El barrio de los nobles, que se llama barrio de San Marcos, por el nombre de una de las parroquias que lo atienden, un pequeño Versalles de calles rectas, roídas por las hierbas, y cuyas anchas casas cuadradas esconden vastos jardines, se extiende al sur, al borde de la meseta; ciertas mansiones, construidas a ras de la pendiente, tienen una doble hilera de terrazas, desde donde se descubre todo el valle del Viorne, admirable vista muy alabada en la región. El barrio viejo, la ciudad antigua, despliega al noroeste sus callejas estrechas y tortuosas, bordeadas de casuchas oscilantes; allí se encuentran el ayuntamiento, el tribunal civil, el mercado, la gendarmería; esta parte de Plassans, la más populosa, está ocupada por los obreros, los comerciantes, toda la clase modesta activa y miserable. La ciudad nueva, por último, forma una especie de cuadrilátero, al nordeste; la burguesía, quienes han amasado céntimo a céntimo una fortuna, y quienes ejercen una profesión liberal, habitan allí en casas bien alineadas, enlucidas con un revoque amarillo claro. Este barrio, embellecido por la subprefectura, un feo edificio de yeso adornado con rosetones, apenas contaba con cinco o seis calles en 1851; es de creación reciente y, sobre todo después de la construcción del ferrocarril, el único que tiende a crecer.
Lo que, en nuestros días, divide aún Plassans en tres partes independientes y distintas, es que los barrios están netamente limitados por grandes vías. El paseo Sauvaire y la calle de Roma, que es como su prolongación estrangulada, van de oeste a este, de la puerta Grande a la puerta de Roma, cortando así la ciudad en dos pedazos, separando el barrio de los nobles de los otros dos barrios. Estos están a su vez delimitados por la calle de la Banne; esta calle, la más bonita de la comarca, nace en un extremo del paseo Sauvaire y sube hacia el norte, dejando a la izquierda las masas negras del barrio viejo, a la derecha las casas amarillo claro de la ciudad nueva. Allí, hacia la mitad de la calle, al fondo de una plazuela plantada con entecos árboles, se alza la subprefectura, monumento del cual los burgueses de Plassans están muy orgullosos.
Como para aislarse más y encerrarse mejor en sí, la ciudad está rodeada por un cinturón de viejas murallas que hoy sólo sirven para hacerla más negra y estrecha Habría que demoler a tiros de fusil esas fortificaciones ridículas, comidas por la yedra y coronadas por alhelíes silvestres, a lo sumo iguales en altura y espesor a los muros de un convento. Están horadadas por varias aberturas, de las cuales las dos principales, la puerta de Roma y la puerta Grande, se abren la primera sobre la carretera de Niza, la segunda sobre la carretera de Lyon, en la otra punta de la ciudad. Hasta 1853 esas aberturas estuvieron guarnecidas por enormes puertas de madera de dos hojas, cimbradas en lo alto, y reforzadas por planchas de hierro. A las once en verano, a las diez en invierno, se cerraban esas puertas con doble llave. La ciudad, tras haber echado así los cerrojos como una muchacha miedosa, dormía tranquila. Un guardián, que habitaba en una caseta situada en uno de los ángulos interiores de cada portalón, tenía a su cargo abrir a las personas retrasadas. Pero había que parlamentar un buen rato. El guardián sólo introducía a la gente tras haber iluminado con su farol y examinado atentamente las caras a través de una mirilla; a poco que le desagradaran, dormían fuera. Todo el espíritu de la ciudad, hecho de cobardía, de egoísmo, de rutina, de odio a lo de afuera y del deseo religioso de una vida enclaustrada, se encontraba en esas vueltas de llave dadas cada noche a las puertas. Plassans, cuando estaba bien candada, se decía: «Estoy en mi casa», con la satisfacción de un burgués devoto que, sin temores por su caja, seguro de no verse despertado por ningún alboroto, va a rezar sus oraciones y a meterse voluptuosamente en cama. No hay ciudad, creo, que se haya empeñado tan tarde en encerrarse como una monja.
La población de Plassans se divide en tres grupos: tantos barrios, tantos pequeños mundos aparte. Hay que dejar al margen a los funcionarios, el subprefecto, el recaudador particular
[1]
, el registrador de la propiedad, el jefe de correos, todos personas ajenas a la comarca, poco amados y muy envidiados, que viven a su antojo. Los verdaderos habitantes, los que han crecido allí y están firmemente decididos a morir allí, respetan demasiado las costumbres heredadas y las demarcaciones establecidas para no encerrarse por sí solos en una de las sociedades de la ciudad.
Los nobles se enclaustran herméticamente. Desde la caída de Carlos X, apenas salen, apresurándose a regresar a sus grandes mansiones silenciosas, caminando furtivamente, como en tierra enemiga. No van a casa de nadie, y ni siquiera se visitan entre sí. Sus salones tienen por únicos asiduos a unos cuantos sacerdotes. En verano, viven en los castillos que poseen en las cercanías; en invierno, se quedan al amor de la lumbre. Son muertos que se aburren en vida. Por eso su barrio tiene la pesada calma de un cementerio. Las puertas y las ventanas están cuidadosamente atrancadas; diríase una sucesión de conventos cerrados a todos los ruidos del exterior. De vez en cuando se ve pasar a un cura cuyos andares discretos ponen un silencio más a lo largo de las casas cerradas, y que desaparece como una sombra por el resquicio de una puerta.
La burguesía, los comerciantes retirados, los abogados, los notarios, todo el mundillo acomodado y ambicioso que puebla la ciudad nueva, trata de dar cierta vida á Plassans. Van a las veladas del señor subprefecto y sueñan con corresponder con fiestas parecidas. Buscan de buen grado la popularidad, llaman «buen hombre» a un obrero, hablan de cosechas con los campesinos, leen los periódicos, se pasean los domingos con sus esposas. Son los espíritus avanzados del lugar, los únicos que se permiten reír al hablar de las murallas; incluso varios de ellos han reclamado de «los ediles» la demolición de esas viejas fortificaciones, «vestigio de otra época». Por lo demás, los más escépticos de ellos sienten una violenta conmoción de gozo cada vez que un marqués o un conde acceden a honrarlos con un leve saludo. El sueño de todo burgués de la ciudad nueva es ser admitido en un salón del barrio de San Marcos. Saben perfectamente que ese sueño es irrealizable, y eso es lo que les hace gritar muy alto que son librepensadores, librepensadores sólo de palabra, muy amigos de la autoridad, que se arrojan en brazos del primer salvador al menor rugido del pueblo. El grupo que trabaja y vegeta en el barrio viejo no está tan netamente determinado. El pueblo, los obreros, están en mayoría; pero también se encuentran pequeños detallistas e incluso algunos grandes negociantes. A decir verdad, Plassans está lejos de ser un centro comercial; se trafica lo justo para desembarazarse de las producciones de la región, aceites, vinos, almendras. En cuanto a la industria, está apenas representada por tres o cuatro curtidurías que apestan una de las calles del barrio viejo, manufacturas de sombreros de fieltro y una fábrica de jabón relegada a un rincón del arrabal. Este mundillo comercial e industrial, aunque frecuenta, en días señalados, a los burgueses de la ciudad nueva, vive sobre todo en medio de los trabajadores de la ciudad vieja. Comerciantes, detallistas, obreros, tienen intereses comunes que los unen en una sola familia. Sólo el domingo los patronos se lavan las manos y hacen rancho aparte. Por lo demás, la población obrera, que apenas llega a un quinto, se pierde en medio de los ociosos de la comarca.
Una sola vez a la semana, durante el buen tiempo, los tres barrios de Plassans se encuentran cara a cara. Toda la ciudad se encamina al paseo Sauvaire, el domingo, después de las vísperas; hasta los mismos nobles se aventuran. Pero, en esa especie de bulevar plantado con dos hileras de plátanos, se establecen tres corrientes muy distintas. Los burgueses de la ciudad nueva se limitan a pasar; salen por la puerta Grande y cogen, a la derecha, la avenida de la Explanada, a lo largo de la cual van y vienen hasta la caída de la noche. Durante ese tiempo, la nobleza y el pueblo se reparten el paseo Sauvaire. Desde hace más de un siglo, la nobleza ha elegido la acera situada al sur, bordeada por una fila de grandes mansiones y que es la primera en ser abandonada por el sol; el pueblo ha tenido que contentarse con la otra acera, la del norte, donde se encuentran los cafés, los hoteles, los estancos. Y toda la tarde el pueblo y la nobleza pasean, subiendo y bajando por la avenida, sin que jamás un obrero o un noble haya pensado en cambiar de acera. Los separan siete u ocho metros, pero permanecen a mil leguas unos de otros, siguiendo con escrúpulo dos líneas paralelas, como si no tuvieran que encontrarse en este bajo mundo. Incluso en épocas revolucionarias cada cual ha conservado su acera. Este paseo reglamentario del domingo y las vueltas de llave dadas por la noche a las puertas son hechos del mismo orden, que bastan para juzgar a las diez mil almas de la ciudad.
Fue en este medio ambiente particular donde vegetó hasta 1848 una familia oscura y poco estimada, cuyo jefe, Pierre Rougon, desempeñó más adelante un importante papel, gracias a ciertas circunstancias.
Pierre Rougon era hijo de un campesino. La familia de su madre, los Fouque, como se les denominaba, poseía, a finales del pasado siglo, un vasto terreno situado en el arrabal, detrás del antiguo cementerio de San Mittre; ese terreno se agregó más adelante al Jas-Meiffren. Los Fouque eran los hortelanos más ricos de la región; abastecían de verduras a todo un barrio de Plassans. El apellido de esta familia se extinguió unos años antes de la Revolución. Sólo quedó una hija, Adélaïde, nacida en 1768, y que se encontró huérfana a la edad de dieciocho años. Esta niña, cuyo padre murió loco, era una criatura alta, flaca, pálida, de mirada pasmada, de modales singulares que pudieron tomarse por salvajismo mientras fue pequeña. Pero, al crecer, se volvió aún más extravagante; cometió ciertas acciones que las mejores cabezas del arrabal no pudieron explicar razonablemente, y a partir de entonces corrió el rumor de que le faltaba un tornillo, como a su padre. Se encontraba sola en la vida, hacía apenas seis meses, dueña de una hacienda que la convertía en una heredera muy solicitada, cuando se supo su casamiento con un muchacho quintero, un tal Rougon, campesino mal desbastado, llegado de los Bajos Alpes. Este Rougon, tras la muerte del último de los Fouque, que lo había contratado para una temporada, se había quedado al servicio de la hija del difunto. De servidor a sueldo pasaba bruscamente al envidiado título de marido. Esa boda constituyó una primera sorpresa para la opinión; nadie pudo entender por qué Adélaïde prefería a aquel pobre diablo, basto, torpe, ordinario, que apenas sabía hablar francés, a tales o cuales jóvenes, hijos de labradores acomodados, que rondaban a su alrededor hacía tiempo. Y como en provincias nada debe quedar inexplicado, quisieron ver un misterio cualquiera en el fondo del asunto, pretendieron incluso que la boda entre los dos jóvenes había resultado de absoluta necesidad. Pero los hechos desmintieron esas maledicencias. Adélaïde tuvo un hijo al cabo de doce meses largos. El arrabal se enojó; no podía admitir que se hubiera equivocado, pretendía penetrar en el supuesto secreto; por ello todas las comadres se pusieron a espiar a los Rougon. No tardaron en tener amplia materia para chismorreos. Rougon murió casi de repente, quince meses después de la boda, de una insolación que cogió, un mediodía, sachando un plantel de zanahorias. Apenas había transcurrido un año cuando la viuda provocó un escándalo inaudito: se supo a ciencia cierta que tenía un amante; no parecía ocultarse; varias personas afirmaban haberla oído tutear en público al sucesor del pobre Rougon. ¡Un año de viudez, a lo sumo, y un amante! Semejante olvido de las conveniencias pareció monstruoso, al margen de la sana razón. Lo que volvió el escándalo más resonante fue la extraña elección de Adélaïde. Vivía entonces al fondo del callejón de San Mittre, en una casucha cuya trasera daba al terreno de los Fouque, un hombre de mala fama a quien se designaba de ordinario con esta locución: «El pillo de Macquart». Ese hombre desaparecía semanas enteras; después se le veía reaparecer, un buen día, con los brazos vacíos, las manos en los bolsillos, ganduleando; silbaba, parecía volver de un paseíto. Y las mujeres, sentadas en el umbral de sus puertas, decían al verlo pasar: «¡Mira! ¡El pillo de Macquart! Habrá escondido sus fardos y su fusil en algún agujero del Viorne». La verdad era que Macquart no tenía rentas, y comía y bebía como feliz haragán en sus cortas estancias en la ciudad. Bebía sobre todo con feroz empecinamiento; solo en una mesa, al fondo de la taberna, se ensimismaba cada tarde, con los ojos estúpidamente clavados en su vaso, sin escuchar nunca ni mirar a su alrededor. Y cuando el vinatero cerraba su puerta, se retiraba con paso firme, la cabeza más alta, como enderezado por la borrachera. «Macquart camina muy derecho, está borracho perdido», decían al verlo regresar a casa. De ordinario, cuando no había bebido, andaba ligeramente encorvado, evitando las miradas de los curiosos, con una especie de timidez salvaje. Desde la muerte de su padre, un obrero curtidor, que le había dejado por toda herencia la casucha del callejón de San Mittre, no se le conocían parientes ni amigos. La proximidad de las fronteras y la vecindad de los bosques de la Seille habían hecho de este perezoso y singular mozo un contrabandista a la par que cazador furtivo, uno de esos seres de semblante equívoco de quienes dicen los transeúntes: «No quisiera encontrarme con esa cara a medianoche, en un rincón del bosque». Alto, terriblemente barbudo, de cara flaca, Macquart era el terror de las buenas mujeres del arrabal; lo acusaban de comerse a los niños crudos. Contando apenas treinta años, aparentaba cincuenta. Bajo la maraña de su barba y las mechas de pelo, que le cubrían el rostro, como los mechones de un perro de lanas, sólo se distinguía el brillo de sus ojos pardos, la mirada furtiva y triste de un hombre de instintos vagabundos, a quien el vino y una vida de paria han vuelto malo. Aun cuando no se pudiera precisar ninguno de sus crímenes, no se cometía un robo ni un asesinato en la región sin que la primera sospecha recayese sobre él. ¡Y era a ese ogro, ese bandido, ese pillo de Macquart a quien Adélaïde había escogido! En veinte meses, tuvo dos hijos, un niño, y después una niña. Ni por un instante se habló de matrimonio entre ellos. Nunca el arrabal había visto semejante audacia en la mala conducta. La estupefacción fue tan grande, la idea de que Macquart hubiera podido encontrar una amante joven y rica trastocó hasta tal punto las creencias de las comadres, que casi se mostraron suaves con Adélaïde.