—¡Pobrecita! Se ha vuelto completamente loca —decían—; si tuviera una familia, hacía tiempo que estaría encerrada. —Y como siempre se ignoró la historia de aquellos extraños amores, de nuevo acusaron al canalla de Macquart de haber abusado del débil cerebro de Adélaïde para robarle su dinero.
El hijo legítimo, Pierre Rougon, creció con los bastardos de su madre. Adélaïde conservó a su lado a estos últimos, Antoine y Ursule, los lobeznos, como los llamaban en el barrio, aunque sin tratarlos ni más ni menos tiernamente que al hijo de sus primeras nupcias. Parecía no tener conciencia muy clara de la situación que la vida deparaba a esas dos pobres criaturas. Para ella, eran sus hijos con el mismo derecho que el primogénito; salía a veces llevando a Pierre de una mano y a Antoine de la otra, sin darse cuenta de la forma profundamente diferente con que se miraba a los pequeñines.
Fue una casa singular.
Durante cerca de veinte años, cada cual vivió allí a su capricho, tanto los hijos como la madre. Todo creció libremente. Al hacerse mujer, Adélaïde había seguido siendo la alta chiquilla rara que pasaba a los quince años por una salvaje; no es que estuviera loca, como pretendía la gente del arrabal, pero había en ella una falta de equilibrio entre la sangre y los nervios, una especie de desarreglo del cerebro y del corazón, que la hacía vivir al margen de la vida ordinaria, de una forma distinta a la de todo el mundo. Ciertamente, era muy natural, muy lógica consigo misma; sólo que su lógica se convertía en pura demencia a los ojos de sus vecinos. Parecía querer exhibirse, buscar malignamente que todo, en su casa, fuera de mal en peor, cuando obedecía con gran ingenuidad a los meros impulsos de su temperamento.
Desde su primer parto sufrió crisis nerviosas que la sumían en terribles convulsiones. Estas crisis reaparecían periódicamente cada dos o tres meses. Los médicos que fueron consultados respondieron que no había nada que hacer, que la edad calmaría esos accesos. Le pusieron solamente un régimen de carnes poco hechas y de vino de quina. Esas sacudidas repetidas terminaron por desequilibrarla. Vivió al día, como una niña, como un animal acariciador que cede a sus instintos. Cuando Macquart estaba de gira, se pasaba los días ociosa, soñadora, sin ocuparse de sus hijos más que para besarlos y jugar con ellos. Después, en cuanto regresaba su amante, desaparecía.
Detrás de la casucha de Macquart había un patizuelo separado del terreno de los Fouque por una tapia. Una mañana, los vecinos quedaron muy sorprendidos al ver la tapia horadada por una puerta que no estaba allí la tarde anterior. En una hora, todo el arrabal desfiló por las ventanas contiguas. Los amantes habían debido de trabajar toda la noche para hacer la abertura y colocar la puerta. Ahora podían ir libremente de la casa del uno a la del otro. El escándalo volvió a empezar; fueron menos suaves con Adélaïde, que decididamente era la vergüenza del arrabal; aquella puerta, aquella confesión tranquila y brutal de vida en común le fue más violentamente reprochada que sus dos hijos. «Hay que guardar al menos las apariencias», decían las mujeres más tolerantes. Adélaïde ignoraba lo que se denomina «guardar las apariencias»; estaba muy feliz, muy orgullosa de su puerta; había ayudado a Macquart a arrancar las piedras del muro, incluso le había mezclado el yeso para que la tarea avanzara más de prisa; por eso fue, al día siguiente, con una alegría infantil, a mirar su obra, a plena luz, lo cual pareció el colmo de la desvergüenza a tres comadres, que la vieron contemplando el trabajo de albañilería aún fresco. A partir de entonces, a cada aparición de Macquart, pensaron, al no ver ya a la joven, que se iba a vivir con él a la casucha del callejón de San Mittre.
El contrabandista venía muy irregularmente, casi siempre de improviso. Nunca se supo con exactitud cuál era la vida de los amantes, durante los dos o tres días que él pasaba en la ciudad, de vez en cuando. Se encerraban, la pequeña vivienda parecía deshabitada. Como el arrabal había decidido que Macquart había seducido a Adélaïde únicamente para comerle su dinero, se extrañaron, a la larga, de ver al hombre vivir como en el pasado, sin cesar por montes y valles, tan mal pertrechado como antes. Quizá la joven lo amaba tanto más cuanto que lo veía con largos intervalos; quizá él se había resistido a sus súplicas, experimentando la imperiosa necesidad de una existencia aventurera. Inventaron mil fábulas, sin poderse explicar razonablemente una relación que se había anudado y se prolongaba al margen de todos los hechos ordinarios. La vivienda del callejón de San Mittre continuó herméticamente cerrada y guardó sus secretos. Se adivino solamente que Macquart debía de pegarle a Adélaïde, aunque jamás saliera de la casa el ruido de una disputa. En varias ocasiones ella reapareció con la cara magullada, los cabellos arrancados. Por lo demás, ni el menor abatimiento de sufrimiento o de tristeza, ni la menor preocupación por ocultar sus magulladuras. Sonreía, parecía dichosa. Sin duda se dejaba apalear sin soltar una palabra. Más de quince años se prolongó esta existencia.
Cuando Adélaïde regresaba a su casa, la encontraba saqueada, sin emocionarse en lo más mínimo. Carecía absolutamente del sentido práctico de la vida. El valor exacto de las cosas, la necesidad de orden se le escapaban.
Dejó crecer a sus hijos como esos ciruelos que nacen a lo largo de los caminos, al capricho de la lluvia y del sol. Dieron sus frutos naturales, como salvajes que la podadera no ha injertado ni podado. Nunca la naturaleza fue menos contrariada, nunca unos pequeños seres dañinos crecieron más francamente en el sentido de sus instintos. Mientras tanto, se revolcaban en los planteles de verduras, se pasaban la vida al aire libre, jugando y peleándose como golfos. Robaban las provisiones de la vivienda, devastaban los pocos frutales del cercado, eran los demonios familiares, saqueadores y gritones, de aquella extraña casa de la locura lúcida. Cuando su madre desaparecía días enteros, su estrépito se volvía tal, encontraban invenciones tan diabólicas para molestar a la gente, que los vecinos tenían que amenazarlos con darles de latigazos. Adélaïde, por otra parte, no los asustaba apenas; cuando estaba allí, si resultaban menos insoportables para los demás era porque la tomaban a ella como víctima, faltando regularmente a la escuela cinco o seis veces por semana, haciendo de todo para atraerse una paliza que les permitiría berrear a sus anchas. Pero ella nunca les pegaba, ni siquiera se acaloraba; vivía a la perfección en medio del ruido, blanda, plácida, con el espíritu ausente. E incluso a la larga el alboroto de aquellos granujas le resultó necesario para llenar el vacío de su cerebro. Sonreía dulcemente cuando oía decir: «Sus hijos le pegarán, y le estará bien empleado». Su aire indiferente parecía responder a todo: «¡Qué más da!». Se ocupaba de su hacienda aún menos que de los niños. El cercado de los Fouque se habría convertido en un baldío, durante los largos años que duró esta singular existencia, de no haber tenido la joven la buena suerte de confiar el cultivo de sus verduras a un hábil hortelano. Este hombre, que tenía que repartir con ella los beneficios, le robaba impunemente, y ella nunca se dio cuenta. Por lo demás, la cosa tuvo un lado bueno: para robarle más, el hortelano sacó el mayor partido posible del terreno, que casi dobló su valor.
Sea que lo advirtiera un instinto secreto, sea que tuviera ya conciencia de la forma diferente en que lo acogía la gente de fuera, Pierre, el hijo legítimo, dominó desde muy tierna edad a sus hermanos. En sus peleas, y aunque era mucho más débil que Antoine, le pegaba como amo. En cuanto a Ursule, pobre criaturita enclenque y pálida, era golpeada tan rudamente por uno como por otro. Por lo demás, hasta la edad de quince o dieciséis años, los tres chiquillos se molieron a palos fraternalmente, sin explicarse su odio vago, sin comprender de manera clara cuán ajenos eran entre sí. Solamente a esa edad se encontraron frente a frente, con una personalidad consciente y decidida.
A los dieciséis años, Antoine era un buen galopín, en quien los defectos de Macquart y de Adélaïde se mostraban ya como fundidos. Dominaba Macquart, sin embargo, con su amor al vagabundeo, su tendencia a la borrachera, sus arrebatos de bestia. Pero, bajo la influencia nerviosa de Adélaïde, esos vicios, que en el padre tenían una especie de franqueza sanguínea, adoptaban, en el hijo, un disimulo lleno de hipocresía y bajeza. Antoine pertenecía a su madre por una carencia absoluta de voluntad digna, por un egoísmo de mujer voluptuosa que le hacía aceptar cualquier lecho infamante, con tal de arrellanarse en él a gusto y dormir al calor. Se decía de él: «¡Ah, qué bandido! Ni siquiera tiene, como Macquart, el valor de sus pillerías; si asesina alguna vez, será a alfilerazos». En lo físico, Antoine no tenía sino los labios carnosos de Adélaïde; sus otros rasgos eran del contrabandista, aunque dulcificados, huidizos y cambiantes.
En Ursule, en cambio, predominaba el parecido físico y moral con la joven; seguía habiendo una mezcla íntima; sólo que la pobre cría, nacida la segunda, en la hora en que las ternuras de Adélaïde dominaban sobre el amor ya más tranquilo de Macquart, parecía haber recibido con su sexo la impronta más profunda del temperamento de su madre. Por lo demás, tampoco había aquí, una fusión de las dos naturalezas, sino más bien una yuxtaposición, una soldadura singularmente estrecha. Ursule, antojadiza, mostraba a veces salvajismos, tristezas, arrebatos de paria; después, con mucha frecuencia, reía con estallidos nerviosos, soñaba con blandura, como mujer loca del corazón y de la cabeza. Sus ojos, por los que pasaban las miradas pasmadas de Adélaïde, eran de una limpidez de cristal, como los de los gatos jóvenes que deben morir de hetiquez.
Frente a los dos bastardos, Pierre parecía un extraño, difería profundamente de ellos para quien no penetrara en las raíces mismas de su ser. Nunca niño alguno fue hasta tal punto la equilibrada media de las dos criaturas que lo habían engendrado. Era el justo medio entre el campesino Rougon y la nerviosa muchacha Adélaïde. En él, su madre había desbastado al padre. Ese sordo laboreo de los temperamentos que determina a la larga la mejora o la decadencia de una raza parecía obtener en Pierre un primer resultado. Seguía siendo un campesino, pero un campesino de piel menos ruda, de expresión menos basta, de inteligencia más amplia y más ágil. Hasta su padre y su madre se habían corregido en él uno al otro. Si el natural de Adélaïde, que la rebelión de los nervios afinaba de forma exquisita, había combatido y menguado la torpeza sanguínea de Rougon, la pesada mole de éste se había opuesto a que el hijo sufriera la repercusión de los desequilibrios de la joven. Pierre no conocía ni los arrebatos ni las ensoñaciones malsanas de los lobeznos de Macquart. Muy mal educado, alborotador como todos los niños soltados libremente en la vida, poseía, sin embargo, un fondo de prudencia razonada que debía impedirle siempre cometer una locura improductiva. Sus vicios, su holgazanería, sus apetitos de placer no tenían el impulso instintivo de los vicios de Antoine; pretendía cultivarlos y satisfacerlos a plena luz, honorablemente. En su persona gruesa, de talla mediana, en su cara larga, macilenta, donde los rasgos de su padre habían adoptado ciertas finuras del rostro de Adélaïde, se leía ya la ambición solapada y astuta, la necesidad insaciable de satisfacción, el corazón seco y la envidia rencorosa de un hijo de campesino, a quien la fortuna y los nerviosismos de su madre han vuelto un burgués.
Cuando, a los diecisiete años, Pierre se enteró de los desórdenes de su madre y de la singular situación de Antoine y Ursule y pudo comprenderlos, no pareció ni triste ni indignado, sino simplemente muy preocupado por el partido que sus intereses le aconsejaban tomar. De los tres hijos, sólo él había asistido a la escuela con cierta asiduidad. Un campesino que empieza a sentir la necesidad de instruirse suele convertirse en un feroz calculador. Fue en la escuela donde sus compañeros, por sus abucheos y la forma insultante en que trataban a su hermano, le inspiraron las primeras sospechas. Más adelante, se explicó muchas miradas, muchas palabras. Por fin vio con claridad en la casa saqueada. A partir de entonces, Antoine y Ursule fueron para él parásitos descarados, bocas que devoraban su hacienda. En cuanto a su madre, la miró con los mismos ojos que el arrabal, como una mujer a la que había que encerrar, que acabaría por comerse su dinero, si él no ponía remedio. Lo que terminó de consternarlo fueron los robos del hortelano. El niño alborotador se transformó, de la noche a la mañana, en un muchacho ahorrativo y egoísta, madurado apresuradamente en el sentido de sus instintos por la extraña vida de derroche que no podía ahora ver a su alrededor sin que se le partiera el corazón. Eran suyas aquellas verduras de cuya venta el hortelano sacaba los mayores beneficios; era suyo aquel vino bebido, aquel pan comido por los bastardos de su madre. Toda la casa, toda la fortuna era suya. En su lógica de campesino, sólo él, hijo legítimo, debía heredar. Y como la hacienda periclitaba, como todo el mundo mordía ávidamente su fortuna futura, buscó la manera de poner a esa gente en la puerta, madre, hermano, hermana, criados, y de heredar de inmediato.
La lucha fue cruel. El joven comprendió que debía ante todo atacar a su madre. Ejecutó paso a paso, con tenaz paciencia, un plan cuyos detalles había madurado hacía tiempo. Su táctica fue presentarse ante Adélaïde como un reproche vivo; no es que se enfureciese ni le dirigiera amargas palabras sobre su mala conducta; pero había encontrado cierta manera de mirarla, sin decir una palabra, que la aterrorizaba. Cuando ella reaparecía, tras una corta estancia en la vivienda de Macquart, sólo alzaba los ojos hacia su hijo estremeciéndose; sentía sus miradas, frías y agudas como hojas de acero, que la apuñalaban, largamente, sin piedad. La actitud severa y silenciosa de Pierre, del hijo de un hombre a quien tan pronto había olvidado, perturbaba extrañamente su pobre cerebro enfermo. Se decía que Rougon resucitaba para castigarla por sus desórdenes. Ahora, todas las semanas le daba uno de aquellos ataques nerviosos que la destrozaban; la dejaban que se debatiese; cuando volvía en sí, acomodaba sus ropas y se arrastraba, más débil. A menudo sollozaba de noche, apretándose la cabeza entre las manos, aceptando las heridas de Pierre como los golpes de un dios vengador. Otras veces, renegaba de él; no reconocía la sangre de sus entrañas en aquel muchacho grueso, cuya calma helaba tan dolorosamente su fiebre. Habría preferido mil veces que le pegara a que la mirase así a la cara. Esas miradas implacables que la seguían por doquier acabaron por sacudirla de forma tan espantosa que proyectó, en varias ocasiones, no volver a ver a su amante; pero, en cuanto Macquart llegaba, olvidaba sus juramentos, corría a él. Y la lucha recomenzaba a su regreso, más muda, más terrible. Al cabo de unos meses, pertenecía a su hijo. Estaba ante él como una cría que no está segura de su buena conducta y que cree haberse merecido unos azotes. Pierre, con habilidad, la había atado de pies y manos, la había convertido en una sirvienta sumisa, sin abrir los labios, sin entrar en explicaciones difíciles y comprometedoras.