Mientras Furio esperaba castigo en el calabozo, César había llegado de Masalia para sofocar el motín. Incluso encerrado, a Furio le llegaban rumores. Según uno de ellos, la cólera y la tristeza habían hecho enfermar a César. Según otro, mucho más siniestro, el general había decretado que la IX fuera diezmada.
Al día siguiente de su llegada, sacaron a Furio de la celda y, con las manos atadas a la espalda y sin cinturón, lo que para un soldado era tan humillante como ir desnudo, lo llevaron ante la tienda del pretorio. Los legionarios de la IX la habían rodeado y estaban arrodillados con ramos de olivo en las manos implorando perdón a César, que los contemplaba desde el estrado donde habían colocado su silla curul.
Después de un rato, César se levantó y pronunció un discurso que sonó como una tormenta invocada por Júpiter tonante. Tras recordar a sus hombres cuánto le debían y echarles en cara su deslealtad, les comunicó que, pese a todo, iba a perdonarlos. Pero con condiciones. La decimatio se reduciría a ciento veinte soldados, de los que doce morirían y los demás oficiarían de verdugos.
Furio estaba tan aturdido por la velocidad a la que ocurría todo que, cuando quiso darse cuenta, lo habían obligado a arrodillarse en el polvo y agachar la testuz como un buey. Mientras tanto, nueve tipos de otra cohorte a los que apenas conocía de vista se disponían a ejercer de victimarios con él usando piedras y garrotes.
«Las mujeres serán tu perdición». Se lo habían augurado muchas veces su padre y su madre, y también sus hermanas. Al final, comprendió que iban a llevar razón.
Fue entonces cuando una voz metálica exclamó:
—¡Deteneos! ¡No toquéis a ese hombre!
El círculo se abrió, y unas piernas largas y delgadas entraron en él con vigorosas zancadas. Cuando Furio levantó la mirada, se encontró cara a cara con César.
Nunca había estado a tan poca distancia de él. Furio no era precisamente bajo, pero el general le sacaba al menos un par de dedos. Aunque César se conservaba bien, con la espalda erguida, los hombros altos y el vientre plano, de cerca se apreciaban más las numerosas arrugas que rodeaban las comisuras de sus ojos. Desde los pómulos le bajaban otras dos, profundas como cuchilladas, que más que envejecerlo le conferían una mezcla de energía y ascetismo.
A Furio le pareció que lo rodeaba un halo de poder, un aura que hacía vibrar el aire a su alrededor y erizaba el vello. Tal vez fuera sólo sugestión, o se debiera a que sabía que aquel hombre era su jefe supremo, el general que se había atrevido a desafiar a la República.
—¿Es cierto que te encontrabas de permiso durante el motín, soldado? —preguntó César mirándolo a los ojos. Los de él eran entre verdes y grises, como el mar en un día de invierno, que puede serenarse o enarbolarse de repente en una violenta tempestad.
Furio le aguantó la mirada. En su familia siempre le habían dicho que agachara la barbilla al hablar con gente más importante que él, pero había algo en su naturaleza que le impedía hacerlo.
—Sí, general.
—Dirígete a mí como «César» simplemente, soldado.
Furio comprendió que no se lo decía por llaneza ni campechanía, sino porque aquel patricio se sentía tan orgulloso de sus ancestros y tan seguro de sí mismo que no había título que prefiriera al de su propio nombre.
—Sí, César. Pedí permiso al centurión de mi compañía, porque mi padre estaba a punto de morir.
César asintió y le hizo un gesto para que lo siguiera. Ambos salieron del círculo, escoltados por los lictores y por cuatro germanos tan altos como torres de asedio. Al oír los gritos de Vestorio, Furio se giró un instante. El centurión había ocupado su lugar en la decimatio. Mientras caminaban hacia el pretorio, aún miró atrás un par de veces y vio cómo lo molían a palos en el suelo.
«Jódete, cabrón», pensó.
Junto al toldo que hacía de puerta principal de la tienda, César le presentó a un hombre bajo y algo panzudo, con una barba rala y ojos rasgados.
—Éste es mi ayudante Menéstor. Él se encargará de ti.
Sin más palabras, César entró en la tienda. Menéstor entrecerró los ojos, que se convirtieron en dos rendijas, y dijo:
—Vamos a transferirte a otra unidad. Ya he comprobado que tienes enemigos en la IX.
El liberto llevó a Furio a otra tienda, situada detrás de la del pretorio, donde varios funcionarios garrapateaban sin descanso en papiros y tablillas de cera. Mientras un teserario comprobaba dónde podían ser más útiles los servicios de Furio, Menéstor le explicó que varios soldados y oficiales de la IX habían conspirado para convertirlo en chivo expiatorio y librarse de su responsabilidad en el motín.
—No sé cómo agradecer a César que se tome tantas molestias por un simple soldado —dijo Furio.
El liberto lo miró de arriba abajo.
—Rebaja esas ínfulas, joven. César no se toma estas molestias por ti. Lo que ocurre es que no podría soportar la idea de condenar a un hombre injustamente.
—Entiendo.
—No, no puedes entenderlo, porque él está muy por encima de ti y de cualquiera. Has de saber que César es muy exigente con todos: con sus soldados, con sus oficiales, con sus ingenieros. Pero con nadie más que consigo mismo. Cuando se trata de él, no tolera nada por debajo de la perfección.
—Y así me trasladaron a la VI, César —concluyó Furio—. Pensé que sería de los novatos, pero resultó que la habían reclutado el año de la revuelta de los galos y casi todos los soldados son más jóvenes que yo.
César asintió.
—En aquel momento debiste haber sido castigado por agredir a un superior —dijo con voz grave, e hizo una pausa. A Furio se le encogió el estómago. Pero pasados unos segundos el gesto de César se suavizó—. Sin embargo, cuando ibas a sufrir una pena que no te correspondía, Fortuna decidió salvarte. No acostumbro a contradecir a esa diosa, porque sé que sus caprichos gobiernan el mundo.
A un gesto de César, Menéstor le acercó el caballo y después entrelazó las manos para que las usara como apoyo. El general montó en su corcel y desde la silla se despidió de Furio.
—Pero no te metas en más líos con tus superiores, soldado. Veo que tienes puños de pugilista. ¡Resérvalos para el enemigo!
Tras estas palabras, César taloneó a su montura y se alejó hacia el norte, seguido por su comitiva. Furio respiró hondo.
Había salido con bien de su segundo encuentro con el gran hombre.
—César —dijo Claudio Nerón—, no es que quiera criticarte, pero me gustaría preguntarte una cosa.
—Si alguien te avisa que no quiere criticarte es porque piensa hacerlo. Pero dime.
Se acercaban ya a la puerta este del campamento principal, después de haber visitado dos fuertes más y comprobar que por la zona norte todo el perímetro estaba fortificado y cerrado. El sol había conseguido burlar a las nubes por un rato y se veía como un denario de oro a punto de hundirse en las aguas del Adriático.
—Es por Esceva. No sólo es que le haya abierto una brecha en la frente al pobre Vatia. Es que además casi parecía orgulloso de ello. Un plebeyo como él tendría que haberse arrodillado para pedir perdón.
—¿Crees que debería haberle castigado?
—Por lo menos haberle bajado los humos. ¿Qué ejemplo da ese centurión delante de los soldados?
—Mi querido Claudio Nerón —dijo César, que siempre lo llamaba por el nomen y el cognomen juntos—, es cierto que la mayoría de los mandos deben dar ejemplo a sus hombres. Yo mismo procuro hacerlo, y sé que tú también. —Al decir esto último, dejó traslucir un levísimo retintín de ironía—. Pero cuando uno encuentra a una fuerza de la naturaleza como Casio Esceva y tiene la suerte de que no sea en las filas del enemigo, lo que hace es aprovecharla en su propio beneficio. No te preocupes por la disciplina, que yo sé arreglármelas con tipos como Esceva.
César había aprendido a manejarse con individuos violentos en la mejor de las escuelas: la calle. Pese a su origen patricio, su familia no poseía una gran fortuna. Por eso se había criado en la Suburra, uno de los peores barrios de Roma, aunque al menos su casa era relativamente grande y lujosa.
En la Suburra el juego favorito de los niños consistía en pelear a puñetazos, pedradas o con palos. Desde muy pronto, César se convirtió en cabecilla de una banda infantil en las batallas contra los chicos de otros barrios. Había empezado como una forma de sobrevivir: el crío flaco y de familia aristocrática tenía que demostrar en la calle que podía ser más duro que nadie. Para ello, él mismo era el primero a quien debía convencer de que no temía a nada y de que se hallaba dispuesto a todo.
En esa época, de manera intuitiva, César comprendió que las personas se podían clasificar en varios grados según el nivel de violencia que estuvieran dispuestos a utilizar con los demás. Más adelante amplió y extrapoló ese conocimiento a los adultos y, sobre todo, a los soldados. Pero era una información que no pensaba compartir con alguien como Claudio Nerón.
Primero estaban los pacíficos, a los que bastaba un grito o una mala mirada para intimidarlos. Por supuesto, la violencia física les espantaba. Los pacíficos trataban de evitar el reclutamiento. Si no les quedaba más remedio que alistarse, obedecían las órdenes, y bien entrenados podían soportar las marchas como cualquier otro y servían bien como ingenieros o zapadores. Pero llegado el momento de luchar, lo máximo que hacían era lanzar el pilum a lo alto sin mirar o agazaparse tras el escudo y tirar estocadas al azar. César procuraba situarlos en las filas intermedias, donde existían menos posibilidades de que se produjese acción de verdad.
Después venían los manipuladores. Éstos no recurrían a la fuerza a no ser que se vieran obligados, y si lo hacían era en exhibiciones más propias de aves de corral que en combates de verdad. Pero sabían utilizar la debilidad de los pacíficos para manejarlos y conseguir de ellos lo que querían, convenciéndolos a fuerza de insistir. En la legión, eran los que menos útiles resultaban para el general, y solían andar detrás de todos los motines. Para César, el manipulador por excelencia era Marco Tulio Cicerón. En el senado, su campo de acción favorito, se movía a sus anchas como rana en una charca, pero la guerra lo aterrorizaba.
Por encima de los manipuladores se hallaban los contundentes. A éstos no les gustaba que nadie intentara imponerles su voluntad, no les asustaba decir las cosas claras y, si hacía falta, recurrían a la fuerza. Cuando un manipulador insistía demasiado, el contundente se plantaba ante él con los brazos en jarras y le decía: «Cállate ya o te parto la boca». Normalmente no llegaba a hacerlo, porque el manipulador reculaba. A la hora de la batalla, los contundentes funcionaban bien siempre que el general lograra convencerlos para que lucharan por él. Aunque César sólo lo había visto un par de veces, estaba casi seguro de que el soldado Tito Furio pertenecía a ese tipo humano.
Más allá de los contundentes estaban los agresivos. Éstos recurrían a la violencia como primer recurso contra cualquiera de los otros: para conseguir que los pacíficos obedecieran sus órdenes, para hacer callar a los manipuladores o para doblegar la resistencia de los contundentes. De adultos, eran buenos soldados para ponerlos en las primeras filas en el campo de batalla, pues el combate, como el vino, poseía una magia especial: cualquier hombre que se encontraba arrastrado por el poder de Marte o de Baco subía un peldaño su nivel de violencia. Pero para manejar a los agresivos y convertirlos en soldados disciplinados, había que recurrir a medidas extremas.
O bien ascenderlos para compartir con ellos la responsabilidad de disciplinar a otros. Entre los centuriones la mayoría eran agresivos por naturaleza. Por eso combatían en primera fila por delante de sus hombres y a menudo rivalizaban entre ellos por demostrar quién tenía más redaños. Así habían hecho en la Galia dos centuriones de César, Lucio Voreno y Tito Pulón, mientras su campamento sufría el asedio de los nervios: como les parecía poco luchar desde la empalizada, los dos saltaron fuera del parapeto igual que héroes homéricos y desencadenaron una escabechina entre los enemigos.
Una de las cosas que César había comprobado ya desde aquellos tiempos de la Suburra era que cada uno de los primeros tipos de personas, pacíficos, manipuladores y contundentes, se sentían desconcertados al toparse con alguien dispuesto a subir el nivel de violencia, y normalmente se retiraban o arredraban ante gente así. A los agresivos, en teoría, no los acobardaba nadie.
Salvo el siguiente escalón.
Los asesinos.
Casio Esceva era uno de ellos. De modo instintivo los demás lo sabían, aunque no hubieran estudiado esas cuestiones de forma tan metódica como César. No eran sólo su estatura y su desmesurada fuerza las que infundían pavor en sus enemigos. Era la conciencia de que enfrente tenían a una máquina de matar tan devastadora y tan despreocupada de su propia seguridad física como una balista, un escorpión o una catapulta.
César había conocido a más asesinos, pero pocos que llegaran al extremo de Esceva. Uno de los escasos individuos que podrían competir con él había sido esclavo suyo, un prisionero de guerra de Mesina al que César mantenía en su escuela de gladiadores en Capua. Aquel hombre era prácticamente invencible, pero al público del anfiteatro no le gustaba porque sus combates apenas duraban unos segundos. Nada de fintas ni adornos, ni mucho menos duelos amañados: entraba siempre a matar o a morir a la primera, y conseguía lo primero, aunque a cambio recibía a menudo heridas, algunas de ellas graves. Llegó un momento en que los ediles que organizaban los juegos ya no querían saber nada de aquel gladiador, de modo que César se desprendió de él regalándolo como guardaespaldas.
Por supuesto, por encima de pacíficos, manipuladores, contundentes, agresivos y asesinos quedaba el peldaño más alto en el uso de la violencia, el que la elevaba a la categoría de arte.
El general.
Y ése era él. Capaz de manejar a cada uno de sus hombres según su categoría. De inspirar a los pacíficos, de manipular a los manipuladores, de contener a los agresivos. Incluso de domeñar a los asesinos, de moldearlos como el herrero moldea el metal al rojo vivo que, si cae sobre él, puede abrasar su carne hasta el hueso.
Para llegar a eso, César había tenido que aprender a utilizar todos los tipos de violencia y convertirse en un experto de la esgrima, el manejo del pilum y el combate a caballo. La primera vez que mató a un hombre con su propia espada, en Lesbos, salvó al mismo tiempo la vida a un camarada e hizo retroceder de la posición a los demás enemigos. Pero no lo hizo llevado por el ardor del combate, sino de forma racional, sabiendo que así podría conseguir la corona cívica, la segunda condecoración más valiosa de la República. Pues ya con diecinueve años estaba planeando su futura carrera como general que lo llevaría a convertirse en el hombre más influyente de la ciudad más poderosa del mundo.