La Hermandad de la Sábana Santa (5 page)

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Authors: Julia Navarro

Tags: #Intriga, Histórico

BOOK: La Hermandad de la Sábana Santa
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—Que se puede leer como NEAZARENUS.

—Arriba hay otras letras, IBER…

—Y algunos creen que las letras que faltan forman TIBERIUS.

—¿Y los leptones?

—Las fotografías ampliadas muestran unos círculos sobre los ojos; sobre todo en el derecho se ha podido reconocer una moneda. Lo que era común en aquella época para mantener cerrados los ojos de los muertos.

—Y se puede leer…

—Uniendo las letras hay quienes dicen leer TIBEPIOY CAICAROC, Tiberio César, que es la inscripción que aparece en las monedas acuñadas en tiempos de Poncio Pilatos; eran de bronce y en el centro llevaban el cayado de los adivinos.

—Eres una buena historiadora, doctora, y por tanto no das nada por seguro.

—Marco ¿puedo hacerte una pregunta personal?

—Si no puedes tú entonces nadie puede hacerlo.

—¿Eres creyente? Pero creyente de verdad. Católicos somos todos nosotros, somos italianos, y de lo que te enseñan de pequeño algo queda. Pero tener fe es otra cosa, y a mí, Marco, me parece que tú tienes fe, que estás convencido de que el hombre de la Sábana es Cristo y te da lo mismo lo que digan los informes científicos; tú tienes fe.

—Verás doctora, la respuesta es complicada. No sé muy bien en lo que creo y en lo que no; te diría unas cuantas cosas que la lógica me lleva a rechazar y desde luego mis creencias tienen poco que ver con las que manda la Iglesia, con lo que llaman fe. Pero este lienzo tiene algo especial, mágico si quieres; no es sólo un trozo de tela. Yo siento que en ese lienzo hay algo más.

Se quedaron en silencio, mirando la tela de lino con la imagen impresa de un hombre que sufrió los mismos tormentos que Jesús. Un hombre que según los estudios y las medidas antropométricas realizadas por el profesor Judica Cordiglia, pesaba unos ochenta kilos, su estatura alcanzaba 1,81 metros y sus características no respondían a las de ningún grupo étnico concreto.

La catedral estaba cerrada al público. Lo estaría durante un tiempo y de nuevo iban a trasladar la Síndone a la caja fuerte de la Banca Nacional. La decisión la había adoptado Marco y el cardenal estuvo de acuerdo. La Sábana Santa era el tesoro más preciado de la catedral, una de las grandes reliquias de la Cristiandad y dadas las circunstancias estaría mejor protegida en las entrañas del banco.

Sofía apretó el brazo de Marco; quería que no se sintiese solo, que supiera que ella creía en él. Le admiraba, sentía veneración por Marco, por su integridad, porque detrás de la imagen de duro sabía que había un hombre sensible, siempre dispuesto a escuchar, humilde, al que no le importaba reconocer que otros sabían más que él, tan seguro estaba de sí mismo, de que nada mermaba su autoridad.

Cuando discutían sobre la autenticidad de una obra de arte, Marco nunca imponía su opinión, siempre dejaba que los miembros del equipo dieran la suya, y Sofía sabía que se fiaba especialmente de ella. Unos años atrás la llamaba cariñosamente «cerebrito», por su currículo académico: doctora en historia del arte, licenciada en lenguas muertas, licenciada en filología italiana, hablaba con soltura inglés, francés, español y griego, la soltería también le había dejado tiempo para estudiar árabe: no lo dominaba pero lo entendía y se hacía entender.

Marco la miró de reojo y se sintió reconfortado por el gesto de Sofía. Pensó que era una pena que una mujer como ella no hubiera encontrado una pareja como es debido. La mujer era guapa, muy guapa, ni ella misma era consciente de su atractivo. Rubia, con los ojos azules, esbelta, simpática e inteligente, extraordinariamente inteligente. Paola siempre le estaba buscando pareja, pero había fracasado en el empeño, los hombres se sentían apabullados en su presencia por su superioridad. Él no entendía cómo una mujer así podía mantener una relación estable con el bueno de Pietro, pero Paola le decía que era lo más cómodo para Sofía.

Pietro había sido el último en incorporarse al equipo. Llevaba diez años en el departamento. Era un buen investigador. Meticuloso, desconfiado, al que no se le escapaba detalle por pequeño que fuera. Había trabajado en homicidios durante muchos años y había pedido el traslado harto, según decía, de la sangre. Lo cierto es que le causó buena impresión cuando se lo mandaron para que le entrevistara y le hiciera un hueco en el equipo, ya que siempre se estaba quejando de que necesitaba más gente. Marco se levantó seguido de Sofía. Se dirigieron al altar mayor, lo rodearon y entraron en la sacristía, a la que en ese momento llegaba un sacerdote de los que trabajaban en la sede episcopal…

—¡Ah, señor Valoni, le estaba buscando! El señor cardenal le quiere ver, dentro de media hora aproximadamente llegará el camión blindado para trasladar la Síndone. Nos ha llamado uno de sus hombres, un tal Antonino. El cardenal asegura que no estará tranquilo hasta que no la sepa en el banco, y eso que usted ha llenado la catedral de
carabinieri
y no hay quien dé un paso sin tropezarse con alguno.

—Gracias, padre, hasta ese momento la Sábana Santa estará custodiada, y yo personalmente iré en el camión blindado hasta el banco.

—Su Eminencia quiere que el padre Yves, como representante del obispado, acompañe a la Síndone hasta el banco y se encargue de todos los trámites para su custodia.

—Me parece bien, padre, me parece bien. ¿Dónde está el cardenal?

—En su despacho, ¿quiere que le acompañe?

—No hace falta, la doctora y yo sabemos dónde es.

Marco y Sofía entraron en el despacho del cardenal. Éste parecía nervioso, incómodo.

—¡Ah, Marco, pase, pase! ¡Y la doctora Galloni! Siéntense.

—Eminencia —dijo Marco—, la doctora y yo iremos con la Síndone al banco, ya sé que también vendrá el padre Yves…

—Sí, sí, pero no era por eso por lo que quería verle. Verá, en el Vaticano están muy preocupados. Monseñor Aubry me ha asegurado que el Papa está conmocionado por este nuevo incendio, y me ha pedido que le trasmita todo lo que se vaya averiguando a fin de tener informado al Santo Padre. Por eso le ruego, Marco, que usted me vaya contando el resultado de sus investigaciones para que yo a mi vez pueda informar a monseñor. Por supuesto cuenta con nuestra discreción, sabemos lo importante que es la discreción en estos casos.

—Eminencia, aún no sabemos nada, lo único que tenemos es un cuerpo sin lengua en el depósito de cadáveres. Un hombre de unos treinta años, sin identidad. No sabemos si es italiano o sueco.

—Pues a mí me parece que el que está en la cárcel de Turín es italiano.

—¿Por qué?

—Por el aspecto: moreno, no muy alto, piel cetrina…

—Eminencia, ese biotipo corresponde a media Humanidad.

—Sí, también tiene usted razón. Bueno, Marco, ¿le importará ir informándome? Le voy a dar el número privado de mi casa, y el del móvil, para que me tenga usted localizado las veinticuatro horas del día por si averigua cualquier cosa de importancia, me gustaría saber los pasos que va dando.

El cardenal escribió unos números en una tarjeta que entregó a Marco y que éste guardó en el bolsillo. Desde luego no pensaba informar al cardenal de los palos de ciego que estaba dando e iba a dar. No iba a comunicar sus investigaciones al arzobispo de Turín para que éste, a su vez, se lo comunicara a monseñor Aubry, y éste al sustituto del secretario de Estado, éste al secretario de Estado y el secretario de Estado a saber a quién, además de al Papa.

Pero no dijo nada, asintió con la cabeza como si estuviera de acuerdo.

—Marco, cuando la Síndone esté a buen recaudo en la cámara acorazada del banco, infórmenme usted y el padre Yves.

Marco levantó una ceja perplejo. El cardenal le trataba como si trabajara para él. Decidió que tampoco respondería a lo que consideró una impertinencia y se levantó seguido de Sofía.

—Nos vamos, Eminencia; el camión blindado debe de estar a punto de llegar.

5

Los tres hombres descansaban en unos camastros, cada uno perdido en sus pensamientos. Habían fracasado, y en los próximos días debían marcharse. Turín se había convertido en un lugar peligroso.

Su compañero había muerto pasto de las llamas y posiblemente la autopsia habría revelado que no tenía lengua. Ninguno de ellos la tenía. Intentar regresar a la catedral sería un suicidio, el hombre que trabajaba en el obispado les había contado que los carabinieri estaban por todas partes, interrogando a todos, y que no descansaría hasta que desaparecieran.

Se irían, pero aún deberían permanecer escondidos, por lo menos un par de días, hasta que los carabinieri aflojaran el cerco, y los medios de comunicación acudieran en tropel a algún otro lugar donde se produjera cualquier catástrofe.

El sótano olía a humedad y apenas había espacio para caminar. El hombre del obispado les había dejado provisiones para tres o cuatro días. Les dijo que hasta que no estuviera seguro de que había pasado el peligro no volvería. Habían pasado dos días que les parecían una eternidad.

— o O o —

A miles de kilómetros de aquel sótano, en Nueva York, en un edificio de vidrio y acero, en un despacho herméticamente insonorizado y con las más avanzadas medidas de seguridad para garantizar la privacidad, siete hombres celebraban con una copa de vino de Borgoña el fracaso de los anteriores.

Estos siete hombres, de edades entre los cincuenta y los setenta años, elegantemente vestidos, habían analizado detalladamente toda la información de la que disponían sobre el incendio de Turín. Su fuente de información no eran los periódicos, ni la televisión; disponían de un informe de primera mano elaborado meticulosamente por la figura vestida de negro que se había ocultado en el púlpito durante el incendio.

Sentían alivio, el mismo alivio que en ocasiones anteriores habían sentido sus antecesores, cada vez que evitaban que los hombres sin lengua se acercaran a la Síndone.

El más anciano alzó levemente la mano y los demás se dispusieron a escuchar.

—Lo único que me preocupa es lo que nos dicen de ese policía, del director del Departamento del Arte. Si está obsesionado con la Síndone puede terminar encontrando una pista que le lleve hasta nosotros.

—Habrá que extremar todas las medidas de seguridad, y procurar que los nuestros se confundan con el paisaje. He hablado con Paul, intentará obtener información de los pasos que vaya dando ese Marco Valoni, pero no será fácil, porque cualquier tropiezo nos puede poner en evidencia. En mi opinión, maestre, deberíamos quedarnos quietos, no hacer nada, sólo observar.

El que así había hablado era un hombre alto, atlético, entrado ya en la cincuentena, con el cabello gris y el rostro esculpido como el de un emperador romano.

El más anciano, que respondía al título de maestre, asintió.

—¿Alguna sugerencia?

Todos dijeron estar de acuerdo con no hacer nada y observar de lejos los pasos que fuera dando Valoni. Acordaron comunicarse con el llamado Paul para que no presionara en exceso en busca de información.

Uno de los asistentes, un hombre de fuerte complexión y estatura media, con un ligero acento francés, preguntó:

—¿Lo intentarán de nuevo?

—No, no lo harán inmediatamente. Primero intentarán salir de Italia y luego ponerse en contacto con Addaio. Eso, si tienen suerte y lo consiguen, les llevará tiempo. Addaio tardará en enviar un nuevo comando.

—La última vez fue hace dos años —recordó el hombre con rostro de emperador romano.

—Y nosotros continuaremos estando allí, como hemos estado siempre. Ahora vamos a acordar nuestro próximo encuentro, y a cambiar las claves.

6

Josar seguía a Jesús dondequiera que fuera. Los amigos de Jesús se habían acostumbrado a su presencia y a veces le invitaban a compartir con ellos algún momento de asueto. Por ellos supo que Jesús sabía que iba a morir y que pese a sus recomendaciones y consejos para que huyera, el Nazareno insistía en que tenía que cumplir con los designios de su Padre.

Resultaba duro entender que el Padre quisiera la muerte del Hijo, pero Jesús lo decía con tal serenidad, que parecía que así debía ser.

Cuando Jesús lo veía, le prodigaba algún gesto de amistad. Un día dirigiéndose a él le había dicho:

—Josar, yo tengo que cumplir con lo que debo, para eso he sido enviado por mi Padre, y tú, Josar, también tienes una misión que cumplir. Por eso estás aquí, y darás fe de lo que soy, de lo que has visto, y me tendrás cerca de ti cuando ya no esté.

Josar no había entendido las palabras del Nazareno, pero no había osado preguntar ni contradecirle.

En los últimos días los rumores eran persistentes. Los sacerdotes querían que los romanos resolvieran el problema de Jesús el Nazareno, mientras que Pilatos, el gobernador, intentaba a su vez que fueran los judíos quienes juzgaran a aquel que era uno de los suyos. Era cuestión de tiempo que unos u otros perpetraran el crimen.

Jesús se había marchado al desierto. Lo hacía a menudo. En esta ocasión había ayunado, preparándose, les dijo, para afrontar los designios de su Padre.

Una mañana lo despertó el hombre de la casa donde se alojaba.

—Han prendido al Nazareno.

Saltó del lecho y se restregó los ojos; acercándose a un cántaro que reposaba en un rincón de la estancia, se echó agua en la cara para despertarse. Después cogió su manto y se dirigió hacia el Templo. Allí encontró a uno de los amigos de Jesús, que escuchaba temeroso, entre la muchedumbre.

—¿Qué ha pasado, Judas?

Judas se echó a llorar, intentando huir de Josar, pero éste lo alcanzó y lo sujetó cerrando la mano en el hombro.

—Pero ¿qué pasa? ¿Por qué huyes de mí?

Judas, con los ojos bañados en lágrimas, intentaba zafarse del brazo de Josar, pero no podía, y al fin contestó.

—Lo han prendido. Los romanos se lo han llevado, le van a crucificar, y yo…

Las lágrimas le resbalaban por las mejillas como si fuera un niño. Pero Josar, extrañamente, no se sintió conmovido y continuó sujetándole con fuerza para que no escapara.

—Yo, Josar, le he traicionado. He traicionado al mejor de los hombres. Por treinta monedas de plata le he entregado a los romanos.

Josar le apartó con un gesto de rabia y salió corriendo, ofuscado, sin saber muy bien adónde dirigirse. De nuevo en la explanada del Templo tropezó con un hombre al que había visto alguna vez escuchando las prédicas de Jesús.

—¿Dónde está? —le preguntó con apenas un cuarto de voz.

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