La hija del Adelantado (19 page)

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Authors: José Milla y Vidaurre

BOOK: La hija del Adelantado
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Dicho esto, el médico subió lentamente la pequeña escalera que conducía al techo del sótano, levantó la pesada puerta y saliendo, cerró por fuera con un cerrojo que estaba perfectamente oculto, y con el cual no habría podido dar sino quien conociese aquel secreto.

El largo discurso del doctor, lejos de tranquilizar a doña Juana, sirvió únicamente para darle a conocer todo el horror de su situación, ignoraba absolutamente cuál era el sitio en donde se encontraba; sabía sí que estaba sepultada viva en las entrañas de la tierra, sin esperanza de auxilio humano y en poder de su implacable perseguidor. La pobre joven comprendió que no le quedaba otro arbitrio que poner su confianza en Dios; cayó, pues, de rodillas, y bañada en lágrimas, oró con fervor. Así acabó de pasar la noche, y al siguiente día, estaba aún en la misma angustiada situación. En un extremo del sótano se veía una cama, de la cual no hizo uso doña Juana, y no lejos del lecho, una mesa con manjares, que no quiso tocar.

Dos o tres horas después que había amanecido, se levantó la puerta del subterráneo y apareció el herbolario, que encontró a doña Juana arrodillada y fortalecida por la oración.

—¿No os habéis acostado?, dijo el doctor, procurando dar a su voz una inflexión tierna y afectuosa. Mi solicitud ha provisto este encierro de cuanto ha sido dable obtener para haceros cómoda la vida. Resignaos, doña Juana, y no expongáis vuestra salud.

—Don Juan, contestó la joven con tranquilidad, la vida me es indiferente y prefiero mil veces la verdadera muerte a estar enterrada viva y a tener que sufrir la odiosa presencia del inhumano autor de mi desdicha.

Aquellas palabras no irritaron al herbolario, que las recibió como un desahogo natural de la impaciencia que causaba a la orgullosa dama el verse en poder de su desdeñado amante. Seguro de la posesión de doña Juana, confiaba en que el tiempo y la necesidad doblegarían su altivez y harían le concediese de grado lo que él creía poder obtener por fuerza. Así, se sonrió al escuchar las amargas reconvenciones de la joven, y le dijo:

—Veo que no habéis reflexionado bien sobre lo que os dije anoche. El destino os ha puesto en mis manos doña Juana. Habéis de ser mía al fin; no me obliguéis a emplear la violencia.

—¡Jamás! contestó la joven con arrogante dignidad. ¡Jamás! Desprecio tus amenazas y desafío tu furor. ¡Miserable villano que pretendes abusar de la debilidad de una mujer! Yo tengo aquí, lejos del mundo y de los hombres, un defensor que no permitirá lleves a cabo tus perversos designios.

Peraza cruzó los brazos sobre el pecho, y con aparente tranquilidad, dijo a doña Juana:

—¿Y quién es ese protector invisible que te defenderá de mí?

—¡Dios! exclamó la joven con acento de firme confianza.

—¡Dios! exclamó el escéptico herbolario, ¡Dios!; y sonrió desdeñosamente.

—Bien, añadió, veremos si Dios tiene poder para sacarte de aquí. Te doy veinticuatro horas para que te resuelvas; y volviendo la espalda a doña Juana, salió del subterráneo, dejando a la joven en la mayor agitación.

Capítulo XVI


pasó el día entero doña Juana, sin querer tomar alimento alguno, ni reposar un solo instante sus fatigados miembros. Contaba con angustia las horas que le había concedido aquel malvado, y puesta su confianza en Dios, se preparaba a la lucha, lucha terrible, en que esperaba salir triunfante, con el auxilio del que tiene en su mano el corazón y las pasiones de los hombres.

Llegó la noche y creció la ansiedad de la infeliz joven, que calculaba iba acercándose el momento en que tendría necesidad de toda la energía de su alma para imponer al implacable herbolario. Doña Juana redoblaba sus fervientes oraciones y pedía a Dios la muerte, con tal de evitarse aquella espantosa prueba. El insomnio y la falta de alimentos, unidos a la angustia que le oprimía el corazón, hacían vagar la imaginación de la doncella, de uno en otro pensamiento, como el ave fatigada que, perseguida por el cazador, salta de rama en rama, sin considerarse segura en parte alguna.

Serían las doce cuando doña Juana creyó oír que levantaban la pesada puerta que cerraba la entrada del sótano, y un frío glacial recorrió instantáneamente todos sus miembros. Su corazón latía con violencia y la sangre circulaba por sus venas, como las olas del mar embravecido con la tempestad. De pronto no volvió a escuchar ruido alguno, y comenzaba a creer que el que le había parecido oír, sería una ilusión de su espíritu agitado; cuando a la luz de la lámpara que alumbraba día y noche el subterráneo, vio bajar la escalera a un hombre, y tras él otro y otro, hasta que entraron en la mazmorra unos ocho o diez inpiduos embozados. Luego que estuvieron todos adentro, descubriéronse y doña Juana, estupefacta, reconoció al Tesorero real Francisco de Castellanos, al Veedor Gonzalo Ronquillo, al Comendador Francisco de Zorrilla, al Regidor Gonzalo de Ovalle y a otros sujetos principales de la ciudad. Eran los conspiradores, que procuraban reanudar la conjuración y escogían como el punto a propósito para reunirse, el subterráneo, que conocían perfectamente, de la casa de Peraza, abandonada después de la prisión y supuesta muerte del herbolario. Pasada la primera impresión de asombro, doña Juana sintió la más viva alegría, considerando que Dios enviaba a aquellos caballeros para que fuesen sus libertadores. Levantose con trabajo del suelo en donde estaba arrodillada, y caminando lentamente, pues se hallaba fatigada y falta de fuerza, salió al encuentro a los que se dirigían al fondo del subterráneo. Júzguese cuál sería la sorpresa de estos, al ver avanzar la que parecía una fantasma. Retrocedieron espantados, buscando la escalera.

—¡Deteneos, por el amor de Dios!, exclamó doña Juana, juntando las manos en actitud suplicante; deteneos.

Al oír aquella voz, que no les era desconocida, el Tesorero real, y sus compañeros cobraron ánimo y fijándose en el rostro de la joven, que estaba ya cerca de ellos, exclamaron asombrados:

—¡Doña Juana de Artiaga!

—¿Qué hacéis aquí, señora?, preguntó el Tesorero, ¿quién os ha traído a este sitio? ¿Sabéis en dónde estáis?

—Perdonad, don Francisco, contestó la doncella, si no respondo desde luego a vuestras preguntas. Salvadme, sacadme de aquí, y todo lo sabréis. Pero por Dios, no perdáis ni un momento. Las horas corren con rapidez, el momento terrible se acerca y él vendrá, vendrá, no lo dudéis, porque me lo ha dicho; y yo estaré sola y sin más auxilio que el de Dios para defenderme.

Al decir esto, la pobre joven se puso a derramar abundantes lágrimas. Los caballeros se veían unos a otros y les asaltó la idea de que aquella mujer había perdido el juicio. No podían explicarse cómo se encontraba encerrada en aquel subterráneo, cuya existencia conocían ellos solos y el difunto médico Peraza. Habían oído cierto rumor de la desaparición de doña Juana; pero las circunstancias que acompañaron a aquel suceso extraordinario se habían mantenido reservadas; por lo que apenas unas pocos personas de la intimidad del Gobernador y de su familia sabían lo que dijo la camarera de doña Juana acerca del herbolario. El tesorero y sus amigos perdíanse, pues, en conjeturas, y no sabían que creer, ni que partido tomar.

La joven repetía sus instancias de que la sacasen de aquel sitio, lloraba y suplicaba de una manera capaz de conmover a cualquiera que abrigase un corazón de hombre. El tesorero y los otros se retiraron a un extremo del sótano y discutieron en voz baja lo que convendría hacer. Aunque sin acertar con la solución del enigma de la presencia de doña Juana en aquel encierro, la generalidad de los caballeros fue de opinión de sacarla y conducirla a la puerta del Palacio del Gobernador, con ciertas precauciones. Sólo el insensible y duro Veedor Gonzalo Ronquillo se oponía, diciendo que el paso era peligroso, que aquella mujer denunciaría a sus libertadores y que valía más dejarla correr su suerte en aquella mazmorra. Los demás desecharon con disgusto esa cruel proposición y a fin de convencer a Ronquillo, le hicieron observar que para poder continuar reuniéndose en aquel sitio, necesitaban desembarazarse de un testigo importuno como doña Juana. Resolviose, pues, sacarla en el acto y Castellanos, acercándose a la joven, le dijo:

—¿Sabéis, doña Juana, cuál es el sitio en donde os encontráis?

—No, don Francisco, respondió la doncella; sé únicamente que es una tumba en donde se me ha enterrado viva.

—Bien, dijo Castellanos. Vamos a salvaros, pero jurad que a nadie en este mundo diréis que nos habéis visto y que nos debéis el haber salido de este subterráneo.

—Lo juro, exclamó doña Juana; lo juro por el alma de mi madre.

—Venid, pues, dijo el Tesorero. Sacó su pañuelo del bolsillo y vendó con él los ojos a la joven, a quien sacaron del sótano dos de los caballeros, pues casi no podía dar un paso. Al salir, preocupados por aquella extraña aventura, olvidaron cerrar la puerta que daba entrada, al subterráneo, y se dirigieron a la excusada de la casa, saliendo todos con doña Juana.

Entre tanto, Peraza, que estaba acostado en su dormitorio, y que agitado por sus malos designios, no podía conciliar el sueño, creyó oír un ligero rumor en el corral donde estaba la boca de la cueva, y habiéndose levantado, se dirigió con presteza al subterráneo. Sucedió esto en el momento en que Castellanos y sus compañeros, acababan de salvar la puerta excusada que daba a la calle, Peraza no vio, pues, nada, ni encontró a nadie en el corral; pero al llegar a la boca de la mazmorra y al ver la puerta abierta, un sudor frío corrió por todos sus miembros. Bajó precipitadamente la escalera y entró en el subterráneo. Buscó por todas partes a doña Juana, y viendo que había desaparecido, lanzó un grito de rabia.

Mas no era aquel el único castigo que el cielo reservaba al herbolario. Sucedió que el Tesorero y los suyos, apenas habían pasado de la puerta excusada, cayeron en la cuenta de que había quedado abierta la del sótano, y considerando que eso no era conveniente, se dispuso que uno de tantos fuese a cerrarla. Ofreciose a hacerlo Ronquillo y regresó a toda prisa. La pesada puerta estaba efectivamente abierta. Levantola don Gonzalo y después de haberla dejado caer, echó el cerrojo, muy ajeno de imaginar que sellaba la losa del sepulcro de su amigo y compañero de conspiración, el médico herbolario Juan de Peraza. Hecho esto, corrió a reunirse con los que conducían a doña Juana, que se dirigían al Palacio del Adelantado. Ronquillo observó que dos embozados seguían de lejos con cautela el grupo de los caballeros, y luego que se reunió con ellos, les dio aviso de aquella circunstancia, que los hizo sospechar que se les expiaba por los agentes del Gobernador. Luego que llegaron con doña Juana a la puerta del Palacio, quitáronle la venda de los ojos y se retiraron, después de haber oído de la joven las palabras más expresivas de gratitud y reconocimiento. Enseguida conferenciaron un momento y resolvieron no volver jamás al sótano de la casa de Peraza, eligiendo algún otro punto para sus reuniones. Aquella determinación fue la sentencia de muerte del herbolario.

Cuando advirtió éste que había desaparecido doña Juana, después de haber permanecido largo rato entregado a la desesperación y perdiéndose en conjeturas sobre la evasión de la joven, dispuso volver a su habitación y pasar allí lo que faltaba de la noche. ¡Cuál no sería su estupefacción y pánico, al encontrar cerrada la puerta que acababa de dejar abierta! Empujó con toda la fuerza de que era capaz la pesada trampa; pero sus esfuerzos fueron, como debían serlo, completamente inútiles. El cerrojo estaba echado por fuera y nada habría alcanzado a romper aquella fuerte cerradura. Cuando el médico se hubo convencido de que le era imposible arrancar la puerta, su espíritu activo y emprendedor se puso a discurrir algún medio para salir de aquella mazmorra. Combinó mil proyectos y los desechó uno en pos de otro, por impracticables. Desesperado casi de encontrar arbitrio para obtener la libertad, sentose en la última grada de la escalera y fijó los ojos en la lámpara que alumbraba débilmente el sótano. Discurría, al ver aquella luz trémula y vacilante, que así iría consumiéndose su existencia, hasta extinguirse para siempre en la sombra de la muerte. Pero repentinamente la vista de aquella débil luz le sugirió una idea, en la que creyó encontrar la salvación que había buscado en vano en otros proyectos. Esa idea era la de servirse de aquella tenue llama para encender algunos objetos combustibles y quemar con ello la puerta, al menos en cuanto fuese necesario para poder sacar la mano y correr el cerrojo que la cerraba.

La alegría renació en su corazón, y animado con aquella esperanza, a que daba cuerpo su anhelo, comenzó a poner en ejecución el pensamiento. Colocó la mesa en que estaban los manjares que doña Juana no había tocado, debajo de la lámpara, subió y la descolgó con el mayor cuidalo. Paso a paso, a fin de que no se apagara con el viento que él mismo agitaba al andar, iba el doctor hacia la puerta, reteniendo hasta el aliento, tal era el cuidado con que procuraba la conservación de aquella débil llama. No tiene un padre mayor solicitud por la vida de un hijo débil y enfermizo, que la que ponía el doctor para que no se extinguiese la oscilante luz, que a cada paso que daba, parecía próxima a escaparse del pábilo. Pudo al fin subir con felicidad hasta el último escalón, colocó la lámpara y fue a tomar la ropa de la cama para quemarla y aplicarla a la puerta. Con el mayor cuidado acercó la punta de una sábana a la tembladora llama e iluminó el sótano una repentina claridad. La sábana ardía por todas partes, e inmediatamente la aplicó a la tabla. Por desgracia, la madera estaba húmeda, pues el agua de las lluvias que caía sobre la puerta por la parte de afuera, había penetrado toda la tablazón. Las llamas no hacían, pues, el menor efecto en ella. Consumiose la sábana, sin resultado, y después tomó la otra, que apenas chamuscó la superficie. Sin desalentarse por eso, el doctor continuaba la operación, resuelto a consumir toda la ropa de la cama y después, si era preciso, hasta la última pieza de sus vestidos. Pasó algunas horas en aquel afanoso trabajo, y de repente la sangre se heló en sus venas de terror al observar que el líquido que alimentaba la llama estaba casi todo consumido y apenas quedaría combustible para mantener la luz durante diez minutos. Quemó una almohada y la aplicó a la puerta, sin que prendiese el fuego la madera. El aceite estaba concluido, la llama iba a espirar, cuando apareció una pequeña chispa en la tabla. El doctor se propuso alimentarla con el aire que él mismo respiraba, y habría querido comunicarle vida con el aliento. Al encenderse la chispa, la luz de la lámpara se extinguió. Brillaba en la profunda obscuridad del sótano el punto rojizo que formaba la chispa, que iba creciendo muy lentamente. El herbolario, inclinado sobre ella, hacía esfuerzos inauditos para mantenerla. Las partículas ígneas iban comunicándose a las fibras de la madera que la llama había secado; pero repentinamente se encontraron al paso con la invisible gota de agua que se había infiltrado en la tabla; oyose un débil chirrido y la chispa se apagó, desapareciendo con ella la última esperanza de salvación que quedaba a Peraza. La lucha de los dos encontrados elementos, el agua y el fuego, aunque en escala tan pequeña, como la de una gota y una chispa, no había inspirado jamás interés más vivo. Era que dependía de esa pequeña lucha, un objeto que es y será siempre grande: la existencia de un ser humano. Dios quiso que la balanza se inclinara por la parte del líquido y que la gota absorbiera a la chispa, dando principio en aquel instante, la tortura moral, que debía preceder a la agonía material del herbolario.

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