de la medicina y quizá pueda ayudarla.

Era una afirmación algo exagerada, pero estaba convencida de que allí había algo más de lo que parecía y quería enterarse. Sin esperar autorización de Fígulo, subió por la pasarela y tomó el camino hacia la toldilla, seguida por Apolodoro, Shunaif y varios soldados.

El camarote del que provenían los lamentos era tan pequeño que sólo pudieron entrar ella y el eunuco. Dentro, una mujer joven lloraba en una cama, revolviéndose y dando golpes a la almohada, el colchón e incluso la pared de madera. Mientras se mesaba los cabellos y se arrancaba las horquillas, dos criadas la agarraban para evitar que se las clavara en los antebrazos, donde ya se había hecho varios rasguños. Sexto se encontraba al pie de la cama con cara de circunstancias.

«No puede ser su madre —pensó Cleopatra—. Esa mujer no es mucho mayor que yo».

Al ver que las dos criadas no se bastaban a contener el ataque de histeria de la mujer, Cleopatra ordenó a una de ellas que saliera y trajera vino. Mientras tanto, Apolodoro se puso detrás de la joven, la agarró por los brazos y prácticamente la inmovilizó con la masa de su cuerpo. Ella siguió balanceando la cabeza adelante y atrás, pero al menos dejó de proferir aquellos gritos tan agudos. En su lugar, se puso a hablar con alguien invisible, indiferente a la presencia de los demás ocupantes del camarote.

—No te lo merecías, no —sollozaba—. Ha sido por mi mala fortuna, no por la tuya. La mala suerte que acarreo a todos los que se me acercan. Por eso te han asesinado en una pequeña barca, a ti que antes de casarte conmigo cruzaste este mar con quinientas naves. ¡Ojalá hubiera muerto antes de enterarme de que Publio había perecido entre los partos!

Cleopatra se preguntó cómo podía ser que su marido Publio hubiese muerto en territorio parto, que no tenía mar, y en una barca. El soliloquio de la mujer la sacó de dudas.

—¡Debí haberme suicidado entonces, como pensé! ¡Así no me habría casado otra vez ni habría traído la ruina a Pompeyo el Grande!

Mientras la joven proseguía con sus lamentaciones, achacándose la culpa del triste destino de sus dos maridos, Cleopatra se volvió hacia Sexto.

—Ése es el parecido que encontré.

—Perdóname, señora, pero no te entiendo.

—Tu hermano Gneo estuvo en Alejandría hace un año. Tú no te llamas Sexto Cornelio, sino Sexto Pompeyo, y esa mujer es tu madrastra, ¿verdad?

El joven asintió con gesto grave. En ese momento llegó la criada con el vino. Cleopatra levantó la piedra verde de uno de sus anillos y vertió su contenido en la copa.

—Es extracto de adormidera —le dijo a Sexto al ver que la miraba con gesto de alarma—. Con esto se calmará y descansará un rato.

Sin abandonar su monólogo, la mujer se bebió el vino poco a poco ayudada por una de las criadas. Cleopatra salió de aquel sofocante camarote y le hizo una seña a Sexto para que la siguiera. Ya en la cubierta, le preguntó:

—¿Por qué no me dijiste quién eras, Sexto Pompeyo?

—Pensé que podrías tomar represalias contra nosotros, señora.

—¿Por qué?

—Mi padre le dijo a tu hermano Ptolomeo que le ayudaría en la guerra que tenéis entre ambos.

Sin reconocer que sabía aquello por haber leído la carta original de su padre, Cleopatra continuó indagando:

—Entonces, ¿por qué os perseguían los barcos de mi hermano? ¿Y qué ha pasado con tu padre?

El joven, que hasta ese momento había aguantado con gran entereza, agachó la cabeza y se tapó la cara.

—Ha muerto. Lo han asesinado delante de nuestros ojos —dijo, conteniendo un sollozo.

Esperó a que el muchacho se recuperara un poco antes de seguir interrogándole. Pasado un rato, Sexto le contó toda la historia, o al menos la que él podía entender.

Cleopatra se quedó perpleja. Resultaba incomprensible que hubieran eliminado a un aliado tan valioso como Pompeyo el Grande. Aunque, en realidad, no era imprescindible buscarle lógica a aquel crimen, considerando la naturaleza sanguinaria de su hermano. Para colmo tenía como consejeros a un traidor retorcido como Potino y un fantoche sin personalidad como Teódoto, e incluso a Aquilas, que obedecía cualquier orden siempre que proviniera de un Ptolomeo varón, no de una débil hembra como ella.

Al caer el sol, Cleopatra invitó a cenar a Sexto Pompeyo y al capitán de la Seleucia. Cornelia también se reunió con ellos. Tras dormir unas horas, se había recuperado un poco y mantenía la compostura gracias a que Cleopatra la volvió a sedar con una dosis más diluida.

—Te doy las gracias, señora —dijo Cornelia con la voz átona por la droga y por el puro cansancio de horas de llanto—. Ha sido muy magnánimo por tu parte salvarnos, considerando que podrías habernos tratado como enemigos.

—No tienes nada que agradecerme —respondió Cleopatra—. Tu esposo era un hombre noble. Me avergüenza que alguien de mi propia sangre haya cometido una acción tan vil contra él.

Estaban cenando junto al mar, en la tienda de mando que Cleopatra utilizó durante el viaje desde Ascalón. Habían levantado los faldones y ahora, después del calor agobiante del día, se colaba una brisa algo más fresca que procedía del mar.

Cornelia le explicó a Cleopatra su triste historia. Se había casado primero con Publio Licinio Craso, hijo del gobernador de Siria. Él y su padre murieron en la batalla de Carras, donde las flechas de la caballería parta aniquilaron a más de veinte mil legionarios. Un desastre que despertó un gran regocijo en Alejandría y en otros territorios de Oriente, ya que era la primera vez en mucho tiempo que las águilas romanas sufrían la humillación que tantos estaban esperando.

Sin brindar por aquello, Cleopatra se había alegrado en su fuero interno. Por supuesto, no se lo comentó a Cornelia.

—Y ahora mi esposo, el mejor general de Roma, también ha sufrido derrota y muerte —proseguía Cornelia—. Es evidente que no traigo más que desgracia e infortunio a quienes se me acercan. No volveré a casarme nunca más. Ojalá aún fuese virgen para que me aceptaran las vestales.

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