La cabaña de troncos fue gradualmente adoptada a lo largo de toda la frontera norteamericana.
Nueva Francia
Tampoco Francia quedó atrás en la carrera por la colonización de América. Una vez que Enrique IV se convirtió en rey y las guerras civiles religiosas terminaron, Francia reanudó la exploración de América allí donde Cartier la había dejado, en sus viajes por el río San Lorenzo.
Los franceses habían mantenido contactos con la región en relación con el comercio de pieles. Las pieles de castor, de las que Canadá era rico, adquirieron gran popularidad en la manufactura de sombreros; y el comercio de pieles, que necesitaba una base terrestre, se había vuelto más provechoso que la pesca frente a la costa. Por ello, Enrique IV fue persuadido a que tratase de afirmar allí la presencia francesa. Para tal fin nombró a Samuel de Champlain geógrafo real, con instrucciones de explorar la región.
Champlain no era ningún principiante. Había combatido bajo Enrique IV cuando éste trataba de ser elegido rey y, más tarde, al servicio de España, había tenido muchas y variadas experiencias en el mar y en Nueva España.
Ya había hecho dos viajes a América. En 1603 había entrado en el río San Lorenzo. Luego en 1604 exploró las costas de Nueva Inglaterra antes de que se bautizase con este nombre a la región. En una península situada más al Norte y que los franceses llamaron Acadie (Acadia, en inglés), de una palabra india que significa «rico», ayudó a fundar una colonia llamada Port Royal.
En 1608, bajo patrocinio real, zarpó de Francia para efectuar su tercer viaje a Canadá. Nuevamente remontó el río San Lorenzo y el 3 de julio de 1608 fundó una colonia a 650 kilómetros aguas arriba, en un punto donde el río se estrecha y donde las empinadas márgenes facilitaban la defensa de la colonia. Fue la ciudad de Québec, fundada un año después que Jamestown.
Québec pasó por tiempos difíciles al principio. El duro invierno septentrional cayó sobre la colonia y de los veintiocho colonos originales sólo ocho seguían vivos cuando llegó la primavera. Sin embargo, Québec se mantuvo en existencia y fue el núcleo de lo que se llamaría Nueva Francia.
Para su comercio de pieles los franceses dependían de los indios locales, que pertenecían a tribus llamadas huronas y algonquinas. Estos se hallaban en guerra con los iroqueses, una confederación de tribus indias cuyas tierras estaban en lo que es hoy el Estado de Nueva York. Los iroqueses habían formado su confederación en 1570, bajo el liderazgo (entre otros) del semilegendario Mohawk Hiawatha. Esto dio cierta paz y unidad a cinco tribus hasta entonces en guerra. Como resultado de ello se convirtieron en el más fuerte grupo de indios de todo el territorio costero colonizado por las naciones europeas.
En verdad, los iroqueses fueron quizá los más notables guerreros indios de las Américas. La tribu nunca se jactó de tener más de 2.300 combatientes, pero éstos, indefectiblemente bravos e increíblemente sadomasoquistas en su capacidad para torturar y para sufrir tortura, habían convertido en un arte refinado la técnica de las incursiones de tipo comando. Conquistaron a las tribus indias vecinas y dominaron gran parte de lo que es hoy el nordeste de los Estados Unidos.
Champlain no sabía nada de esto. Solamente estaba ansioso de explorar el Sur y deseaba ayudar a los indios de quienes dependía para obtener pieles. Cuando se desplazaba hacia el Sur, desde el San Lorenzo, en julio de 1609 descubrió un extenso lago que todavía hoy es llamado Lago Champlain en su honor. En el extremo meridional de ese lago, el 30 de Julio, los indios algonquinos a los que Champlain acompañaba se encontraron con un grupo de iroqueses.
Inmediatamente entraron en combate con tomahawks y flechas. Los iroqueses estaban venciendo, de modo que Champlain y sus hombres intervinieron. Con sus mosquetes descargaron una andanada contra los iroqueses. Desconcertados por la nueva arma que tronaba y mataba misteriosamente los iroqueses se volvieron y huyeron.
La intervención de Champlain fue probablemente el acto más importante de su vida. Los iroqueses, humillados por haber tenido que retirarse con pánico, nunca olvidaron ni perdonaron. Desde ese momento las tribus fueron consecuentemente hostiles hacia los franceses y fueron aliados, primero, de los neerlandeses y, luego, de los ingleses.
De los neerlandeses obtuvieron armas de fuego, y en 1640 fueron los primeros indios que usaron armas de fuego en sus guerras. Más de una vez los vengativos iroqueses llevaron a la Nueva Francia al borde de la extinción. Sin la ayuda de los iroqueses, a la larga tal vez ni los neerlandeses ni los ingleses hubiesen podido resistir contra los franceses en esa región decisiva. Si los franceses hubiesen logrado introducir una cuña entre Nueva Inglaterra y Virginia, las dos zonas de colonización inglesa, la historia futura del continente norteamericano podía haber sido enormemente diferente.
Después de retornar a Francia en busca de más colonos, Champlain volvió a América por cuarta vez en 1610, y en 1611 fundó una colonia a 240 kilómetros aguas arriba de Québec. La llamó Place Royale y fue el núcleo de la posterior Montreal. En 1613 hizo una expedición hacia el Oeste y en 1615 llegó a la bahía Georgiana, la extensión septentrional del Lago Hurón. Fue el primer europeo que llegó a los Grandes Lagos.
Cuando volvió a Francia, Enrique IV había sido asesinado en 1610, y siguieron catorce años de relativa debilidad bajo su hijo menor de edad Luis XIII. Aunque Champlain fortificó Québec en 1620, no era más que una pequeña colonia y no pudo resistir un ataque naval de los ingleses en 1629. Champlain, que era ahora gobernador de Nueva Francia, se vio obligado a rendirse y estuvo prisionero tres años. Los ingleses también tomaron las colonias francesas de Acadia. Pero tanto Québec como Acadia fueron devueltos en 1632.
En el ínterin, en 1624, el capaz cardenal Richelieu había asumido el gobierno como primer ministro de Luis XIII. Bajo su mano firme Francia revivió rápidamente. En 1627 organizó una compañía destinada a estimular la colonización de Canadá. Obtuvo de Inglaterra la devolución de las posesiones francesas y, año tras año, Nueva Francia se hizo cada vez más fuerte. El río que lleva las aguas del Lago Champlain al Norte, al río San Lorenzo, es llamado río Richelieu en su honor.
Pero el número de colonos franceses siguió siendo pequeño, considerando el tamaño del territorio que Francia dominaba. Había muchas razones de ello. El clima era duro y los franceses estaban más interesados en el comercio de pieles y en obtener beneficios que en construir un nuevo hogar para los franceses en ultramar. Para asegurarse un comercio provechoso, el gobierno francés, que era autocrático interiormente, mantenía un despótico control sobre los colonos y no hacía de Canadá un lugar atractivo para quienes esperaban escapar de las durezas internas.
Finalmente, los franceses más proclives a buscar asilo en ultramar eran los hugonotes, los protestantes franceses, que sufrían los infortunios de ser una minoría de la que se desconfiaba internamente. Pero el gobierno francés tenía intención de que Nueva Francia siguiese siendo completamente católica y no permitía a los hugonotes penetrar en territorio francés en América. Por ello, los hugonotes emigraban a las colonias inglesas, donde eran bienvenidos y contribuían a fortalecer al enemigo de Francia.
Mientras tanto, en la misma Europa, Francia dio el toque final a la declinación de España. Los españoles protestaban por la colonización de la costa oriental de Norteamérica por otras naciones, pues sostenían tercamente que todo el continente norteamericano era suyo por derecho de descubrimiento y exploración. (El descubrimiento y la exploración por los indios no contaban).
Pero España no pudo hacer más que protestar, pues su decadencia continuó constantemente durante la primera mitad del Siglo XVII. Considerándose aún la campeona del catolicismo, se embrolló en la Guerra de los Treinta Años, luchando contra alemanes, daneses, suecos y franceses.
En 1642, en Rocroi, sobre la frontera de los Países Bajos españoles, un ejército español fue totalmente derrotado por fuerzas francesas. Esto señaló el fin de la supremacía militar española en el continente, después de un siglo y medio durante el cual los ejércitos españoles prácticamente nunca habían sido derrotados.
En 1648 la Guerra de los Treinta Años terminó con un acuerdo de paz que era claramente una derrota para España. Hasta se vio obligada, después de ochenta tenaces años de fracaso, a reconocer la independencia de los Países Bajos. Pero la guerra entre España y Francia continuó hasta 1659, cuando finalmente se concertó la paz, nuevamente en desventaja de España. Por entonces España desapareció de las filas de las grandes potencias y desde ese momento ha sido una potencia secundaria.
Sin embargo, aunque el dominio español en las Américas cesó de expandirse, y aunque perdió puestos avanzados menores en las islas para beneficio de otras naciones, España, en general, mostró una notable tenacidad. Mantuvo su dominio sobre México, Nuevo México, Texas y Florida, tanto más férreamente cuanto que los necesitaba como amortiguadores entre las vigorosas nuevas potencias colonizadoras del Norte y el rico núcleo de su propio imperio en México.
El fin de Nueva Holanda
Hacia 1650, pues, las colonias de cinco naciones se alineaban a lo largo de la costa oriental de América del Norte; la identidad de las naciones se reflejaban en sus nombres. Estaba Nueva Francia a lo largo del río San Lorenzo; Nueva Inglaterra, centrada alrededor de la región de la bahía de Massachussets; Nueva Holanda, a lo largo del río Hudson; Nueva Suecia, a lo largo del río Delaware; Maryland y Virginia (inglesas), a lo largo de los ríos Potomac y James, y Nueva España, en Florida y la región al sur de ésta.
No era un arreglo amistoso, por supuesto. España reclamaba todo y había ocasionales riñas entre neerlandeses e ingleses en Connecticut, entre franceses e ingleses en Canadá, etc. Pero hasta entonces había habido espacio suficiente para impedir guerras serias entre los colonos.
Pero el espacio estaba menguando. En 1650, al expandirse cada grupo de colonos, empezaron a producirse colisiones, y durante el siglo siguiente hubo una competición cada vez más intensa para decidir qué nación europea iba a heredar el continente norteamericano
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Nueva Holanda sintió agudamente el apiñamiento. Bajo el severo Peter Stuyvesant seguía floreciendo y se hacía cada vez más cosmopolita. En 1654 llegó la primera partida de judíos; veintitrés hombres, mujeres y niños provenientes de Brasil, huyendo de la declinación del poder neerlandés allí y el restablecimiento del dominio de los inflexibles portugueses católicos. Luego, en 1655, llegaron esclavos negros, y la institución de la esclavitud apareció en la parte septentrional de lo que llegaría a ser Estados Unidos.
Pero Nueva Inglaterra también se estaba expandiendo, y más vigorosamente aun. Connecticut se hacía más inglesa cada año, y aunque los neerlandeses habían sido los primeros en llegar allí, tenían que aceptar la realidad. El 29 de septiembre de 1650 Stuyvesant firmó un tratado en Hartford concediendo a Connecticut su actual límite occidental y también la mitad oriental de Long Island. El Tratado de Hartford fue una humillante derrota para Stuyvesant, que buscó la venganza en otra parte.
A tal fin mantuvo una constante y férrea vigilancia sobre las colonias suecas del río Delaware. Cuanto más prosperaban los suecos bajo Printz, tanto más aumentaba la cólera de Stuyvesant. En 1651 Stuyvesant envió doscientos hombres a la bahía de Delaware y fundó Fuerte Casimir, a unos diez kilómetros al sur de Fuerte Cristina. A partir de ese momento los suecos sabían que vivían bajo la amenaza de un hacha, y cuando Stuyvesant lo quisiese el hacha caería sobre ellos.
Printz trató desesperadamente de alentar la llegada de nuevos colonos, pero finalmente abandonó esa lucha claramente imposible y dejó la colonia en 1653. Al año siguiente los suecos, desesperados, atacaron Fuerte Casimir y lo tomaron. Ante esto Stuyvesant estalló; envió siete barcos con 600 hombres (el doble de la población total de Nueva Suecia) aguas arriba del río Delaware y dejó caer el hacha. Nueva Suecia fue obligada a rendirse y su existencia llegó a su fin el 26 de septiembre de 1655. Nueva Holanda ahora se extendía desde el Hudson hasta el Delaware y estaba en el apogeo de su poder.
Pero su perdición estaba próxima, a causa de sucesos que se estaban produciendo en Europa.
Después de la ejecución de Carlos I, Gran Bretaña cayó en forma creciente bajo el duro pero eficiente gobierno de Oliver Cromwell. Era intención de Cromwell llevar nuevamente a la nación al rango de gran potencia marítima que había alcanzado bajo Isabel I.
Pero se alzaban en su camino los neerlandeses, que a la sazón controlaban la mayor parte del comercio marítimo del mundo. Por ello, el 9 de octubre de 1651 Cromwell hizo que el Parlamento aprobase el Acta de Navegación. Por esta nueva ley todos los productos que entrasen en Inglaterra por mar debían ser transportados en barcos ingleses (con propietarios ingleses, capitanes ingleses y tripulaciones inglesas) o en barcos de las naciones que producían los artículos. La finalidad de esto era suprimir al intermediario neerlandés, que compraba artículos a una nación y los vendía a otra, cobrando una buena suma por su servicio.
Naturalmente, lo que se aplicaba a Inglaterra se aplicaba también a las colonias inglesas, y esto significó que los colonos de América tenían que usar barcos ingleses, aunque eran más baratos los barcos y capitanes neerlandeses, más numerosos y más competentes. Lo que era bueno para Inglaterra era perjudicial para las colonias, pero esto no inquietó al gobierno inglés. Por entonces, se daba por sentado que las colonias eran fundadas y mantenidas principalmente para beneficio de la metrópoli.
Lo único que los colonos podían hacer con el Acta de Navegación era ignorarla, y procedieron a comerciar como se les antojase y a usar los barcos que eligiesen. Así empezó la larga tradición de contrabando por parte de los colonos ingleses, en su esfuerzo para eludir las desventajas que les imponía la metrópoli.
Los ingleses descubrieron que poco podían hacer para impedir el contrabando. Estaban demasiado lejos. En aquellos días cinco mil kilómetros de aguas oceánicas eran un excelente aislador. Se necesitaban tres meses para hacer el viaje de ida y vuelta.