Nadie, por lo demás, piensa ya en los muertos que durmieron bajo esta hierba. De día, sólo los niños se meten entre las pilas de madera, cuando juegan al escondite. La vereda sigue virgen e ignorada. Se ve sólo el depósito atestado de vigas y gris de polvo. Por la mañana y a primeras horas de la tarde, cuando el sol es tibio, todo el terreno bulle, y por encima de toda esa turbulencia, por encima de los galopines que juegan entre las piezas de madera y de los gitanos que atizan el fuego bajo su puchero, la seca silueta del chiquichaque montado en su viga se recorta en el cielo, yendo y viniendo con un movimiento regular de balancín, como para reglar la vida ardiente y nueva que ha crecido en este campo del eterno reposo. Sólo los viejos, sentados en las vigas y calentándose al sol poniente, hablan a veces entre sí de los huesos que vieron acarrear antaño por las calles de Plassans, en el legendario volquete.
Cuando cae la noche el ejido de San Mittre se vacía, se vuelve profundo, semejante a un gran agujero negro. Al fondo, sólo se vislumbra ya el resplandor agonizante de la hoguera de los gitanos. A veces, unas sombras desaparecen silenciosas entre la espesa masa de las tinieblas. Sobre todo en invierno, el lugar resulta siniestro.
Un domingo por la tarde, hacia las siete, un joven salió lentamente del callejón de San Mittre y, rozando los muros, se metió entre las vigas del depósito. Era en los primeros días de diciembre de 1851. Hacía un frío seco. La luna, llena en ese momento, tenía esa claridad aguda propia de las lunas de invierno. El depósito, esa noche, no se ahondaba siniestramente como en las noches lluviosas; iluminado por anchos lienzos de luz blanca, se extendía, entre el silencio y la inmovilidad del frío, con suave melancolía.
El joven se paró unos segundos al borde del campo, mirando al frente con aire desconfiado. Llevaba, oculta bajo la chaqueta, la culata de un largo fusil, cuyo cañón, dirigido hacia abajo, brillaba al claro de luna. Estrechando el arma contra el pecho, escrutó atentamente con la mirada los cuadrados de tinieblas que las pilas de tablas proyectaban al fondo del terreno. Había allá como un tablero blanco y negro de luz y de sombra, con escaques netamente recortados. En el centro del ejido, sobre un trozo de suelo gris y desnudo, los caballetes de los chiquichaques se dibujaban, alargados, estrechos, raros, semejantes a una monstruosa figura geométrica trazada a tinta en un papel. El resto del depósito, el entarimado de vigas, no era sino un vasto lecho donde la claridad dormía, apenas estriada con delgadas rayas negras por las líneas de sombra que corrían a lo largo de los gruesos tablones. Bajo aquella luna de invierno, en el silencio helado, aquella marea de mástiles acostados, inmóviles, como atiesados de sueño y de frío, recordaba a los muertos del viejo cementerio. El joven no lanzó sino un rápido vistazo a aquel espacio vacío; ni un ser, ni un soplo, ni el menor peligro de ser visto u oído. Las manchas de sombra del fondo le inquietaban más. Sin embargo, tras un corto examen, se aventuró y cruzó rápidamente el depósito.
En cuanto se sintió al amparo, aflojó la marcha. Estaba entonces en la vereda que bordea la muralla, detrás de las tablas. Allí, ni siquiera oyó el rumor de sus pasos; la hierba helada crujía apenas bajo sus pies. Una sensación de bienestar pareció apoderarse de él. Debía de gustarle aquel lugar y no temer en él ningún peligro, no venir a buscar allí más que algo dulce y bueno. Dejó de ocultar su fusil. La vereda se extendía, semejante a una zanja de sombras; de tarde en tarde, la luna, deslizándose entre dos pilas de tablas, cortaba la hierba con una raya de luz. Todo dormía, tinieblas y claridades, con un sueño profundo, dulce y triste. Nada comparable a la paz de aquel sendero. El joven lo recorrió entero. En el extremo, en el punto donde las murallas del Jas-Meiffren forman un ángulo, se detuvo, aguzando el oído, como para escuchar si llegaba algún ruido de la finca vecina. Después, al no oír nada, se bajó, apartó una tabla y escondió su fusil en una pila de madera.
Había allí, en la esquina, una vieja lápida sepulcral, olvidada en el traslado del antiguo cementerio y que, colocada sobre el campo y un poco al sesgo, formaba una especie de banco alto. La lluvia había desmenuzado sus bordes, el musgo la roía lentamente. Sin embargo, aún podía leerse, al claro de luna, este fragmento de epitafio grabado en la cara encajada en tierra: «Aquí yace… Marie… muerta…». El tiempo había borrado el resto.
Después de ocultar su fusil, el joven escuchó de nuevo y, no habiendo oído nada, decidió subirse a la lápida. El muro era bajo, se puso de codos sobre la albardilla. Pero más allá de la fila de moreras que bordea la muralla, no vio sino una llanura de luz; las tierras del Jas-Meiffren, lisas y sin árboles, se extendían bajo la luna como una inmensa pieza de tela cruda; a unos cien metros, la vivienda y las dependencias habitadas por el aparcero formaban manchas de un blanco más brillante. El joven miraba hacia ese lado con inquietud cuando un reloj de la ciudad empezó a dar las siete, con golpes graves y lentos. Contó los toques, después bajó de la lápida, como sorprendido y aliviado.
Se sentó en el banco como quien consiente en una larga espera. Ni siquiera parecía sentir el frío. Durante cerca de media hora no se movió, con los ojos clavados en una masa de sombras, soñador. Se había situado en un rincón oscuro; pero, poco a poco, la luna que subía le alcanzó, y su cabeza se encontró en plena claridad.
Era un muchacho de aire vigoroso, cuya boca fina y piel aún delicada proclamaban su juventud. Tendría diecisiete años. Era guapo, con una belleza singular.
Su cara, flaca y alargada, parecía excavada por el pulgar de un potente escultor; la frente montuosa, los arcos superciliares prominentes, la nariz aguileña, la barbilla ancha y chata, las mejillas de pómulos aguzados y cortadas por planos huidizos, daban a la cabeza un relieve de extraordinario vigor. Con la edad, aquella cabeza adquiriría un carácter huesudo demasiado pronunciado, una flacura de caballero andante. Pero en esa hora de la pubertad, apenas cubierta en las mejillas y el mentón por un leve bozo, veía corregida su rudeza por cierta encantadora blandura, por ciertos rincones de la fisonomía que seguían siendo infantiles e imprecisos. Los ojos, de un negro tierno, aún anegados de adolescencia, imprimían también dulzura a esa expresión enérgica. No a todas las mujeres les hubiera gustado aquel chico, pues estaba lejos de ser lo que se llama un guapo mozo; pero el conjunto de sus rasgos tenía una vida tan ardiente y simpática, tal belleza de entusiasmo y fuerza, que las chicas de su provincia, esas chicas curtidas del sur, debían de soñar con él cuando pasaba por delante de sus puertas, en las cálidas tardes de julio.
Seguía penando, sentado en la lápida sepulcral, sin notar la claridad de la luna que corría ahora a lo largo de su pecho y de sus piernas. Era de estatura mediana, levemente rechoncho. Al final de sus brazos demasiado desarrollados unas manos de obrero, endurecidas ya por el trabajo, se acoplaban sólidamente; sus pies, calzados con gruesos zapatos de cordones, parecían fuertes, cuadrados en la punta. Por sus ligamentos y sus extremidades, por la actitud pesada de sus miembros, era un hombre del pueblo; pero había en él, en su cuello erguido y en los resplandores pensativos de sus ojos, una especie de sorda rebelión contra el embrutecimiento del oficio manual que comenzaba a encorvarlo. Debía de ser de natural inteligente, ahogado en el fondo de la pesadez de su raza y de su clase, una de esas almas tiernas y exquisitas alojadas en pura carne, y que sufren por no poder salir radiantes de su espesa envoltura. También, en medio de su fuerza, parecía tímido e inquieto, avergonzado inconscientemente de sentirse incompleto y de no saber cómo completarse. Buen chico, cuya ignorancia se había convertido en entusiasmo, corazón de hombre servido por una razón de muchachito, capaz de abandonos como una mujer y de valor como un héroe. Esa noche iba vestido con un pantalón y una chaqueta de pana verdosa de finos bordones. Un sombrero de fieltro flexible, ligeramente echado hacia atrás, dejaba en su frente una raya de sombra.
Cuando sonó la media en el reloj vecino, salió sobresaltado de su ensoñación. Al verse blanco de luz, miró frente a sí con inquietud. Con un movimiento brusco se introdujo en las sombras, pero no pudo recobrar el hilo de su ensoñación. Sintió entonces que sus pies y sus manos se quedaban helados, y le asaltó de nuevo la impaciencia. Volvió a subirse para echar una ojeada al Jas-Meiffren, que seguía silencioso y vacío. Después, sin saber cómo matar el tiempo, volvió a bajar, cogió su fusil de la pila de tablas, donde lo había escondido, y se entretuvo tabaleando en él. El arma era una larga y pesada carabina que había pertenecido sin duda a un contrabandista; por el grosor de la culata y la poderosa base del cañón se reconocía un viejo fusil de chispa que un armero de la comarca había transformado en fusil de pistón. Carabinas así se ven colgadas en las granjas, sobre las chimeneas. El joven acariciaba su arma con amor; bajó el gatillo más de veinte veces, introdujo su dedo meñique en el cañón, examinó atentamente la culata. Poco a poco, se animó con juvenil entusiasmo, con el que se mezclaba cierta niñería. Acabó poniéndose la carabina en la mejilla, apuntando al vacío, como un recluta que hace la instrucción.
No tardaron en dar las ocho. Conservaba el arma sobre la mejilla desde hacía un minuto largo, cuando una voz, leve como un soplo, baja y jadeante, llegó del Jas-Meiffren.
—¿Estás ahí, Silvère? —preguntó la voz.
Silvère soltó el fusil y, de un salto, se encontró en la lápida sepulcral.
—Sí, sí —respondió, ahogando igualmente su voz—: Espera, voy a ayudarte.
Aún no había alargado los brazos cuando una cabeza de jovencita apareció por encima de la muralla. La niña, con singular agilidad, había trepado como una joven gata con ayuda del tronco de una morera. Por la seguridad y la soltura de sus movimientos, se veía que aquel extraño camino debía de serle familiar. En un abrir y cerrar de ojos se encontró sentada en la albardilla. Entonces Silvère la cogió en sus brazos y la dejó en el banco. Pero ella se debatía.
—Déjame —decía con una risa de chiquilla juguetona—, déjame de una vez… Sé bajar perfectamente sola. —Después, cuando estuvo sobre la lápida—: ¿Hace mucho que me esperas?… He corrido, estoy toda sofocada.
Silvère no respondió. No parecía estar de broma, miraba a la niña con aire apenado. Se sentó a su lado, diciendo:
—Quería verte, Miette. Te habría esperado toda la noche… Me marcho mañana, al amanecer.
Miette acababa de ver el fusil tumbado en la hierba. Se puso seria, murmuró:
—¡Ah!… Estás decidido… Ése es tu fusil… Hubo un silencio.
—Sí —respondió Silvère con una voz aún más insegura—, es mi fusil… He preferido sacarlo esta tarde de casa; mañana por la mañana, tía Dide podría ver que me lo llevo y eso la inquietaría… Voy a esconderlo, vendré a buscarlo mañana en el momento de salir.
Y como Miette parecía no poder separar los ojos del arma que él había dejado tan tontamente en la hierba, se levantó y la metió de nuevo debajo de la pila de tablas.
—Nos hemos enterado esta mañana —dijo, volviéndose a sentar— de que los insurgentes de La Palud y de Saint-Martin de-Vaulx estaban en marcha, y de que habían pasado la noche en Alboise. Se ha decidido que nos unamos a ellos. Esta tarde parte de los obreros de Plassans han abandonado la ciudad; mañana, los que todavía quedan irán al encuentro de sus hermanos. —Pronunció la palabra «hermanos» con énfasis juvenil. Después, animándose, con voz más vibrante—: La lucha resulta inevitable —añadió—, pero el derecho está de nuestra parte, triunfaremos.
Miette escuchaba a Silvère, mirando al frente, fijamente, sin ver. Cuando él calló, dijo simplemente:
—Está bien. —Y tras un silencio—: Ya me lo habías advertido…, sin embargo, esperaba aún… En fin, está decidido.
No pudieron encontrar otras palabras. El rincón desierto del depósito, el caminito verde recobraron su calma melancólica; no quedó sino la luna viviente haciendo girar sobre la hierba la sombra de las pilas de tablas. El grupo formado por los dos jóvenes sobre la lápida sepulcral se había quedado inmóvil y mudo, en la claridad pálida. Silvère había pasado el brazo alrededor del talle de Miette, y ésta se había abandonado sobre su hombro. No intercambiaron besos, sólo un abrazo en el que el amor tenía la tierna inocencia de un cariño fraternal.
Miette iba cubierta por una gran capa parda con capucha, que le caía hasta los pies y la envolvía por entero. Sólo se le veían la cabeza y las manos. Las mujeres del pueblo, las campesinas y las obreras llevan aún, en Provenza, esas amplias capas, que en la región se denominan pellizas y cuya moda se remonta a muy lejos. Al llegar, Miette se había echado hacia atrás la capucha. De sangre ardiente, viviendo al aire libre, no llevaba nunca cofia. Su cabeza desnuda se destacaba vigorosamente sobre la muralla blanqueada por la luna. Era una niña, pero una niña que se hacía mujer. Se hallaba en esa hora indecisa y adorable en que la joven surge de la chiquilla. Hay entonces, en toda adolescente, una delicadeza de capullo naciente, una vacilación de formas de exquisito encanto; las líneas plenas y voluptuosas de la pubertad se insinúan en la inocente delgadez de la infancia; la mujer se desprende con sus primeras turbaciones púdicas, conservando aún a medias su cuerpo de niña y poniendo, sin saberlo, en cada uno de sus rasgos, la confesión de su sexo. Para ciertas muchachas, esa hora es mala; crecen bruscamente, se afean, se vuelven amarillas y endebles como plantas precoces. Para Miette, para todas las que son de sangre rica y viven al aire libre, es una hora de gracia penetrante que no recobran jamás. Miette tenía trece años. Aunque ya era alta, nadie le habría echado más, pues su rostro reía aún, a veces, con una risa clara e ingenua. Además, debía de ser núbil, la mujer se desarrollaba con rapidez en ella, gracias al clima y a la vida ruda que llevaba. Era casi tan alta como Silvère, rolliza y toda estremecida de vida. Al igual que su amigo, no tenía una belleza común. No se la podía considerar fea, pero habría parecido cuando menos rara a muchos lindos jóvenes. Tenía espléndidos cabellos: le nacían fuertes y tiesos sobre la frente, caían poderosamente hacia atrás, como una ola naciente, después recorrían la cabeza y la nuca, semejantes a un mar encrespado, lleno de hervores y caprichos, de un negro de tinta. Eran tan espesos que no sabía qué hacer con ellos. Le molestaban. Los retorcía lo más fuerte posible en varias crenchas, del grosor de la muñeca de un niño, para que ocupasen menos sitio, y después los amontonaba detrás de la cabeza. No tenía tiempo de pensar en su peinado, y ocurría siempre que ese moño enorme, hecho sin espejo y a toda prisa, adquiría bajo sus dedos una poderosa gracia. Al verla tocada con aquel casco viviente, con aquel montón de cabellos rizados que se desbordaban sobre las sienes y el cuello como una pelambre de animal, se comprendía por qué iba siempre con la cabeza descubierta, sin preocuparse nunca por lluvias ni heladas. Bajo la línea oscura de los cabellos, la frente, muy estrecha, tenía la forma y el color dorado de una fina medialuna. Los ojos grandes, saltones, la nariz corta, ancha en las aletas y respingada en la punta, los labios, demasiado gruesos y demasiado rojos, habrían parecido feos examinados por separado. Pero, tomados en la encantadora redondez de la cara, vistos en el ardiente juego de la vida, esos detalles del rostro formaban un conjunto de extraña y penetrante belleza. Cuando Miette reía, echando la cabeza hacia atrás y ladeándola blandamente sobre el hombro derecho, parecía una antigua bacante, con la garganta henchida de gozo sonoro, las mejillas redondeadas como las de un niño, los anchos dientes blancos, las crenchas de cabellos crespos que los estallidos de alegría agitaban sobre su nuca, al igual que una corona de pámpanos. Y para encontrar en ella a la virgen, a la chiquilla de trece años, había que ver cuánta inocencia encerraban sus risas amplias y sueltas de mujer hecha y derecha, había que observar sobre todo la delicadeza todavía infantil de su mentón y la pureza blanda de sus sienes. El rostro de Miette, bronceado por el sol, tomaba, con ciertas luces, reflejos de ámbar amarillo. Una fina pelusilla negra ponía ya sobre su labio superior una ligera sombra. El trabajo empezaba a deformar sus manecitas breves, que habrían podido convertirse, permaneciendo perezosas, en adorables manos regordetas de burguesa.