Miette y Silvère se quedaron un buen rato mudos. Leían en sus inquietos pensamientos. Y, a medida que se hundían juntos en el temor y en lo desconocido del mañana, se abrazaban con un abrazo más estrecho. Se entendían hasta el fondo del corazón, percibían la inutilidad y la crueldad de toda queja en voz alta. La jovencita no pudo, sin embargo, contenerse más; se ahogaba, expresó en una frase la inquietud de los dos.
—Volverás, ¿verdad? —balbució colgándose del cuello de Silvère.
Silvère, sin responder, con un nudo en la garganta y temiendo llorar como ella, la besó en la mejilla, como un hermano que no encuentra otro consuelo. Se separaron, volvieron a caer en su silencio.
Al cabo de un instante Miette se estremeció. Ya no se apoyaba contra el hombro de Silvère, sentía helarse su cuerpo. La víspera, no se hubiera estremecido de esta suerte, al fondo de aquella vereda desierta, sobre aquella lápida sepulcral, donde, desde hacía varias temporadas, vivían tan felizmente su ternura, en la paz de los viejos muertos.
—Tengo mucho frío —dijo, volviéndose a poner la capucha de la pelliza.
—¿Quieres que caminemos? —le preguntó el jove—. Aún no son las nueve, podemos pasear un rato por la carretera.
Miette pensaba que acaso en mucho tiempo no tendría la alegría de una cita, de una de esas charlas del anochecer para las cuales vivía de día.
—Sí, caminemos —respondió con presteza—, vamos hasta el molino… Me quedaré toda la noche, si quieres.
Dejaron el banco y se escondieron en la sombra de una pila de tablas. Allí, Miette abrió su pelliza, pespunteada con pequeños rombos y forrada de una indiana rojo sangre; después echó un faldón de aquel cálido y amplio manto sobre los hombros de Silvère, envolviéndolo así por entero, juntándolo con ella, apretado contra ella, en la misma prenda. Se pasaron mutuamente el brazo en torno al talle para no formar más que uno solo. Cuando estuvieron así confundidos en un solo ser, cuando se encontraron hundidos en los pliegues de la pelliza al punto de perder toda forma humana, empezaron a andar a pasitos, dirigiéndose hacia la carretera, cruzando sin temor los espacios desnudos del depósito, blancos de luna. Miette había envuelto a Silvère, y éste se prestaba a aquella operación, de una forma muy natural, como si la pelliza les hubiera hecho, cada noche, el mismo servicio.
La carretera de Niza, a cuyos dos lados se levanta el arrabal, estaba bordeada en 1851 por olmos seculares, viejos gigantes, ruinas grandiosas y llenas aún de poderío, que la aseada municipalidad de la ciudad ha sustituido, desde hace años, por pequeños plátanos. Cuando Silvère y Miette se encontraron bajo los árboles, cuyas ramas monstruosas dibujaba la luna a lo largo del arcén, hallaron, en dos o tres ocasiones, bultos negros que se movían silenciosamente rozando las casas. Eran, al igual que ellos, parejas de enamorados, herméticamente encerrados en trozos de tela, y que paseaban al fondo de las sombras su ternura discreta.
Los amantes de las ciudades del sur han adoptado este tipo de paseos. Los chicos y chicas del pueblo, que se casarán un día, y a quienes no les molesta besarse antes un poco, no saben dónde refugiarse para intercambiar besos a sus anchas, sin exponerse demasiado a los chismorreos. En la ciudad, aunque sus padres los dejen en entera libertad, si alquilasen una habitación, si se encontraran a solas, serían, al día siguiente, el escándalo de la región; por otra parte, no tienen tiempo, todas las tardes, de llegar a las soledades del campo. Entonces han elegido un término medio; recorren los arrabales, los baldíos, los senderos de las carreteras, todos los parajes donde hay pocos transeúntes y muchos rincones oscuros. Y para mayor prudencia, como todos los habitantes se conocen, tienen buen cuidado de volverse irreconocibles hundiéndose en una de esas grandes capas, que albergarían a una familia entera. Los padres toleran esas correrías en plenas tinieblas; la rígida moral provinciana no parece alarmarse; se da por sentado que los enamorados no se detienen nunca en los rincones ni se sientan en el fondo de los terrenos, y eso basta para calmar los alarmados pudores. Sólo pueden besarse mientras caminan. A veces, sin embargo, una chica se echa a perder: los amantes se han sentado.
Nada más encantador, en verdad, que esos paseos de amor. La imaginación mimosa e inventiva del sur está toda en ellos. Se trata de una verdadera mascarada, fértil en pequeñas felicidades, y al alcance de los pobres. La enamorada no tiene más que abrir su prenda, tiene un asilo listo para su enamorado; lo esconde sobre su corazón, en la tibieza de sus ropas, al igual que las pequeñas burguesas ocultan a sus galanes debajo de la cama o en los armarios. El fruto prohibido adquiere aquí un sabor especialmente dulce: se come al aire libre, en medio de los indiferentes, a lo largo de los caminos. Y lo que tiene de más exquisito, lo que da una penetrante voluptuosidad a los besos intercambiados, debe ser la certidumbre de poder besarse impunemente delante de la gente, de estar por las noches en público uno en brazos del otro, sin correr el peligro de ser reconocidos y señalados con el dedo. Una pareja no es sino un bulto pardo, se parece a otra pareja. Para el paseante rezagado, que ve moverse vagamente esos bultos, es el amor que pasa, sin más; el amor sin nombre, el amor que se adivina y que se ignora. Los amantes se saben bien escondidos; charlan en voz baja, están en su casa; muy a menudo no se dicen nada, caminan durante horas, al azar, felices de sentirse apretados juntos en el mismo trozo de indiana. Eso es muy voluptuoso y muy virginal a la vez. El clima es el gran culpable; sólo él debió de invitar al principio a los amantes a elegir los rincones de los arrabales como retiros. En las buenas noches de verano, no se puede dar una vuelta por Plassans sin descubrir, en la sombra de cada lienzo de muralla, una pareja encapuchada; ciertos parajes, el ejido de San Mittre, por ejemplo, están poblados por estos dominós oscuros que se rozan lentamente, sin ruido, entre las tibiezas de la noche serena; diríanse los invitados de un baile misterioso que las estrellas dieran a los amores de la gente pobre. Cuando hace demasiado calor y las jovencitas no llevan sus pellizas, se contentan con alzar el primer refajo. En invierno, los más enamorados se ríen de las heladas. Mientras bajaban por la carretera de Niza, Silvère y Miette no pensaban para nada en quejarse de la fría noche de diciembre.
Los jóvenes cruzaron el arrabal dormido sin intercambiar una palabra. Volvían a hallar, con alegría muda, el tibio encanto de su abrazo. Sus corazones estaban tristes, la felicidad que saboreaban al apretarse uno contra otro tenía la emoción dolorosa de un adiós, y les parecía que no agotarían jamás la dulzura y la amargura de aquel silencio que acunaba lentamente su marcha. Pronto las casas fueron raleando, llegaron al extremo del arrabal. Allí se abre el portalón del Jas-Meiffren, dos fuertes pilares unidos por una verja, que deja ver, entre sus barrotes, una larga avenida de moreras. Al pasar, Silvère y Miette lanzaron instintivamente una mirada a la finca.
A partir del Jas-Meiffren, el camino real baja en suave pendiente hasta el fondo de un valle que sirve de cauce a un pequeño río, el Viorne, arroyo en verano y torrente en invierno. Las dos filas de olmos continuaban, en aquella época, y convertían la carretera en una magnífica avenida que cortaba la ladera, plantada de trigo y de entecas viñas, con una ancha cinta de árboles gigantescos. En esa noche de diciembre, bajo una luna clara y fría, los campos recién labrados se extendían en las dos inmediaciones del camino, semejantes a vastas capas de guata grisácea, capaces de amortiguar todos los ruidos del aire. A lo lejos, la voz sorda del Viorne era lo único que estremecía la inmensa paz del campo.
Cuando los jóvenes hubieron empezado a bajar por la avenida, el pensamiento de Miette volvió al Jas-Meiffren, que acababan de dejar a sus espaldas.
—Me costó mucho escaparme, esta noche —dijo—. Mi tío no se decidía a despedirme. Se había encerrado en una bodega y creo que enterraba su dinero, pues parecía muy asustado, esta mañana, por los acontecimientos que se preparan.
Silvère la estrechó con mayor dulzura.
—Vamos —respondió—, sé valiente… Llegará un tiempo en que nos veremos libremente todo el día… No hay que entristecerse.
—¡Oh! —prosiguió la jovencita moviendo la cabeza—, tú tienes esperanzas… Hay días en que estoy muy triste. No es el trabajo pesado lo que me disgusta; al contrario, a menudo me siento dichosa por la dureza de mi tío y las tareas que me impone. Tuvo razón al hacer de mí una campesina; a lo mejor yo hubiera acabado mal, porque, ya ves, Silvère, hay momentos en los que me creo maldita… Entonces me gustaría estar muerta… Pienso en eso que ya sabes…
Al pronunciar estas últimas palabras, la voz de la cría se rompió en un sollozo. Silvère la interrumpió con un tono casi duro.
—¡Cállate! —dijo—. Me habías prometido pensar menos en eso. No es tuyo el crimen. —Después añadió con acento más suave—: Nos queremos, ¿no? Cuando estemos casados, no tendrás ya horas malas.
—Ya lo sé —murmuró Miette—, tú eres bueno, me tiendes la mano. Pero ¿qué quieres?, siento temores, a veces me noto rebelde. Me parece que me han hecho daño, y entonces me dan ganas de ser mala. A ti te abro mi corazón. Cada vez que me echan en cara el nombre de mi padre, noto una quemazón en todo el cuerpo. Cuando paso los chavales gritan: «¡Eh!, la Chantegreil», me sacan de mis casillas; quisiera agarrarlos para pegarles. —Y, tras un silencio arisco, prosiguió—: Tú eres un hombre, vas a disparar tiros… Eres muy feliz.
Silvère la había dejado hablar. Al cabo de unos cuantos pasos, dijo con voz triste:
—Te equivocas, Miette, tu cólera es mala. No hay que rebelarse contra la justicia. Yo, por mi parte, voy a luchar por el derecho de todos, no tengo que satisfacer ninguna venganza.
—No importa —continuó la joven—, quisiera ser hombre y disparar tiros. Me parece que eso me haría bien. —Y como Silvère guardaba silencio, vio que lo había disgustado. Toda su fiebre se apagó. Balbució con voz suplicante—: ¿No me guardas rencor? Es tu marcha lo que me apena y me lanza a estas ideas. Ya sé que tienes razón, que debo ser humilde…
Se echó a llorar. Silvère, emocionado, le cogió las manos y se las besó.
—Veamos —dijo tiernamente—, vas de la ira a las lágrimas, como una cría. Hay que ser razonable. Yo no te regaño… Simplemente quisiera verte más feliz, y eso depende mucho de ti.
El drama cuyo recuerdo acababa de evocar Miette tan dolorosamente dejó a los enamorados entristecidos unos minutos. Siguieron caminando, la cabeza gacha, turbados por sus pensamientos. Al cabo de un instante:
—¿Me crees mucho más feliz que tú? —preguntó Silvère, volviendo a su pesar a la conversació—. Si mi abuela no me hubiera recogido y criado, ¿qué habría sido de mí? Aparte del tío Antoine, que es un obrero como yo y que me enseñó a amar a la República, todos mis demás parientes tienen pinta de temer que los ensucie, cuando paso a su lado. —Se animaba al hablar; se había parado, reteniendo a Miette en el centro de la carretera— Dios es testigo —continuó— de que no envidio ni detesto a nadie. Pero, si triunfamos, tendré que cantarles las cuarenta a esos buenos señores. El tío Antoine sabe mucho de eso. Ya verás a nuestro regreso. Viviremos todos libres y dichosos.
Miette lo arrastró suavemente. Echaron de nuevo a andar.
—Amas mucho a tu República —dijo la niña, tratando de bromea—. ¿Me amas a mí tanto como a ella?
Se reía, pero había cierta amargura en el fondo de su risa: quizá se dijera que Silvère la abandonaba con mucha facilidad para irse de correría. El joven respondió con tono grave:
—Tú eres mi mujer. Te he dado todo mi corazón. Y amo a la República, ya ves, porque te amo. Cuando estemos casados necesitaremos mucha felicidad, y en busca de parte de esa felicidad me alejaré mañana por la mañana… ¿Es que me aconsejas que me quede en casa?
—¡Oh, no! —exclamó con vehemencia la jove—. Un hombre debe ser fuerte. ¡Qué hermoso es el valor!… Tienes que perdonarme que esté celosa. Quisiera ser tan fuerte como tú. Me amarías aún más, ¿verdad? —Guardó silencio un instante, después añadió con una vivacidad y una ingenuidad encantadoras—: ¡Ah! ¡Qué a gusto te abrazaré, cuando vuelvas!
Este arrebato de un corazón amante y valeroso conmovió hondamente a Silvère. Cogió a Miette entre sus brazos y le dio varios besos en las mejillas. La niña se resistió un poco, riendo. Y tenía los ojos llenos de lágrimas de emoción.
En torno a los dos enamorados, la campiña continuaba su sueño, en la inmensa paz del frío. Habían llegado a la mitad de la ladera. Allí, a la izquierda, se encontraba un montículo bastante alto, en la cumbre del cual la luna blanqueaba las ruinas de un molino de viento; sólo quedaba la torre, toda derruida por un lado. Era la meta que los jóvenes habían asignado a su paseo. Desde el arrabal, caminaban en derechura, sin echar un solo vistazo a los campos que cruzaban. Tras haber besado a Miette en las mejillas, Silvère alzó la cabeza. Distinguió el molino.
—¡Cuánto hemos andado! —exclam—. Ahí está el molino. Deben de ser cerca de las nueve y media, hay que volver.
Miette torció el gesto.
—Sigamos un poco más —imploró— sólo unos pasos, hasta el atajo… De veras, sólo hasta allí.
Silvère la cogió por la cintura; sonriente. Reanudaron la bajada de la cuesta. Ya no temían las miradas de los curiosos; desde las últimas casas, no habían encontrado un alma. No por ello dejaron de arroparse en la gran pelliza. Esta pelliza, esta prenda común, era como el nido natural de sus amores. ¡Los había ocultado tantas noches felices! De haber paseado uno al lado del otro, se habrían creído muy pequeños y aislados en la vasta campiña. El no formar sino un ser los tranquilizaba, los engrandecía. Miraban, a través de los pliegues de la pelliza, los campos que se extendían a los dos bordes de la carretera, sin experimentar ese aplastamiento que los anchos horizontes indiferentes imponen a la ternura humana. Les parecía que llevaban su casa consigo, disfrutaban del campo como quien disfruta de él desde una ventana, gustosos de las tranquilas soledades, los lienzos de luz durmiente, los fragmentos de naturaleza, vagos bajo el sudario del invierno y de la noche, el valle entero que, pese a encantarles, no era, sin embargo, lo bastante fuerte para interponerse entre sus dos corazones apretados uno contra otro.
Por otra parte, habían cesado toda conversación continuada; ya no hablaban de los demás, tampoco hablaban de sí mismos; estaban en el mero minuto presente, intercambiando un apretón de manos, lanzando una exclamación al ver un rincón de paisaje, pronunciando escasas palabras, sin oírse demasiado, como adormilados por la tibieza de sus cuerpos. Silvère olvidaba sus entusiasmos republicanos; Miette sólo pensaba en que su enamorado debía dejarla dentro de una hora, para mucho tiempo, quizá para siempre. Al igual que en los días ordinarios, cuando ningún adiós turbaba la paz de sus citas, se adormecían en el arrobamiento de sus ternezas.