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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

La Hermandad de la Sábana Santa (14 page)

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Mary, aquel hombre de allí, ¿quién es?

—Uno de nuestros mejores amigos. Umberto D’Alaqua, ¿no te acuerdas de él?

—Sí, sí, ahora que me dices el nombre, sí. Continúa tan impresionante como siempre, qué guapo es.

—Es un solterón empedernido. Una pena, porque además de guapo es adorable.

—Hace poco he oído algo de él… pero dónde…

Lisa recordó dónde. En el informe que Marco había enviado a John sobre el incendio de la catedral de Turín se hablaba de una empresa, COCSA, y de su propietario, D’Alaqua; pero no le podía decir nada de eso a su hermana. John no se lo perdonaría.

—Si quieres saludarle te acompaño. Me ha regalado una figura del siglo II antes de Cristo que es una maravilla, luego subes a mi cuarto y te la enseño.

Las dos hermanas se acercaron a D’Alaqua.

—Umberto, ¿te acuerdas de Lisa?

—Naturalmente, Mary, que recuerdo a tu hermana.

—Hace tantos años…

—Sí, desde que tú, Mary, no viajas tan a menudo a Italia como deberías. Lisa, creo recordar que usted vive en Roma, ¿es así?

—Sí, vivimos en Roma, y no estoy segura de poder vivir en ningún otro sitio.

—Gina está en Roma con Lisa, prepara su doctorado en la universidad. Además, Lisa ha conseguido incorporarla al equipo que excava en Herculano.

—¡Ah! Ahora recuerdo que usted, Lisa, es arqueóloga.

—Sí, y Gina ha heredado de su tía la pasión por la arqueología.

—No conozco un trabajo más maravilloso que investigar el pasado. Usted, Umberto, creo recordar que también es aficionado a la arqueología.

—Así es. De cuando en cuando encuentro tiempo para escaparme y trabajar en alguna excavación.

—La fundación de Umberto financia excavaciones.

James Stuart se acercó a D’Alaqua y se lo llevó a otro grupo ante la desolación de Lisa, que le hubiera gustado seguir conversando con ese hombre que aparecía en el informe de Marco Valoni. Cuando se lo contara, John no se lo iba a creer. El propio Marco se sorprendería. Rió para sus adentros pensando que había sido una buena idea aceptar la invitación de James para dar una sorpresa a su hermana el día de su cumpleaños. Pensaba que cuando Mary fuera a Roma podría organizar una cena e invitar a D’Alaqua y también a Marco. Claro, que lo mismo D’Alaqua se molestaba y Mary podría enfadarse con ella. Lo comentaría con su sobrina; entre las dos elaborarían la lista de invitados.

17

El joven sirviente lloraba aterrado. El rostro de Marcio estaba teñido de sangre. El segundo sirviente había corrido a casa de Josar para avisarle de la tragedia en casa del arquitecto real.

Josar y Tadeo no se sorprendieron ante el relato del sirviente.

—Entonces escuchamos un grito agudo, terrible, y cuando entramos en la cámara de Marcio éste tenía la lengua en una mano y en la otra una daga afilada con la que se la había cortado. Ha perdido el conocimiento y no sabemos qué hacer. Él nos avisó de que esta noche pasaría algo y nos conminó a no asustarnos viéramos lo que viéramos. ¡Pero, Dios mío, si se ha cortado la lengua! ¿Por qué? ¿Por qué?

Josar y Tadeo intentaron tranquilizar al muchacho. Le sabían asustado. Se pusieron de inmediato camino de la casa de Marcio, y allí encontraron a su amigo desmayado, el lecho lleno de sangre, mientras el otro sirviente encogido en un rincón lloraba y rezaba con grandes aspavientos.

—¡Calmaos! —ordenó Josar—. El físico vendrá de inmediato y curará a Marcio. Pero esta noche, amigos míos, debéis ser fuertes. No os puede abatir el miedo ni la pena; de lo contrario la vida de Marcio correrá peligro.

Los jóvenes sirvientes se fueron calmando. Cuando el físico llegó, les mandó salir de la cámara y se quedó solo con su ayudante. Tardaron largo rato en salir.

—Ya está. Descansa tranquilo. Quiero que durante unos días esté en duermevela con estas gotas que deberéis poner en el agua que beba. Le evitarán el dolor y dormirá tranquilo hasta que cicatrice la herida.

—Queremos pedirte un favor —dijo Tadeo dirigiéndose al físico—, nosotros también queremos prescindir de la lengua.

El físico, cristiano como ellos, les observó preocupado.

—Nuestro Señor Jesús no estaría de acuerdo con estas mutilaciones.

—Es preciso que perdamos la lengua —explicó Josar—, porque es la única manera de que Maanu no nos obligue a hablar. Nos torturará para saber dónde está la Sábana que envolvió el cuerpo de Jesús. Nosotros no lo sabemos, pero podríamos decir algo que pusiera en peligro a quien sí lo sabe. No queremos huir, debemos quedarnos con nuestros hermanos, porque has de saber que todos los cristianos sufriremos la ira de Maanu.

—Por favor, ayúdanos —insistió Tadeo—, no somos tan valientes como Marcio, que ha sido capaz de arrancarse la lengua con un tajo de su daga afilada.

—Lo que me pedís va contra las leyes de Dios. Mi deber es ayudar a curar, no puedo mutilar a ningún ser humano.

—Entonces lo haremos nosotros —dijo Josar.

El tono de voz resuelto de Josar convenció al físico.

Primero fueron a casa de Tadeo, y allí el físico mezcló con agua el contenido de una pequeña botella. Una vez que Tadeo se sumergió en el sueño, el físico pidió a Josar que saliera de la cámara y se fuera a su propia casa, donde él no tardaría en llegar.

Josar aguardaba impaciente la llegada del físico. Éste entró en su casa con el gesto contrito.

—Tiéndete en el lecho y bebe esto —le dijo a Josar—, te dormirás. Cuando despiertes no tendrás lengua. Que Dios me perdone.

—Él te ha perdonado ya.

— o O o —

La reina había arreglado su tocado cuidadosamente. La noticia de la muerte de Abgaro había llegado hasta el último rincón del palacio. Esperaba que de un momento a otro su hijo Maanu se presentara en la cámara real.

Los sirvientes, con ayuda de los físicos, habían preparado el cuerpo muerto de Abgaro para mostrarlo al pueblo. El rey le había pedido que oficiaran rezos por su alma antes de guardar su cuerpo en el mausoleo real.

No sabía si Maanu permitiría que enterrara a Abgaro de acuerdo con las leyes de Jesús, pero estaba dispuesta a librar esa última batalla por el hombre al que amaba.

Durante las horas que permaneció a solas con el cuerpo muerto de Abgaro buscó en los rincones de su corazón la razón del odio de su hijo. Encontró la respuesta; en realidad siempre la había conocido aunque nunca hasta esa madrugada se había enfrentado a ella.

No había sido una buena madre. No, no lo había sido. Su amor por Abgaro era excluyente, no había permitido que nada ni nadie, ni siquiera sus hijos, la apartaran un segundo del lado del rey. Además de Maanu había traído al mundo a cuatro hijos más. Tres hembras y un varón que murió poco después de nacer. Sus hijas le habían interesado poco. Eran unas niñas calladas que pronto fueron casadas para reforzar alianzas con otros reinos. Apenas había sentido su marcha, tan intenso era su amor hacia el rey.

Por eso sufrió en silencio el dolor del amor de Abgaro por Ama, la bailarina que le contagió la mortal enfermedad. De sus labios no dejó escapar ni un reproche para que nada pudiera enturbiar su relación con el rey.

No había tenido tiempo para Maanu, tan absorbente era su amor por Abgaro, tan cerca habían llegado a estar el uno del otro.

Ahora que iba a morir, porque estaba segura de que Maanu no le perdonaría la vida, sentía la traición perpetrada contra su hijo al haberle negado su maternidad. ¡Cuán egoísta había sido! ¿La perdonaría Jesús?

La voz fuerte e histriónica de Maanu llegó antes que él a la cámara real.

—Quiero ver a mi padre.

—Ha muerto.

Maanu la miró desafiante.

—Soy, pues, el rey de Edesa.

—Lo eres y como tal todos te reconocerán.

—¡Marvuz! Llévate a la reina.

—No, hijo, aún no. Mi vida está en tus manos, pero antes enterremos a Abgaro como a un rey. Permíteme cumplir con sus últimas instrucciones, que el escriba real te confirmará.

Ticio se acercó temeroso llevando un rollo de pergamino en la mano.

—Mi rey, Abgaro me dictó sus últimos deseos.

Marvuz murmuró unas palabras en el oído de Maanu. Éste paseó la mirada por la estancia, y se dio cuenta de que el jefe de la guardia real tenía razón: además de los sirvientes, escribas, físicos, guardias y cortesanos observaban expectantes la escena. No podía dejarse llevar por el odio, al menos de manera manifiesta o asustaría a quienes iban a ser súbditos, y lejos de encontrar su colaboración conspirarían contra él. Se dio cuenta de que la reina había vuelto a ganar. Deseaba matarla allí mismo con sus propias manos, pero debía de esperar y aceptar enterrar a su padre como el rey que había sido.

—Lee, Ticio —ordenó.

El escriba, con voz temblorosa, leyó despacio las últimas órdenes de Abgaro. Maanu tragaba saliva, rojo de ira.

Abgaro había dispuesto que se celebrara un oficio religioso cristiano, y que toda su corte acudiera a rezar por su alma. En el oficio debía estar presente Maanu acompañando a la reina. Durante tres días y tres noches su cuerpo debía reposar en aquel primer templo que mandó construir Josar. Después de los tres días, un cortejo encabezado por Maanu y la reina lo conducirían al mausoleo real.

Ticio carraspeó y miró primero a la reina y después a Maanu. Del pliegue de su manga sacó un nuevo pergamino.

—Si me lo permites, señor, leeré también lo que Abgaro quiere que hagas como rey.

Un murmullo de sorpresa se escuchó en la atestada sala. Los dientes de Maanu chirriaron, seguro de que su padre aun muerto le había preparado una celada.

«Yo, Abgaro, rey de Edesa, ordeno a mi hijo Maanu, convertido en rey, que respete a los cristianos permitiéndoles continuar su culto. También le hago responsable de la seguridad de su madre, la reina, cuya vida me es tan querida. La reina podrá elegir el lugar donde quiera vivir, se la tratará con el respeto debido a su rango, y nada le ha de faltar.

Tú, hijo mío, serás el garante de cuanto ordeno. Si no cumplieras estos mis últimos deseos, Dios te castigará y no encontrarás, ni en la vida ni en la muerte, la paz».

Todas las miradas se dirigieron al nuevo rey. Maanu temblaba de rabia y fue Marvuz el que se hizo cargo de la situación.

—Despediremos a Abgaro como él ha pedido. Ahora, que cada uno regrese a sus quehaceres.

Lentamente los presentes empezaron a abandonar la cámara real. La reina, pálida y quieta, aguardaba a que su hijo decidiera qué hacer con ella.

Maanu esperó a que la cámara quedara vacía, entonces se dirigió a su madre.

—No saldrás de aquí hasta que te mande llamar. No hablarás con nadie ni de dentro ni de fuera del palacio. Dos sirvientas quedarán contigo. Enterraremos a mi padre como ha pedido. Y a ti, Marvuz, te hago responsable de que se cumplan mis órdenes.

Maanu salió de la estancia con paso rápido. El jefe de la guardia real se dirigió a la reina.

—Señora, será mejor que aceptes lo que manda el rey.

—Lo acepto, Marvuz.

La reina le clavó la mirada con tal intensidad que el hombre bajó los ojos avergonzado y despidiéndose, marchó con paso apresurado.

Las instrucciones de Maanu fueron precisas: se enterraría a Abgaro tal y como había dispuesto y, un segundo después de que se sellase el mausoleo real, la guardia detendría a los principales cabecillas cristianos, a sus odiados Josar y Tadeo. También debían destruir todos los templos donde los cristianos se reunían a orar; además, Maanu se lo había encomendado personalmente a Marvuz, el lino sagrado le tenía que ser entregado en palacio.

A la reina no se le permitió salir de su cámara hasta el tercer día de la muerte de Abgaro. El cadáver del rey permaneció durante ese tiempo sobre un lecho ricamente recamado que se colocó en el centro del primer templo que Abgaro mandó construir en honor de Jesús.

La guardia real veló al que fuera su rey, y el pueblo de Edesa le rindió su último tributo acudiendo a contemplar el cuerpo inerte del hombre que durante tantas décadas les garantizó la paz y la prosperidad.

—Señora, ¿estáis preparada?

Marvuz había acudido a buscar a la reina para conducirla al templo; desde allí, junto a Maanu, formaba parte del cortejo hasta el mausoleo donde Abgaro descansaría el resto de la eternidad.

La reina se había ataviado con su mejor túnica y su más rico velo, y adornado con las mejores de sus joyas. Resultaba majestuosa a pesar de que las arrugas y el sufrimiento habían hecho mella en su rostro. Cuando llegaron al pequeño templo cristiano, éste estaba abarrotado. La corte entera estaba allí, así como los hombres principales de Edesa. La reina buscó con la mirada a Josar y a Tadeo, pero no les vio. Se sintió inquieta. ¿Dónde estarían sus amigos?

Maanu llevaba la corona de Abgaro y estaba malhumorado. Había requerido la presencia de Tadeo y de Josar pero sus guardias no les habían sabido encontrar. Tampoco el lino sagrado se encontraba en el lugar en el que durante tantos años había sido guardado.

Un joven discípulo de Tadeo inició el rezo dirigiendo la ceremonia del adiós. Cuando la comitiva real estaba a punto de abrir la marcha hacia el mausoleo, Marvuz se acercó al rey.

—Señor, hemos buscado en las casas de los cristianos principales, pero no hemos encontrado el lino sagrado. Tampoco hay rastros de Tadeo ni de Josar.

El jefe de la guardia real calló. En ese momento, abriéndose paso, Tadeo y Josar, pálidos como la muerte, se acercaban hasta donde estaban. La reina abrió sus brazos y luchando para contener las lágrimas les tendió la mano. Josar la miró con ternura, más nada le dijo, tampoco Tadeo.

Maanu dio orden de que el cortejo se pusiera en marcha. Era hora de enterrar a Abgaro, después ajustaría cuentas con los cristianos.

Una multitud silenciosa les acompañó hasta el mausoleo. Allí, antes de que el maestro de obras volviera a sellar la entrada, la reina pidió unos minutos para rezar.

Cuando la piedra quedó encajada sellando la tumba, Maanu hizo un gesto a Marvuz, y éste a su vez hizo una señal a los guardias, que se apresuraron a detener a Josar y Tadeo, a la vista de todos los presentes. Un rumor de terror comenzó a expandirse entre la multitud, que de repente comprendió que Maanu no respetaría la voluntad de Abgaro y perseguiría a los cristianos.

Con pasos atropellados unos, y a la carrera otros, el gentío comenzó a dispersarse para acudir a sus casas en busca de refugio. Algunos murmuraban que esa misma noche abandonarían Edesa huyendo de Maanu.

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