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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (21 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—¡Dios Santo! ¿Estás seguro de lo que cuentas? ¿No es una fábula? Si lo fuera merecerías un castigo, no se toma el nombre de Dios en vano. Dime, ¿dónde está? ¿La tienes tú?

Juan parecía no escuchar a Eulalio, agotado como estaba, y continuó su relato.

—Hace unos días mi padre murió. En su lecho de muerte me confió el secreto de la Sábana Santa. Fue él quien me habló de Tadeo y de Josar, y de aquel Izaz que antes de morir trazó un plano de Edesa para que mi antepasado Juan supiera dónde buscar. El plano lo tengo yo, y señala el lugar donde aquel Marcio escondió la mortaja de Nuestro Señor.

El joven se quedó en silencio. Los ojos febriles delataban el esfuerzo al que había sometido a su cuerpo y a su espíritu desde que conociera el secreto.

—Dime, ¿por qué tu familia no ha querido desvelar el escondite hasta ahora?

—Mi padre me dijo que habían guardado el secreto tanto tiempo temiendo que el lino pudiera caer en manos indebidas y ser destruido. Ninguno de mis antepasados se atrevió a desvelar lo que sabía, dejando esa responsabilidad para su sucesor.

Los ojos de Juan brillaron húmedos. El dolor por la muerte de su padre aún le desgarraba las entrañas, además de la angustia que sentía al saberse depositarlo de un secreto que conmovería a la cristiandad.

—¿Tienes el plano? —preguntó Eulalio.

—Sí.

—Dámelo —demandó el anciano obispo.

—No, no te lo puedo dar. He de ir contigo hasta el lugar en que está oculto y no debemos confiar el secreto a nadie.

—Pero, hijo, ¿qué temes?

—El sudario es milagroso, pero por su posesión murieron muchos cristianos. Debemos estar seguros de que no correrá ningún peligro y temo que he llegado en mal momento a Edesa; mi caravana se ha encontrado con viajeros que nos han contado que la ciudad puede ser de nuevo asediada. Durante generaciones los hombres de mi familia han sido los guardianes silenciosos de la mortaja de Cristo, no puedo ser yo quien cometa un error poniendo el lino en peligro.

El obispo asintió. Veía dolor y cansancio reflejados en el rostro de Juan. El joven necesitaba descansar y él pensar y rezar. Pediría a Dios que le iluminara sobre lo que hacer.

—Si lo que dices es cierto y en algún lugar de la ciudad está la mortaja de Nuestro Señor, no seré yo quien la ponga en peligro. Descansarás en mi casa, y cuando te recuperes de la fatiga del viaje hablaremos y entre los dos decidiremos lo que es mejor.

—¿No le confiarás a nadie lo que te he dicho?

—No, no lo haré.

El tono firme de la voz de Eulalio convenció a Juan. Rogaba a Dios no haberse equivocado. Cuando su padre moribundo le contó la historia, le advirtió que la suerte del lino con el rostro de Jesús estaba en sus manos, y le hizo jurar que no desvelaría el secreto a no ser que estuviera seguro de que había llegado el momento de que los cristianos lo recobraran.

Pero él, Juan, había sentido una necesidad imperiosa de ponerse en camino y llegar a Edesa. En Alejandría le informaron de la existencia de Eulalio y de su bondad, y creyó llegado el momento de devolver a los cristianos lo que su familia, manteniendo el secreto, había guardado.

Quizá se había precipitado. Era una temeridad, se dijo Juan, recuperar el lino ahora que Edesa estaba a punto de afrontar una guerra. Se sentía perdido y temía haberse equivocado.

Juan era médico, como su padre. A su casa acudían los hombres más prominentes de Alejandría confiando en sus conocimientos. Había estudiado con los mejores maestros y su padre mismo le había enseñado cuanto sabía.

Su vida había transcurrido feliz hasta la muerte de su padre, al que quería y respetaba por encima de todas las cosas, incluso le quería más que a su esposa, Miriam, esbelta y dulce, con un bello rostro y profundos ojos negros.

Eulalio acompañó al joven a una pequeña estancia donde había un lecho y una tosca mesa de madera.

—Te enviaré agua para que te refresques del cansancio del viaje y algo de comer. Descansa cuanto quieras.

El anciano, ensimismado, se dirigió de nuevo a la iglesia, y allí, de rodillas ante la cruz, ocultó el rostro entre las manos pidiendo a Dios que le indicara qué debía hacer en caso de que cuanto le había relatado el joven viajero fuera verdad.

En una esquina, oculto por la penumbra, Efrén observaba preocupado a su obispo. Nunca había visto a Eulalio turbado, ni abrumado por la responsabilidad. Decidió acercarse al caravansar y buscar alguna caravana que fuera hasta Alejandría para enviar una carta a su hermano Abib pidiéndole que le informara sobre el extraño joven que tanto pesar parecía haber provocado en Eulalio.

La luna iluminaba débilmente la noche cuando el obispo se encaminó a su casa. Estaba cansado, había esperado escuchar la voz de Dios, pero se había encontrado con el silencio. Ni la razón ni el corazón le daban la más mínima indicación. Encontró a Efrén esperando en el quicio de la puerta.

—Deberías estar descansando, es tarde.

—Estaba preocupado por ti, ¿puedo ayudar en algo?

—Me gustaría que enviaras a alguien a Alejandría y que Abib nos cuente sobre Juan.

—Ya he escrito una carta a mi hermano, pero será difícil hacérsela llegar. En el caravansar me han dicho que hace dos días que partió una caravana para Egipto y que aún tardará en ponerse otra en marcha.

—Los comerciantes andan preocupados, creen que la guerra con los persas es inevitable, de manera que en los últimos días ha aumentado el número de caravanas que han abandonado la ciudad. Eulalio, permíteme que te pregunte qué te ha contado ese joven que tanta preocupación te ha provocado.

—Aún no puedo decírtelo. Ojalá pudiera hacerlo porque sentiría alivio en mi corazón. Los pesos compartidos se hacen más livianos, pero he dado mi palabra a Juan de guardar secreto.

El sacerdote bajó la mirada, sintió un destello de dolor. Eulalio siempre había confiado en él, habían compartido los sinsabores y los peligros que en ocasiones habían acechado a la comunidad.

El obispo, consciente del estado de ánimo de Efrén, tuvo la tentación de revelarle cuanto le había contado Juan, pero supo guardar silencio.

Los dos hombres se despidieron apesadumbrados.

— o O o —

—¿Por qué sois enemigos de los persas?

—No lo somos, son ellos quienes, codiciosos, anhelan hacerse con nuestra ciudad.

Juan conversaba con un joven más o menos de su edad que estaba al servicio de Eulalio.

Kalman se preparaba para ser sacerdote. Era nieto de un viejo amigo de Eulalio, y el obispo le había tomado bajo su protección.

Para Juan, Kalman se había convertido en su mejor fuente de información. Le explicaba los pormenores de la política edesiana, las vicisitudes por las que atravesaba la ciudad, las intrigas de palacio.

El padre de Kalman era mayordomo real y su abuelo había sido archivero real; él había acariciado la idea de seguir los pasos de su abuelo, pero el trato con Eulalio le había hecho mella y soñaba en ser sacerdote y quién sabe si un día obispo.

Efrén entró silenciosamente en la estancia donde departían Juan y Kalman, que no se percataron de su llegada. Durante unos segundos escuchó su animada charla y luego tosiendo ligeramente les advirtió de su presencia.

—¡Ah, Efrén! ¿Me buscabas? Hablaba con Juan.

—No, no te buscaba a ti, aunque, ya que lo dices, deberíamos estar repasando las Escrituras.

—Tienes razón, perdóname mi indolencia.

Efrén sonrió comprensivo, y se dirigió a Juan.

—Eulalio quiere hablar contigo. Está en la estancia donde trabaja, allí te aguarda.

Juan le dio las gracias y salió en busca del obispo. Efrén era un buen hombre, un sacerdote, pero notaba que le miraba con recelo, que no se sentía cómodo con su presencia. Tocó suavemente la puerta de la estancia donde trabajaba Eulalio y esperó su respuesta.

—Pasa, hijo, pasa, tengo malas noticias.

La voz del obispo denotaba su preocupación. Juan aguardó a que volviera a hablar.

—Temo que en breve podamos estar asediados por los persas. Si fuera así no podrías salir de la ciudad y tu vida peligraría como la de todos nosotros. Llevas ya un mes en Edesa, y sé que aún no crees llegado el momento de confesarme dónde se encuentra la mortaja de Nuestro Señor. Pero temo por ti, Juan, y temo por ese lino en que se ha quedado reflejado el verdadero rostro de Jesús. Si es cierto cuanto me has contado, salva la Sábana y márchate cuanto antes de Edesa. No podemos correr el riesgo de que la ciudad sea destruida y el rostro de Jesús se pierda para siempre.

Eulalio observó cómo la incertidumbre se asomaba en el rostro de Juan. Sabía que el joven no estaba preparado para que le dieran un ultimátum, pero se veía en la obligación de hacerlo. Desde que Juan había llegado no había encontrado la calma en el sueño, y temía por esa tela sagrada de la que le había hablado. En algunos momentos dudaba de su existencia, en otros los ojos límpidos del joven le llevaban a creer en él sin dudar.

—¡No! ¡No puedo irme! ¡No puedo llevarme la Sábana en que estuvo envuelto el cuerpo de Nuestro Señor!

—Tranquilízate, Juan, he decidido lo que es mejor. Tienes a tu mujer en Alejandría, aquí no te puedes quedar más tiempo, no sabemos qué va a ser del reino. Eres depositario de un importante secreto y debes seguir siéndolo. No te pediré que me digas dónde está la Sábana, sólo dime cómo puedo ayudarte a recuperarla para que puedas salvarla.

—Eulalio, debo quedarme, sé que debo quedarme, no puedo marcharme ahora, y mucho menos exponer el lino a los peligros del viaje. Mi padre me hizo jurar que cumpliría con la voluntad de Abgaro, del apóstol Tadeo y de Josar. No puedo llevarme la mortaja de Edesa, lo he jurado.

—Juan, debes obedecerme —le recriminó Eulalio.

—No puedo, no debo hacerlo. Me quedaré y me someteré a la voluntad de DIOS.

—Dime, ¿cuál es la voluntad de Dios?

Juan sintió la voz cansada y grave de Eulalio como un mazazo en el corazón. Clavó la mirada en el obispo y entendió de repente la incertidumbre que a éste le había provocado su llegada, su fantástica historia sobre la sábana con que José de Arimatea había envuelto el cadáver de Jesús, y cómo la sangre había dibujado su figura y su rostro como si se tratase de un calco.

Eulalio había sido generoso y paciente con él, pero ahora le instaba a marcharse. La decisión del arzobispo le obligaba a enfrentarse con la verdad.

Sabía que su padre no le había mentido, pero ¿y si le engañaron a él? ¿Y si a lo largo de estos primeros cuatro siglos desde que nació Nuestro Señor alguien se había apoderado del lino sagrado? ¿Y si todo fuera una leyenda?

El anciano obispo vio asomarse una tormenta de emociones a la mirada de Juan y sintió compasión por la angustia del joven.

—Edesa ha sobrevivido asedios, guerras y hambrunas, incendios, inundaciones… Sobrevivirá a los persas, pero tú, hijo mío, debes actuar de acuerdo a los dictados de la razón, y por tu bien y por el secreto que tu familia ha guardado durante tantas décadas, debes salvar la vida. Dispón tu partida, Juan, dentro de tres días saldrás de la ciudad. Un grupo de comerciantes ha organizado una caravana; es la última oportunidad de salvarte.

—¿Y si te digo dónde está la Sábana?

—Te ayudaré a salvarla.

Juan abandonó la estancia confundido, con los ojos anegados por las lágrimas. Salió a la calle donde aún el frescor del amanecer no había sido suplantado por el ardiente sol de junio y, vagando sin rumbo, por primera vez se dio cuenta de que los habitantes de Edesa se estaban preparando para el asedio que sabían sufriría su ciudad.

Los obreros trabajaban incansables reforzando las murallas, y los soldados andaban por doquier atareados y con gesto contrito. Los comercios apenas exhibían mercancías, y con cuantos se cruzaba denotaban en la mirada la preocupación por el ataque que se sabía inminente.

Pensó en cuán egoísta había sido no prestando atención a lo que sucedía a su alrededor, y por primera vez desde que llegó sintió nostalgia de Miriam, su joven esposa, a la que no había mandado recado para informarla de que se encontraba bien. Eulalio tenía razón: o salía inmediatamente de Edesa o correría la misma suerte que sus habitantes. Un escalofrío le recorrió la espalda porque sintió que esa suerte podía ser la muerte.

No supo cuántas horas había vagado por la ciudad, pero cuando regresó a casa de Eulalio sintió que la sed te había acompañado todo el día y que sus tripas murmuraban de hambre. Encontró a Eulalio junto a Efrén y Kalman, hablando con dos nobles circunspectos enviados de palacio.

—Entra, Juan; Hannan y Maruta nos traen tristes noticias —dijo—. Sufriremos un asedio, Edesa no se rendirá a los persas. Hoy han llegado a las puertas de la ciudad dos carros. En su interior se hallaban las cabezas de un grupo de soldados que habían salido a tantear las fuerzas de Cosroes. Estamos en guerra.

Los dos nobles, Hannan y Maruta observaron sin mucho interés al alejandrino y, tras pedir permiso al obispo, continuaron informándole de los pormenores de la situación.

Juan les escuchaba anonadado. Se daba cuenta de que aunque quisiera le resultaría difícil abandonar la ciudad. La situación estaba peor de lo que Eulalio había creído: ninguna caravana saldría ya de Edesa. Nadie quería correr el riesgo seguro de perder la vida apenas iniciado el camino.

Los siguientes días los vivió Juan como una pesadilla. Desde las murallas de Edesa se veía con nitidez a los soldados persas alrededor de las hogueras. Los ataques se sucedían a veces durante todo el día.

Los hombres guardaban tras los muros de las casas a sus familias mientras los soldados respondían a los continuos ataques. Aún no había escasez de alimentos ni de agua porque el rey había requisado trigo y animales para que nada les faltara a sus soldados.

—¿Duermes, Juan?

—No, Kalman, hace días que no puedo dormir. El silbido de las flechas y los golpes contra las murallas han invadido mi cabeza y no soy capaz de conciliar el sueño.

—La ciudad está a punto de sucumbir. No podemos resistir mucho tiempo más.

—Lo sé, Kalman, lo sé. No doy abasto curando heridas de soldados, y atendiendo a mujeres y niños que mueren en mis brazos presos de convulsiones o de la peste. Tengo las manos encallecidas de cavar agujeros en la tierra para depositar los cadáveres. También sé que los soldados de Cosroes no perdonarán la vida a nadie. ¿Cómo está Eulalio? No he podido ocuparme de él… lo siento.

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