Miette se inclinaba ahora, para seguir más tiempo con la mirada las pequeñas tropas que le designaba el joven. El escalofrío que se apoderaba de ella ascendía por su pecho y ponía un nudo en su garganta. En ese momento apareció un batallón más numeroso y más disciplinado que los otros. Los insurgentes que formaban parte de él, casi todos vestidos con blusas, llevaban la cintura ceñida por un cinturón rojo: parecían de un uniforme. En medio de ellos marchaba un hombre a caballo, con un sable al costado. La mayoría de aquellos soldados improvisados tenían fusiles, carabinas o viejos mosquetes de la Guardia Nacional.
—A ésos no los conozco —dijo Silvèr—. El hombre a caballo debe de ser el jefe de quien me han hablado. Ha traído consigo los contingentes de Faverolles y de los pueblos vecinos. Toda la columna tendría que estar equipada de esa forma. —No tuvo tiempo de recobrar el resuell—. ¡Ah!, ¡ahí están los campesinos! —gritó.
Tras la gente de Faverolles, avanzaban grupitos compuestos cada uno por diez o veinte hombres, a lo sumo. Todos llevaban la chaqueta corta de los campesinos del sur. Blandían al cantar horcas y hoces; algunos, incluso, sólo tenían anchas palas de jornalero. Cada aldehuela había enviado a sus hombres sanos.
Silvère, que reconocía los grupos por sus jefes, los enumeró con voz febril.
—¡El contingente de Chavanoz! —dij—. Sólo tiene ocho hombres, pero son robustos; el tío Antoine los conoce… ¡Ahí está Nazères! ¡Ahí Poujouls! Están todos, ni uno ha faltado a la llamada… ¡Valqueyras! Mira, el señor cura es de la partida; me han hablado de él, es un buen republicano. —Se embriagaba. Ahora que cada batallón no contaba sino con unos cuantos insurgentes, tenía que nombrarlos a toda prisa, y esta precipitación le daba pinta de loc—. ¡Ah! Miette —continuó—, ¡qué hermoso desfile! ¡Rozan! ¡Vernoux! ¡Corbière!, y aún quedan más, vas a ver… No tienen más que hoces, éstos, pero segarán a la tropa tan a ras como la hierba de sus prados… ¡Saint-Eutrope! ¡Mazet! ¡Les Gardes! ¡Marsanne! ¡Toda la vertiente norte de la Seille!… ¡Vamos, venceremos! La región entera está con nosotros. Mira los brazos de esos hombres, son duros y negros como el hierro… Y la cosa no acaba. ¡Ahí viene Pruinas! ¡Las Rocas Negras! Son contrabandistas, estos últimos; tienen carabinas… Más hoces y horcones, continúan los contingentes del campo. ¡Castel-le-Vieux! ¡Sainte Anne! ¡Graille! ¡Estourmel! ¡Murdaran!
Y remató, con voz estrangulada por la emoción, la enumeración de aquellos hombres, a los cuales un torbellino parecía atrapar y llevarse a medida que los designaba. Crecido de tamaño, con el rostro ardiente, señalaba con gesto nervioso los contingentes. Miette seguía ese gesto. Se sentía atraída hacia la parte baja de la carretera, como por las profundidades de un precipicio. Para no resbalar a lo largo del talud, se sujetaba al cuello del joven. Una embriaguez singular brotaba de aquella multitud borracha de ruido, de valor y de fe. Esos seres entrevistos en un rayo de luna, esos adolescentes, esos hombres maduros, esos ancianos que blandían las armas más extrañas, vestidos con las prendas más diversas, desde la blusa de trabajo hasta la levita del burgués; esa fila interminable de cabezas, a las que la hora y la circunstancia imprimían expresiones inolvidables de energía y de pasión fanáticas, adquirían a la larga ante los ojos de la joven una impetuosidad vertiginosa de torrente. En ciertos momentos, le parecía que ya no caminaban, que eran arrastrados por la propia Marsellesa, por ese canto ronco de formidables sonoridades. No podía distinguir las palabras, sólo oía un estruendo continuo, que iba de las notas sordas a las notas vibrantes, agudas como puntas que, a sacudidas, se hundieran en su carne. Este bramido de la rebelión, esta llamada a la lucha y a la muerte, con sus tirones de cólera, sus deseos ardientes de libertad, su asombrosa mezcla de matanzas y de impulsos sublimes, llegándole al corazón, sin tregua, y con mayor profundidad a cada brutalidad del ritmo, le causaba una de esas angustias voluptuosas de virgen mártir que se yergue y sonríe bajo el látigo. Y siempre, envuelta en la oleada sonora, la multitud fluía. El desfile, que duró apenas unos minutos, les pareció a los jóvenes que no iba a terminar nunca.
Es cierto que Miette era una niña. Había palidecido al acercarse la tropa, había llorado por sus ternezas idas; pero era una niña valiente, una naturaleza ardiente a quien el entusiasmo exaltaba con facilidad. Así, la emoción que la había ido ganando poco a poco la sacudía ahora por entero. Se transformaba en muchacho. De buena gana habría cogido un arma y seguido a los insurgentes. Sus dientes blancos, a medida que desfilaban fusiles y hoces, parecían más largos y más agudos, entre sus labios rojos, semejantes a los colmillos de un lobo joven que tuviera ganas de morder. Y cuando oyó a Silvère enumerar con voz cada vez más presurosa los contingentes del campo, le pareció que el impulso de la columna se aceleraba aún más a cada palabra del joven. Pronto fue un arrebato, una polvareda de hombres barrida por una tempestad. Todo empezó a girar ante ella. Cerró los ojos. Gruesas lágrimas cálidas corrían por sus mejillas.
Silvère tenía, también, el llanto al borde de los párpados.
—No veo a los hombres que han salido de Plassans esta tarde —murmuró. Trataba de distinguir el extremo de la columna, que se encontraba aún en la sombra. Después gritó con alegría triunfante—: ¡Ah!, ¡ahí vienen!… ¡Tienen la bandera, les han encomendado la bandera!
Entonces quiso saltar del talud para ir a reunirse con sus compañeros; pero, en ese momento, los insurgentes se detuvieron. Unas órdenes corrieron a lo largo de la columna.
La marsellesa
se extinguió en un postrer bramido, y sólo se oyó ya el murmullo confuso del gentío, aún enteramente vibrante. Silvère, que escuchaba, pudo entender las órdenes que los contingentes se transmitían, y que llamaban a la gente de Plassans a la cabeza de la tropa. Cuando cada batallón se alineaba al borde de la carretera, para dejar paso a la bandera, el joven, arrastrando a Miette, empezó a subir por el talud.
—Ven —le dijo—, estaremos antes que ellos del otro lado del puente.
Y cuando estuvieron arriba, en las tierras de labor, corrieron hasta un molino cuya esclusa intercepta el río. Allí, cruzaron el Viorne por una tabla que los molineros habían echado. Después cortaron de través los prados de Santa Clara, siempre de la mano, siempre corriendo, sin intercambiar una palabra. La columna formaba, en el camino real, una línea oscura que ellos siguieron a lo largo de los setos. Había huecos entre los majuelos. Silvère y Miette saltaron a la carretera por uno de esos huecos.
Pese al rodeo que acababan de dar, llegaron al mismo tiempo que la gente de Plassans. Silvère intercambió algunos apretones de manos; debieron de pensar que se había enterado de la nueva ruta de los insurgentes y que había ido a su encuentro. Miette, cuyo rostro estaba semioculto por la capucha de la pelliza, fue observada con curiosidad.
—¡Eh!, es la Chantegreil —dijo un hombre del arrabal—, la sobrina de Rébufat, el aparcero del Jas-Meiffren.
—¿De dónde sales, trotacalles? —gritó otra voz.
Silvère, embriagado de entusiasmo, no había pensado en el singular papel que haría su enamorada ante las bromas seguras de los obreros. Miette, confusa, lo miraba como para implorar ayuda y socorro. Pero, antes incluso de que él hubiera podido abrir los labios, una nueva voz se alzó en el grupo, diciendo con brutalidad:
—Su padre está en presidio, no queremos con nosotros a la hija de un ladrón y un asesino.
Miette palideció espantosamente.
—Miente —murmuró—, mi padre ha matado, pero no ha robado. —Y como Silvère apretaba los puños, más pálido y más tembloroso que ell—. Deja —prosiguió—, es asunto mío… —Después, volviéndose hacia el grupo, repitió con un estallid—. ¡Mienten, mienten! Nunca le quitó un céntimo a nadie. Lo saben muy bien. ¿Por qué lo insultan, cuando no puede estar aquí?
Se había erguido, soberbia en su cólera. Su natural ardiente, semisalvaje, parecía aceptar con bastante calma la acusación de asesinato; pero la acusación de robo la exasperaba. Lo sabían, y por eso la multitud le echaba a menudo esta acusación en cara, por estúpida malignidad.
El hombre que acababa de llamar ladrón a su padre se había limitado a repetir, por lo demás, lo que oía decir hacía años. Ante la actitud violenta de la niña, los obreros rieron burlonamente. Silvère seguía apretando los puños. La cosa iba a ponerse fea cuando un cazador de la Seille, que estaba sentado en un montón de piedras, al borde de la carretera, esperando que se reanudara la marcha, acudió en auxilio de la jovencita.
—La pequeña tiene razón —dijo—, Chantegreil era uno de los nuestros. Yo lo conocí. Nunca se vio claro su asunto. Lo que es yo, siempre creí en la verdad de sus declaraciones ante los jueces. El gendarme al que abatió de un tiro de fusil, durante la caza, debía de tenerlo también apuntado con su carabina. ¡Uno se defiende, qué quieren! Pero Chantegreil era un hombre honrado, Chantegreil no ha robado.
Como suele ocurrir en semejantes casos, el testimonio de aquel cazador furtivo bastó para que Miette encontrase defensores. Varios obreros aseguraron igualmente haber conocido a Chantegreil.
—Sí, sí, es cierto —dijeron—. No era un ladrón. Hay, en Plassans, canallas a los que habría que enviar a presidio en su lugar… Chantegreil era nuestro hermano… Vamos, pequeña, cálmate.
Nunca Miette había oído hablar bien de su padre. Normalmente lo calificaban delante de ella de bribón, de criminal, y he aquí que se encontraba con buenos corazones que tenían para él palabras de perdón y lo declaraban un hombre honrado. Entonces se derritió en lágrimas, recobró la emoción que
La marsellesa
había puesto en su garganta, buscó cómo podría darles las gracias a aquellos hombres bondadosos con los desgraciados. Por un momento, se le ocurrió la idea de estrecharles las manos a todos, como un chico. Pero su corazón encontró algo mejor. A su lado estaba en pie el insurgente que llevaba la bandera. Tocó el asta de la bandera y, por todo agradecimiento, dijo con voz suplicante:
—Démela, yo la llevaré.
Los obreros, de almas sencillas, comprendieron el lado ingenuamente sublime de este agradecimiento.
—Eso es —gritaron—, la Chantegreil llevará la bandera.
Un leñador comentó que se cansaría pronto, que no podría llegar muy lejos.
—¡Oh!, soy fuerte —dijo ella orgullosamente arremangándose y mostrando sus brazos gruesos, tan rollizos ya como los de una mujer hecha. Y al tenderle la bandera—: Esperen —prosiguió.
Se quitó vivamente la pelliza, que volvió a ponerse en seguida, tras haberle dado la vuelta por el lado del forro rojo. Entonces apareció, a la blanca claridad de la luna, arrebujada en un ancho manto de púrpura que le caía hasta los pies. La capucha, detenida en el borde de su moño, la tocaba con una especie de gorro frigio. Cogió la bandera, apretó el asta contra su pecho, y se mantuvo erguida, entre los pliegues de aquel pendón sangriento que ondeaba detrás de ella. Su cabeza de chiquilla exaltada, con sus cabellos crespos, sus grandes ojos húmedos, sus labios entreabiertos en una sonrisa, tuvo un impulso de enérgica altivez al erguirse a medias hacia el cielo. En ese momento, fue la virgen Libertad.
Los insurgentes estallaron en aplausos. Aquellos meridionales, de imaginación viva, quedaron impresionados y entusiasmados por la brusca aparición de aquella chicarrona roja de arriba abajo que apretaba tan nerviosamente contra su seno la bandera. Del grupo partieron gritos:
—¡Bien por la Chantegreil! ¡Viva la Chantegreil! ¡Se quedará con nosotros, nos traerá suerte!
La hubieran aclamado mucho tiempo de no haber llegado la orden de reanudar la marcha. Y mientras la columna se ponía en movimiento, Miette apretó la mano de Silvère, que acababa de colocarse a su lado, y le murmuró al oído:
—¡Ya lo oyes! Me quedaré contigo. ¿Quieres?
Silvère, sin responder, le devolvió el apretón. Aceptaba. Hondamente emocionado, era incapaz por lo demás de no dejarse llevar por el mismo entusiasmo que sus compañeros. ¡Miette le había parecido tan hermosa, tan grande, tan santa! Durante toda la subida de la cuesta volvió a verla ante sí, radiante, con una aureola de púrpura. Ahora, la confundía con su otra amante adorada, la República. Le habría gustado haber llegado ya, tener su fusil al hombro. Pero los insurgentes subían con lentitud. Se había dado la orden de hacer el menor ruido posible. La columna avanzaba entre las dos hileras de olmos, semejante a una gigantesca serpiente en la cual cada anillo tuviera extraños estremecimientos. La noche helada de diciembre había recobrado su silencio, y sólo el Viorne parecía retumbar con voz más fuerte.
Desde las primeras casas del arrabal, Silvère se adelantó corriendo para ir a buscar su fusil al ejido de San Mittre, que encontró dormido bajo la luna. Cuando dio alcance a los insurgentes, éstos habían llegado a la puerta de Roma. Miette se inclinó, y le dijo con su sonrisa de niña:
—Me parece estar en la procesión del Corpus, y llevar el estandarte de la Virgen.
Plassans es una subprefectura de unas diez mil almas. Edificada sobre la meseta que domina el Viorne, adosada al norte a las colinas de Les Garrigues, una de las últimas ramificaciones de los Alpes, la ciudad está como situada al fondo de un callejón sin salida. En 1851 sólo se comunicaba con las regiones vecinas por dos carreteras, la carretera de Niza, que desciende al este, y la carretera de Lyon, que sube al oeste, la una continuación de la otra, con dos líneas casi paralelas. Desde esa época, se ha construido un ferrocarril cuya vía pasa al sur de la ciudad, debajo de la ladera que va en empinada pendiente desde las antiguas murallas hasta el río. Hoy en día, cuando se sale de la estación, situada en la orilla derecha del pequeño torrente, se ven, al alzar la cabeza, las primeras casas de Plassans, cuyos jardines forman terrazas. Hay que subir un cuarto de hora largo antes de llegar a esas casas.
Hace unos veinte años, y gracias sin duda a la falta de comunicaciones, ninguna ciudad había conservado mejor el carácter devoto y aristocrático de las antiguas villas provenzales. Tenía, y tiene todavía hoy, todo un barrio de grandes mansiones edificadas bajo Luis XIV y Luis XV una docena de iglesias, casas de jesuitas y de capuchinos, y un número considerable de conventos. La distinción entre las clases ha quedado mucho tiempo resuelta por la división de los barrios. Plassans cuenta con tres, que forman cada cual como un burgo particular y completo, con sus iglesias, sus paseos, sus costumbres, sus horizontes.