Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Los parroquianos están en las mesas, todos muy quietos. Unos con la cabeza entre las manos, otros con la copa de café en el aire y hasta las parejas de novios se han quedado mirando, con las caras serias, recostados en los divanes, con el brazo pasado por la espalda. Cuando Titta Ruffo llega al final, verdaderamente es como si se hubiera corrido el telón. Suena todo, los aplausos y los gritos de la gente, las copas y las cucharillas, las conversaciones y el patalear de los camareros que ahora corren para llegar a donde iban cuando se quedaron parados.
Ramiro y Modesto no saben qué hacer. Le buscan las manos a tientas y cada uno le coge una, sacudiéndosela con las dos suyas. Los ojos serenos de Modesto parece que van a llorar, Titta Ruffo baja de la tarima, atraviesa entre las mesas, levantándose la gente al paso y, lleno de vergüenza, se sienta en la mesa nuestra al lado del maestro Villa, para no tener que atravesar el café hasta su mesa, que está allá en el fondo.
Francamente, a mí no me ha gustado Titta Ruffo cantando en el café. Tiene una voz tan aguda que me hacía daño en los oídos y lo prefiero en el escenario del Real que es tan grande. Pero Modesto y Ramiro, que no pueden ir al Real porque no tienen dinero y además porque tienen que trabajar aquí todas las noches para no perder su duro, están tan contentos que, como yo les quiero tanto, de buena gana le besaba a Titta Ruffo.
Después, durante muchos días, cuando Titta Ruffo está tomando café en su mesa, al lado del mostrador, la gente mira por las ventanas, le ve, entra y llena el café. Y todos se quedan mirando esperando que vuelva a cantar.
No saben que él había cantado aquella noche sólo para los dos ciegos.
La Iglesia
Una vez al mes, todos los que hemos hecho ya la primera comunión confesamos y comulgamos. Los curas se reparten por la iglesia, y los mil chicos nos repartimos entre los curas, según nuestro gusto, porque nadie nos puede obligar a confesar con el cura que no queremos. Hay curas como el padre Joaquín y el padre Fidel que forman las colas más grandes, así que se puede ver cuáles son los curas que más quieren los chicos, con sólo mirar el tamaño de las filas. A medida que se van confesando se van agrupando en el altar mayor en las filas por clases, para rezar la penitencia y después oír la misa y comulgar. La iglesia está llena de chicos que van a un lado y otro y llena de murmullos de los rezos y de las suelas de los zapatos. El padre prefecto se pasea por la iglesia para poner orden.
Todos los meses ocurre lo mismo; el padre Vesga se queda sólo con seis u ocho chicos a los que ha comprometido para que se confiesen con él; aunque confiesa más despacio que ningún otro de los curas, se queda solo antes que los demás terminen. Entonces el padre prefecto empieza a recorrer las filas y a preguntar quién quiere ir allí. Como todos le queremos mucho, va recogiendo chicos que forman una nueva fila con el padre Vesga. Hoy lo ha hecho conmigo, como me da igual, voy.
El padre Vesga me pasa un brazo por el hombro y acerca su cabeza a la mía. Comenzamos la confesión. Van desfilando preguntas sobre los mandamientos y yo estoy orgulloso de poder contestar a todo.
—¿Amas a Dios? ¿Vas a misa los domingos? ¿Quieres a tus padres? ¿Mientes?
Llegamos al sexto mandamiento. Todos los padres preguntan si hacemos cosas feas o no. Como todos sabemos lo que son cosas feas, decimos sí o no, casi siempre sí, porque todos las hacemos o creemos hacerlas.
—Mira, hijo, eso no se hace. Es un pecado y además es muy malo. Los niños se vuelven tísicos y se mueren.
Nos mandan rezar unos padrenuestros de penitencia y en paz.
Pero el padre Vesga es distinto:
—¿Tú sabes lo que dice el sexto mandamiento, hijo mío?
—Sí, padre. El sexto no fornicar.
—Explícame lo que es fornicar.
—No sé y no puedo explicarlo. Sé que es una cosa mala entre hombres y mujeres, pero no sé más. —El padre Vesga comienza a ponerse serio.
—No se puede mentir en el santo tribunal de la penitencia. Me dices que sabes lo que es el sexto mandamiento y ahora te desdices, diciendo que no sabes lo que es fornicar.
—Fornicar, padre, es... cosas que hacen los hombres y las mujeres y que son pecado.
—¡Hola, hola! Cosas que hacen los hombres y las mujeres. ¿Y qué hacen los hombres y las mujeres, sinvergüenza?
—No lo sé, padre, yo no he fornicado nunca.
—¡Estaría bonito, mocoso! No te pregunto si has fornicado o no, pregunto si sabes lo que es fornicar.
—No lo sé. Los chicos dicen que fornicar es hacer hijos los hombres a las mujeres. Cuando están casados no es pecado; cuando no están casados sí lo es.
—Pero yo, lo que necesito saber es que me digas cómo hacen los hijos los hombres y las mujeres.
—¡Yo qué sé! Se casan, duermen juntos y tienen hijos. Pero yo no sé más.
—No sabes más, ¿eh? El niño es un inocentón, no sabe más. Pero sí sabrás tocarte tus partes.
—Algunas veces, padre.
—Pues eso es fornicar. —Sigue un discurso del que no entiendo una palabra, mejor dicho, que me arma un lío horroroso. Las mujeres son el pecado. Por una mujer se perdió el género humano y todos los santos sufrieron tentaciones del malo. Les aparecían las mujeres desnudas, con los senos al aire, moviéndose lúbricamente. Y ya el demonio no perdona ni a los niños. Viene a quitarles el sueño y a enseñarles mujeres desnudas que les turban su pureza.
Sigue y sigue durante media hora y me habla de pelos sueltos, de senos temblantes, de caderas lascivas, del rey Salomón, de bailes obscenos, de las mujeres de las esquinas, en un torrente de palabras furiosas del que resulta que la mujer es un saco de porquería y de maldad y que los hombres se acuestan con ellas y van al infierno. Cuando me separo del cura para rezar la penitencia, no puedo rezar. Tengo la cabeza llena de mujeres desnudas y de curio sidad por saber lo que hacen con los hombres.
Pero nadie lo sabe. Pregunto a mi madre, a mi tío, a la tía y me contestan con cosas raras a mis preguntas: ¿qué es fornicar? ¿Cómo se hacen los niños? ¿Por qué se quedan preñadas las mujeres? Unos me dicen que los niños no pueden hablar de eso y otros que es pecado. Algunos me llaman sinvergüenza.
En los puestos de libros de la calle de Atocha encuentro un libro que me lo explica todo. Cuenta cómo se acostaban un hombre y una mujer y todas las cosas que hacían. El libro da la vuelta a la clase y todos lo leen. Para que no los vea el cura, se van al retrete a leerlo y a ver las estampas, donde están el hombre y la mujer juntos, fornicando. Yo leo el libro muchas veces y me da placer. Cuando veo tarjetas de mujeres desnudas me pasa lo mismo.
Ahora ya sé por qué la Virgen tuvo al niño Jesús sin hacer cochinerías con san José. Sin hacerlas, el Espíritu Santo la dejó preñada. Pero como mi padre y mi madre se acostaban juntos, me tuvieron a mí y por eso mi madre no es virgen. Lo que no sé es por qué mis tíos no tienen niños. Porque se acuestan juntos; pero, puede ser que como la tía es tan beata, no hagan cochinerías y por eso no los tengan. Sin embargo ellos dicen que hubieran querido tenerlos. Por otra parte Dios dijo: «Creced y multiplicaos». Esto ya no lo entiendo.
El padre Vesga dice que es pecado acercarse a las mujeres. En la iglesia de San Martín, don Juan, que es un cura muy bueno que hay allí, estaba un día en la sacristía con una mujer. La tenía sentada encima de él y las manos metidas en la blusa. Cuando entré yo se pusieron muy colorados los dos y el cura vino a decirme quebme marchara que la estaba confesando. Se lo conté al tío José y me dijo que los niños no hablaban de esas cosas y que no se me ocurriera contárselo a la tía.
Los hombres dicen cosas a las mujeres en la calle y hay mujeres que llaman a los hombres en las esquinas para que se acuesten con ellas y les paguen. Yo me armo un lío tremendo y no sé lo que es bueno y lo que es malo.
Aparte de esto hay otras cosas que no entiendo. La iglesia de San Martín está llena, como todas, de cepillos donde dice: «Para las ánimas del purgatorio», «Para el culto», «Para los pobres». Los curas abren todas las tardes los cepillos, sacan los cuartos, hacen cartuchos de un duro con las perras gordas y de medio duro con las perras chicas, se los reparten y se ponen a jugar al julepe o al tresillo en la sacristía. Un día don Tomás perdió todos los cuartos que le habían tocado y cinco duros suyos que sacó de debajo de la sotana. Cuando se levantó de la mesa dijo:
—¡Hoy las ánimas benditas me han hecho la santísima!
Cogió la botella del vino de consagrar y se bebió un vaso grande de vino rancio.
—Hay que pasar la vida a tragos —dijo y se marchó.
Los muertos son sagrados y el cementerio es tierra bendita. En el cementerio de San Martín, los muros de los nichos están en ruinas y se salen las cajas con los huesos. El capellán y los guardas cogen las tablas podridas y encienden lumbres. Muchas veces echan los huesos también, porque arden como madera de apolillados que están. Luego, cuando vienen a desenterrar un cadáver para trasladarlo, el cura se pone la capa bordada y va con el hisopo y los sepultureros cavan con mucho cuidado para no romper la caja. Sacan los huesos, los ponen en un paño blanco cariñosamente, el cura empieza a leer latines y el sacristán a contestarle. Rocía los huesos con agua bendita y se los llevan a enterrar a otra parte, Todo porque los parientes de aquel difunto han tenido dinero para sacarle de allí. Los demás sirven para hacer fogatas y les parten los huesos a martillazos para echarlos al fuego.
Hay días que se muere más gente que otros. Llegan las mujeres a la sacristía para que les digan una misa por el alma de su marido y de su padre, y les apuntan en un libro y les cobran las tres pesetas de la misa.
—Mañana a las once —dice.
Después vienen otros a encargar otra misa; la anota el cura, cobra las tres pesetas:
—Mañana a las once —dice.
A veces se reúnen tres o cuatro familias, cada una en un rincón, a escuchar la misa que han pagado para su difunto. Cuando el cura hace la ofrenda, saca un papelito donde están los nombres de los tres difuntos y los lee uno detrás de otro, para que se repartan la misa.
Encargaron un día una misa de funeral que valía doscientas cincuenta pesetas. La decían tres curas, un túmulo negro en medio de la iglesia, y dio la casualidad de que aquel mismo día vinieron a encargar tres misas de difuntos a la misma hora.
—Mañana a las diez —dijo el cura a todos.
A las diez se llenó la iglesia de gente y todos oyeron la misa de difuntos cantada. Después, en vista de que no salían las misas rezadas, las tres familias fueron entrando una por una en la sacristía a preguntar. El cura les contestaba:
—¿Han asistido ustedes a la misa de funeral?
—Sí, señor —contestaron todos.
—Pues ésta era la misa por su difunto. Dio la casualidad de que se reunieron ustedes varias familias a la misma hora y como no disponíamos de sacerdotes para dar gusto a todos, acordamos decir una misa solemne para todas las familias. Con esto han salido ustedes ganando.
Las gentes se iban tan contentas por el pasillo de la sacristía.
—¿Quién se lo iba a decir al pobre Juanito? Ya ves, hija, hasta después de muerto ha tenido la suerte de que le dijeran un funeral por tres pesetas.
¡Misterios! ¡Todos son misterios en la religión! Se paseaba un santo por la orilla del mar y estaba un niño en la playa. Tenía una concha, la llenaba de agua del mar y la vertía en un hoyo en la arena.
—Niño, ¿qué haces? —preguntó el santo.
—Voy a verter el mar en este hoyo —contestó el niño.
—Eso es imposible —le dijo el santo—, ¿cómo quieres que quepa el agua del mar en un hoyo tan pequeño? Es imposible.
—Más imposible es averiguar por qué Dios es uno y trino —contestó el niño—, y tú te empeñas en averiguarlo.
En esto comprendió el santo que hablaba con un ángel que le había enviado el Señor.
A mí no me interesa por qué Dios es uno y tres a la vez. Pero me pregunto qué necesidad tiene de ser tres y uno para ser Dios. Sólo sirve para darnos a nosotros la lata. —¿Cuántos dioses hay? —pregunta el profesor.
—Uno.
—Sí, uno, pero no es eso.
—Tres.
—Sí, tres..., pero tampoco es eso.
Únicamente se puede contestar que hay «tres dioses, Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero un solo Dios verdadero». Con esto se queda contento el profesor, pero yo no sé cuál es el Dios verdadero, ni ellos tampoco.
Mi tía quería tener la bendición del Papa. Por diez pesetas le dieron una bendición que servía para ella; la colocó en un cuadro. Y unos años más tarde, por cien pesetas le dieron otra que servía para ella y para todos los miembros de su familia hasta la quinta generación. Quitaron la vieja del cuadro y la tiraron a la basura. Pusieron la nueva en el marco, y ahora yo estoy bendito por León XIII.
Cuanto más estudio religión más problemas tengo. Lo peor es que no puedo hablar con nadie de ellos, porque los profesores se enfadan y me castigan. Un día, dando la lección de historia sagrada llegamos a la historia de Josué que detuvo la marcha del Sol hasta terminar la batalla; yo pregunté al padre Vesga cómo podía ser aquello. Según el profesor de geografía, el Sol está quieto y la Tierra anda, y por lo tanto no se podía parar el Sol. El padre Vesga me contestó de mal humor:
—No debe usted hacer preguntas indiscretas. Esto está en los libros santos y debe bastarle. La fe mueve las montañas y detiene el Sol. Si tuviera usted fe comprendería estas cosas que son claras como la luz del día.
Después le pregunté al padre Joaquín. Me puso una mano en la cabeza y me dijo muy risueño:
—¿Qué quieres que yo te diga, hijo? En los tiempos antiguos pasaban cosas muy raras. Tú sabes que antes hablaban los animales y todo el mundo les entendía. Seguramente el Sol andaba en la época de Josué.
El padre Fidel fue más claro.
—Mira —me dijo—, no se paró el Sol, se paró la Tierra. Pero parecía que se había parado el Sol, igual que cuando vas en el tren parece que andan y que se paran los palos del telégrafo. Cuando se escribió la Biblia los hombres todavía no sabían que era la Tierra la que andaba y veían andar al Sol, como le vemos nosotros. Por eso pusieron que fue el Sol el que se paró, pero se paró la Tierra.
—Pero, padre, la Tierra según la física no puede pararse, porque todos saldríamos disparados y la Tierra ardería si se parara de golpe.