La fortuna de los Rougon (13 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¿Me ha entendido bien, padre? Ahí está nuestra fortuna. Hay que trabajar con todas nuestras fuerzas, en ese sentido. Tenga fe en mí.

—Seguiré fielmente tus instrucciones —respondió Rougon—. Sólo que no olvides lo que te he pedido en premio a mis esfuerzos.

—Si tenemos éxito, sus deseos serán satisfechos, se lo juro. Además, le escribiré, le guiaré, según el sesgo que tomen los acontecimientos. Nada de pánicos ni de entusiasmos. Obedézcame ciegamente.

—¿Qué habéis estado conspirando? —preguntó curiosamente Felicité.

—Querida madre —respondió Eugène con una sonrisa—, ha desconfiado demasiado de mí para que le confíe ahora mis esperanzas, que sólo descansan aún en cálculos de probabilidades. Necesitará fe para entenderme. Por otra parte, mi padre la informará, cuando llegue la hora. —Y como Félicité adoptaba la actitud de una mujer picada, le añadió al oído, besándola de nuevo—. Tengo mucho de ti, aunque hayas renegado de mí. Demasiada inteligencia sería perjudicial en este momento. Cuando la crisis llegue, tú deberás dirigir el asunto. —Se marchó; luego volvió a abrir la puerta, y dijo aún con voz imperiosa—: Y, sobre todo, desconfíen de Aristide, es un liante que lo estropearía todo. Lo he estudiado lo bastante para estar seguro de que siempre se saldrá con la suya. No se compadezcan de él, porque, si hacemos fortuna, sabrá robarnos su parte.

Cuando Eugène se hubo marchado, Felicité intentó calar en el secreto que le ocultaban. Conocía demasiado a su marido para interrogado abiertamente; le habría respondido con cólera que el asunto no iba con ella. Pero, a pesar de la sabia táctica que desplegó, no se enteró absolutamente de nada. Eugène, en aquellas horas confusas en las que era necesaria la mayor discreción, había elegido bien a su confidente. Pierre, halagado por la confianza de su hijo, exageró aún más la pasiva pesadez que hacía de él una mole seria e impenetrable. Cuando Félicité hubo comprendido que no sabría nada, dejó de dar vueltas a su alrededor. Sólo le quedó una curiosidad, la más aguda: los dos hombres habían hablado de un premio estipulado por el propio Pierre. ¿Cuál podría ser ese premio? Eso era lo que más interesaba a Félicité, que se reía por completo de las cuestiones políticas. Sabía que su marido había debido de venderse caro, pero se consumía por conocer la naturaleza del trato. Una noche, viendo a Pierre de buen humor, cuando acababan de meterse en la cama, llevó la conversación a las molestias de su pobreza.

—Ya es hora de que esto acabe —dijo— nos estamos arruinando en leña y en aceite, desde que esos señores vienen aquí. ¿Quién pagará la cuenta? A lo mejor nadie.

Su marido cayó en la trampa. Esbozó una sonrisa de complaciente superioridad.

—Paciencia —dijo. Después añadió con aire astuto, mirando a su mujer a los ojos—: ¿Estarías contenta de ser la mujer de un recaudador particular?

El rostro de Felicité enrojeció de cálido gozo. Se sentó, aplaudiendo como una niña con sus manos secas de ancianita.

—¿De verdad?… —balbuce—. ¿En Plassans?… —Pierre, sin contestar, hizo un prolongado signo afirmativo. Disfrutaba con el asombro de su compañera: ella se atragantaba de emoción—. Pero —prosiguió por fin—, hace falta una fianza enorme. Me dijeron que nuestro vecino, el señor Peirotte, tuvo que depositar ochenta mil francos en el Tesoro.

—¡Bah! —dijo el ex comerciante de aceite—, eso no es asunto mío. Eugène se encarga de todo. Hará que un banquero de París me adelante la fianza… Ya comprendes, he escogido un puesto que produce mucho. Eugène empezó por hacer muecas. Me decía que había que ser rico para ocupar posiciones así, que se elegía de ordinario a gente influyente. Pero yo aguanté, y él cedió. Para ser recaudador no hay necesidad de saber latín ni griego; tendré, como el señor Peirotte, un apoderado que hará toda la tarea. —Felicité lo escuchaba arrobada—. He adivinado —continuó él—, lo que preocupaba a nuestro querido hijo. No nos quieren mucho aquí. Saben que no tenemos fortuna, chismorrearán. Pero ¡bah!, en los momentos de crisis, sucede de todo. Eugène quería hacer que me nombraran en otra ciudad. Me he negado, quiero quedarme en Plassans.

—Sí, sí, hay que quedarse —dijo con vehemencia la anciana—. Es aquí donde hemos sufrido, y aquí es donde debemos triunfar. ¡Ah!, aplastaré a todas esas paseantes de la Explanada que miran desdeñosamente mis trajes de lana… No había pensado en el puesto de recaudador; creía que querías ser alcalde.

—¡Alcalde, pues vamos!… ¡El cargo es gratuito!… También Eugène me habló de la alcaldía. Le respondí: «Acepto, si me asignas una renta de quince mil francos».

Esta conversación, en la que elevadas cifras salían como cohetes, entusiasmó a Félicité. Se agitaba, experimentaba una especie de comezón interna. Por fin adoptó una actitud devota y, concentrándose:

—Veamos, calculemos —dijo—: ¿Cuánto ganarás?

—Pues —dijo Pierre— el sueldo fijo es, creo, tres mil francos.

—Tres mil —contó Felicité.

—Después, está el tanto por ciento de las entradas, que, en Plassans, puede producir una suma de doce mil francos.

—Eso da quince mil.

—Sí, alrededor de quince mil francos. Es lo que gana Peirotte. Y eso no es todo. Peirotte hace de banquero por cuenta propia. Está permitido. Quizá me arriesgue, cuando llegue la oportunidad.

—Entonces pongamos veinte mil… ¡Veinte mil francos de renta! —repitió Felicité atontada por esa cifra.

—Habrá que devolver los anticipos —observó Pierre.

—Da igual —prosiguió Felicité—, seremos más ricos que muchos de estos señores… ¿Es que tienes que repartir el pastel con el marqués y los otros?

—No, no, será todo para nosotros. —Y como ella insistía, Pierre creyó que quería arrancarle su secreto. Frunció el ceño—. Ya hemos charlado bastante —dijo bruscamente—. Es tarde, durmamos. Nos traerá desgracia hacer cálculos por adelantado. No tengo aún el puesto. Y sobre todo, sé discreta.

Una vez apagada la lámpara, Felicité no pudo dormir. Con los ojos cerrados, hacía maravillosos castillos en el aire. Los veinte mil francos de renta danzaban ante ella, en la sombra, una danza diabólica. Vivía en un hermoso piso de la ciudad nueva, tenía el lujo del señor Peirotte, daba fiestas, deslumbraba con su fortuna a la ciudad entera. Lo que cosquilleaba más su vanidad era la buena posición que su marido ocuparía entonces. Sería él quien pagaría sus rentas a Granoux, a Roudier, a todos aquellos burgueses que venían hoy a su casa como quien va al café, para hablar en voz alta y saber las noticias del día. Ella se había dado perfecta cuenta de la forma insolente en que aquella gente entraba en su salón, lo que había hecho que les tomara tirria. El propio marqués, con su irónica cortesía, empezaba a desagradarle. Así, triunfar solos, quedarse con todo el pastel, según su expresión, era una venganza que acariciaba amorosamente. Más adelante, cuando esos groseros personajes se presentaran con el sombrero en la mano en casa del señor recaudador Rougon, los aplastaría a su vez. Durante toda la noche rumió esas ideas. Al día siguiente, al abrir las persianas, su primera mirada se dirigió instintivamente al otro lado de la calle, a las ventanas del señor Peirotte; sonrió al contemplar las anchas cortinas de damasco que colgaban tras los cristales.

Las esperanzas de Felicité, al desplazarse, fueron más agudas. Como a todas las mujeres, no le disgustaba una pizca de misterio. La oculta meta que perseguía su marido la apasionó más de lo que habían conseguido nunca los manejos legitimistas del señor de Carnavant. Abandonó sin demasiada nostalgia los cálculos basados en el éxito del marqués, desde el momento en que, por otros medios, su marido pretendía poder obtener mayores beneficios. Se mostró, por lo demás, admirable de discreción y prudencia.

En el fondo una ansiosa curiosidad seguía torturándola; estudiaba los menores gestos de Pierre, trataba de comprender. ¿Y si se metía por mal camino? ¿Si Eugène lo arrastraba en pos de él a algún resbaladero de donde saldrían más hambrientos y más pobres? Sin embargo, le venía la fe. Eugène había mandado con tal autoridad que acababa por creer en él. También en eso actuaba el poder de lo desconocido. Pierre le hablaba misteriosamente de los altos personajes a quienes su hijo trataba en París; ella misma ignoraba lo que podía hacer allí, mientras que le resultaba imposible cerrar los ojos sobre las cabezonadas de Aristide en Plassans. En su propio salón, no se recataban de tratar al periodista demócrata con suma severidad. Granoux lo llamaba bandido entre dientes, y Roudier, dos o tres veces por semana, le repetía a Félicité:

—Buenas ha escrito su hijo. Ayer sin ir más lejos atacaba a nuestro amigo Vuillet con un cinismo repugnante.

Todo el salón hacía coro. El comandante Sicardot hablaba de pegarle un tortazo a su yerno. Pierre renegaba claramente de su hijo. La pobre madre bajaba la cabeza, tragándose sus lágrimas. A veces, tenía ganas de estallar, de gritarle a Roudier que su querido hijo, a pesar de sus faltas, valía mucho más que él y los otros juntos. Pero estaba atada, no quería comprometer la posición tan laboriosamente adquirida. Al ver a toda la ciudad abrumar a Aristide, pensaba con desesperación que el infeliz se perdía. En dos ocasiones charló en secreto con él, instándole a volver con ellos, a no irritar más al salón amarillo. Aristide le respondió que ella no entendía nada de esas cosas, y que era ella la que había cometido una gran falta, al poner a su marido al servicio del marqués. Tuvo que abandonarle, aunque prometiéndose, si Eugène tenía éxito, obligarlo a compartir la presa con el pobre chico, que seguía siendo su preferido.

Tras la partida de su hijo mayor, Pierre Rougon siguió viviendo en plena reacción. Nada pareció cambiar en las opiniones del famoso salón amarillo. Cada tarde, los mismos hombres vinieron a hacer la misma propaganda en favor de una monarquía, y el dueño de la casa los aprobó y les ayudó con tanto celo como en el pasado. Eugène había dejado Plassans el 1 de mayo. Unos días después, el salón amarillo estaba entusiasmado. Se comentaba la carta del presidente de la República al general Oudinot, en la cual se decidía el sitio de Roma. Esa carta fue considerada como una victoria resonante, debida a la firme actitud del partido reaccionario. Desde 1845, las Cámaras discutían la cuestión romana; le estaba reservado a un Bonaparte acudir a ahogar una República naciente con una intervención de la cual la Francia libre jamás se hubiera hecho culpable. El marqués declaró que no se podía trabajar mejor por la causa de la legitimidad. Vuillet escribió un artículo soberbio. El entusiasmo ya no conoció límites cuando, un mes después, el comandante Sicardot entró una tarde en casa de los Rougon, anunciando a la compañía que el ejército francés luchaba bajo las murallas de Roma. Mientras todos prorrumpían en exclamaciones, él fue a estrechar la mano de Pierre de forma significativa. Luego, en cuanto se hubo sentado, inició un elogio del presidente de la República, el único, según él, que podía salvar a Francia de la anarquía.

—¡Pues que la salve lo antes posible —interrumpió el marqués—, y que comprenda a continuación su deber de entregarla en manos de sus dueños legítimos!

Pierre pareció aprobar con entusiasmo esta hermosa respuesta. Cuando hubo dado así pruebas de ardiente monarquismo, se atrevió a decir que el príncipe Luis Bonaparte contaba con sus simpatías, en este asunto. Hubo entonces, entre él y el comandante, un intercambio de cortas frases que ensalzaban las excelentes intenciones del presidente y que se hubiera dicho preparadas y aprendidas de antemano. Por primera vez, el bonapartismo entraba abiertamente en el salón amarillo. Por lo demás, tras la elección del 10 de diciembre, el príncipe era tratado allí con cierta suavidad. Se le prefería mil veces a Cavaignac, y toda la banda reaccionaria había votado por él. Pero lo miraban más como a un cómplice que como a un amigo; todavía desconfiaban de aquel cómplice, a quien empezaban a acusar de quererse guardar para sí las castañas tras haberlas sacado del fuego. Esa tarde, sin embargo, gracias a la campaña de Roma, escucharon favorablemente los elogios de Pierre y del comandante.

El grupo de Granoux y de Roudier pedía ya que el presidente mandase fusilar a todos esos criminales republicanos. El marqués, apoyado en la chimenea, miraba con aire meditabundo un rosetón desteñido de la alfombra. Cuando por fin alzó la cabeza, Pierre, que parecía seguir a hurtadillas en su rostro el efecto de sus palabras, enmudeció súbitamente. El señor de Carnavant se contentó con sonreír mirando a Félicité con aire astuto. Este rápido juego se les escapó a los burgueses que se encontraban allí. Sólo Vuillet dijo con voz agria:

—Me gustaría más ver a su Bonaparte en Londres que en París. Nuestros asuntos marcharían más rápidos.

El ex comerciante de aceite palideció ligeramente, temeroso de haberse descubierto en demasía:

—No quiero a «mi» Bonaparte —dijo con bastante firmeza— ya sabe usted adónde lo mandaría, si en mi mano estuviera; digo simplemente que la expedición de Roma es una buena cosa.

Felicité había seguido esta escena con un curioso asombro. No habló de ella con su marido, lo cual probaba que la tomó como base de un secreto trabajo de intuición. La sonrisa del marqués, cuyo sentido exacto se le escapaba, le daba mucho que pensar.

A partir de ese día, Rougon, de cuando en cuando, si se presentaba la ocasión, deslizaba una frase en favor del presidente de la República. Esas tardes, el comandante Sicardot desempeñaba el papel de un compadre complaciente. Por lo demás, la opinión clerical seguía dominando soberanamente en el salón amarillo. Fue sobre todo al año siguiente cuando ese grupo de reaccionarios adquirió en la ciudad una influencia decisiva, gracias al movimiento retrógrado que se desarrollaba en Paris. El conjunto de medidas antiliberales que se derivaron de la expedición a Roma, en el interior, aseguró definitivamente en Plassans el triunfo del partido de Rougon. Los últimos burgueses entusiastas vieron a la República agonizante y se apresuraron a unirse a los conservadores. La hora de los Rougon había llegado. La ciudad nueva les dedicó casi una ovación el día en que se aserró el árbol de la libertad plantado en la plaza de la Subprefectura. Este árbol, un joven álamo traído de orillas del Viorne, se había ido secando poco a poco, con gran desesperación de los obreros republicanos, que iban todos los domingos a comprobar los avances del mal, sin poder comprender las causas de aquella muerte lenta. Un aprendiz de sombrerero pretendió por fin haber visto a una mujer que salía de casa de los Rougon e iba a verter un cubo de agua envenenada al pie del árbol. A partir de entonces fue historia sabida que Felicité en persona se levantaba cada noche para regar el álamo con vitriolo. Muerto el árbol, la municipalidad declaró que la dignidad de la República exigía retirarlo. Como se temía el descontento de la población obrera, se eligió una hora avanzada de la tarde. Los rentistas conservadores de la ciudad nueva se olieron la fiestecita; bajaron todos a la plaza de la Subprefectura, para ver cómo caía un árbol de la libertad. Los contertulios del salón amarillo se asomaron a las ventanas. Cuando el álamo crujió sordamente y se derrumbó en la sombra con la trágica tiesura de un héroe herido de muerte, Félicité se creyó en el deber de agitar un pañuelo blanco. Entonces hubo aplausos entre la multitud, y los espectadores respondieron al saludo agitando igualmente sus pañuelos. Un grupo llegó incluso bajo la ventana, gritando:

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