Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Es triste ver a los muchachos vestidos con trajes de luces incompletos y remendados, descoloridos, saltadas las lentejuelas doradas, dar carreritas cortas hasta la cabeza del toro y sacudirle en los morros con la capa para salir huyendo y trepar a la farola, porque de las ruedas de los carros les echan a palos. Pero esto no tiene importancia. El cornetín de la banda de música toca a banderillas y entonces la gente ruge de alegría. Aquí no cabe dar carreritas al toro, hay que clavarle las banderillas y para ello llegar a los cuernos del toro. Además, los maletas saben que la ganancia está allí y en la suerte de matar.
Es costumbre brindar cada par de banderillas a uno de los ricos del pueblo. Si se ponen bien, es decir, si se clavan en lo alto del morrillo del toro, el rico se suelta dos y a veces cinco duros, y la gente llena de perras gordas y alguna que otra peseta la capa que pasean delante de los carros para hacer la colecta. Si no las clava, no hay dinero, y si todos los banderilleros fallan, suele haber piedras en lugar de monedas.
La figura flaca y hambrienta del torerillo se sitúa en el otro extremo de la plaza, con la cara pálida, mirando con recelo a sus espaldas donde están las varas de los mozos, algunas de ellas con clavos y aun con navajas en la punta, y con pánico delante de él, a la fiera hasta cuyos cuernos ha de llegar, para allí levantar los brazos, sacar el vientre y el pecho en un estirón, y clavar los palitroques, sin que los cuernos le claven a él.
Y queda la suerte de matar: el «maestro» suele ser un chaval de diecisiete o dieciocho años, más suicida que sus compañeros, con cara de iluminado. Ha de poseer toda una ciencia infusa para torear en los pueblos. Si matara al toro de una estocada seca y le hiciera rodar sin puntilla, la gente se consideraría estafada. Debe torear al toro con la muleta largo rato, y después entrar a matar varias veces, muchas veces, pero con ciencia y valor. No dando pinchazos en las costillas o en los brazos del toro, sino volcándose sobre los cuernos; y cuando ya ha demostrado perfectamente su valor y ha hecho gritar de miedo diez veces a las mujeres, entonces debe coger la estocada, hasta la mano si puede ser, hiriendo al toro en los pulmones para que se quede allí en la plaza, de pie sobre sus cuatro patas abiertas, vomitando chorros de sangre negra en golpetones bruscos, para derrumbarse por último con la tripa al aire y las patas agitándose en el vacío.
Entonces la gente se vuelve loca de entusiasmo y llueven las monedas de plata y los cigarros puros y los cachos de longaniza y las botas de vino destapadas, que vomitan vino sobre la gente, a sacudidas como el toro su sangre, y que el maletilla está obligado a beber para calmar su sed y para hacer volver el color a su cara.
Para cuando el toro taladra la carne joven, hay una puerta pequeña en la casa del Ayuntamiento con un letrero que dice: «Enfermería». Dentro hay una mesa de pino fregada con arena y lejía, y unos barreños con agua caliente. En un rincón sobre una silla de paja, la maleta del médico con unos cuantos hierros viejos, y por si acaso, las cuchillas y la sierra del carnicero. Sobre la mesa de pino se deja en pelota al mozo y se le cura como se puede, taponando la herida con pelotones de algodón, empapados en yodo como bizcochos y comprimidos con los dedos, y se cose el desgarro con agujas gordas e hilos de seda de ovillo, trenzados, gruesos, que fabrican las viejas del pueblo, igual que los cordoncillos para los partos. Después se tiende al herido en un colchón sobre un carro y se le envía a Madrid, a través del camino lleno de sol y de polvo.
De niño, callado, subido en la silla donde estaba la caja del médico, yo he visto una vez una cura atroz, de éstas, a un muchachito con la cabeza colgando fuera de la mesa, los ojos vidriados y el pelo goteando sudor, cuyo traje de luces se había rasgado a punta de navaja para operar un boquete en el muslo donde cabía la mano del médico.
Cuando acaban los toros, se baila y se bebe.
Tierras de vino
El eje es una barra cuadrada de hierro que atraviesa el carro de lado a lado. Como no tiene ballestas, todos los baches y todos los cantos de la carretera son golpes secos que sacuden los huesos. El tío José y el tío Hilario van en los dos extremos de delante y se cambian las riendas de la mula de vez en cuando. En los dos asientos de detrás vamos mi tía y yo. El carro es una tartana pequeña con dos asientos laterales de madera, forrados con una estera de esparto, y un techo curvado de cañas, cubierto por fuera de lona blanca. Delante y detrás lleva cortinas, también de lona. Vamos hasta Méntrida. El tío Hilario se volverá hoy mismo con el carro para dormir en Brunete.
Cuando se llega a lo alto de la cuesta, se encuentra la casilla de peones camineros y al lado un pozo cubierto de un techo cónico. En la pared blanqueada de cal se abre una ventana con una verja de hierro. Dentro está el cubo con la cadena, y el pozo sirve para que beban todos los que pasan por el camino. Después comienza la cuesta abajo. Desde allí, desde lo alto, se ve el pueblo. Detrás, quedan los campos amarillos y grises de terrones secos, sin árboles y sin agua; y allí comienza la tierra verde. Desde los montes del Escorial que se ven morados allá a lo lejos, hasta los montes de Toledo, que terminan la media herradura de montañas del fondo, la tierra es completamente verde. Verde de árboles y verde de huertas. Las tierras de trigo ponen manchas amarillas y las de viñas manchas blancas moteadas de verde: la tierra de las viñas es más blanca y más arenosa que la tierra de trigo. Entre las cepas, en muchos campos, hay olivos, que son como macetas grandes de un verde pálido entre el verde vivo de la viña.
Méntrida está rodeada de cerros, todos ellos agujereados, que forman las bodegas. Porque Méntrida, al contrario de Brunete que es tierra de pan, es tierra de vino. Cuando se miran los cerros desde lejos, parecen llenos de agujeros negros. Cada agujero tiene una puertecita de encina con un candado y en la puerta una ventanilla cuadrada, pequeña, con dos hierros cruzados por la que respira el vino que está dentro de tinajas tripudas, metidas en nichos en la pared. Cuando se acerca la nariz a una de estas ventanas, el cerro huele a borracho.
Las calles del pueblo están en la ladera de los cerros. En medio se forma un barranco que atraviesa el pueblo y sirve de alcantarilla. Dentro del pueblo hay un cerro y en lo alto está la iglesia. Se llega hasta allí por una calle que no pueden subir los carros. Cuando se termina la cuesta, se desemboca en una plaza que es el atrio de la iglesia. Allí está la casa de mi abuela, y para llegar hasta ella tenemos que rodear casi todo el pueblo. Es una casita que, vista desde la plaza, tiene un piso; y vista desde la cuesta, tiene dos. Si entráis por la puerta de la plaza, la casa tiene sótano. Si se entra por la puerta de la cuesta, la casa tiene dos pisos. Así que nunca se sabe cuál es el piso de encima. La puerta de la cuesta está siempre cerrada, y la puerta de la plazoleta es una puerta de trampilla, encima de la cual, atravesado en la pared, hay un letrero, con una bota de mujer muy alta, con muchos botones, que dice: «Zapatero».
El zapatero es mi tío Sebastián, un viejecillo pequeño y arrugado —pero no tanto como mi abuela—, que está casado con la tía Aquilina, la hermana de mi madre. El tío Sebastián se dedica a hacer y a componer calzado, aunque ya el pobre trabaja muy poco, padece fatiga. Con ellos viven mi abuela y la hija de los tíos, mi prima Elvira, con su marido Andrés y sus dos niños, mucho más pequeños que yo. Ahora viven también allí mis dos hermanos, Rafael y Concha.
Cuando el carro para en la plazoleta delante de la puerta, salen todos: mis dos hermanos corriendo a ver a los tíos y a ver qué les traen de Madrid. Los dos primillos pataleando, como dos bichos raros; uno de ellos es un chico que se llama Fidel, muy flaco, tripudo y cabezota, amarillo, con unas orejas sin sangre, que parecen de cera; y el otro, una chica que se llama Angelita, haciendo sonar en chirridos las articulaciones de las botas y el corsé de hierro que lleva puesto. Sus padres: él un hombre fuerte, y ella una mujer siempre enferma, que cojea por una úlcera que tiene en una pierna. La tía Aquilina y el tío Sebastián salen cogidos del brazo, dos viejecitos alegres, siempre contentos. Y por último la abuela Eustaquia con su traje negro, su garrota nudosa, sus ojos grises, su nariz y su barbilla casi tocándose, con la piel de pergamino oscuro arrugada como un higo seco. El año que viene cumplirá cien años, si no se muere antes. Pero seguramente enterrará a todos. A las cinco de la mañana ya está barriendo la casa, haciendo la lumbre y preparando el desayuno. No puede estar quieta un momento y zascandilea de un piso a otro, haciendo sonar el tacón de su garrota y no dejando dormir a nadie. En cuanto ve que tenemos los ojos abiertos, nos echa de la cama, llamándonos holgazanes y diciendo que la cama se ha hecho sólo para dormir. Hay que levantarse de prisa y corriendo, porque si no se corre el riesgo de que le dé a uno un trastazo con la garrota.
Mis tíos dormirán hoy aquí, y mañana a las seis de la mañana irán en el tren a Madrid. Como se les considera unos señores de Madrid, hoy el día es aburridísimo. No salimos de casa. Mis hermanos están vestidos de limpio y la tarde entera se la pasan las personas mayores mandándonos por turno que nos estemos quietos y que no demos guerra. Nosotros estamos deseando echar a correr y desaparecer de allí. Como no podemos, estallan entre nosotros cuatro o cinco broncas que se terminan dándoles unos cachetes a mis hermanos, porque claro es que tienen ellos la culpa. Nadie se atrevería a pegarme delante de mi tía. Pero mi hermana me da un pellizco y me dice muy bajito:
—Mañana te voy a hinchar los morros. Ahora te puedes aprovechar de que está aquí tu tiíta.
Yo me aprovecho contando en voz alta la amenaza, lo que le vale unos cachetes más a mi hermana. Por último acaban por echar a los dos a la calle, para que nos dejen en paz. Yo me quedo en la casa muy enfadado por no haber podido ir con ellos y a la vez contento de que todo el mundo me defienda.
Andrés es maestro albañil, y le cuenta a mi tío el desarrollo que va tomando su trabajo. Mi tío Sebastián está sentado en su banquillo de zapatero y no hace más que toser y gruñir. Como me quiere mucho y yo le quiero mucho a él, me voy a su lado y le pregunto qué le pasa:
—Esta maldita tos me ahoga —me dice entre dos hipos—, y tu tía se empeña en no dejarme fumar, que es lo único que me calma la tos. —Y agrega—: ¡Como si para los años que le quedan a uno de vida importara mucho!
Me voy al tío José y le digo:
—Dame un pitillo para el tío Sebastián.
Protestan todos, pero les convenzo de que los pitillos del tío, que son unos pitillos muy suaves de Cuba, no le pueden hacer daño, y le dejan fumar. Se le calma la tos y entonces me tienen que dar la razón. El tío José le da un paquete de cigarrillos. Se los va fumando con hambre uno detrás de otro, y a la caída de la tarde le da un ataque violentísimo de tos, no sé si porque se le han acabado ya los pitillos y quiere más, o porque se los ha fumado tan de prisa.
A la mañana siguiente bajamos a la estación a despedir a los tíos. La estación está a una legua del pueblo, y vamos en la tartana del tío Neira, que es el encargado del correo y de llevar y traer a los viajeros a la estación. Tiene también una posada y carros para llevar vinos a Madrid. Tenemos que levantarnos casi de noche, porque el tren pasa a las seis y media, así que el viaje a la estación lo hacemos amaneciendo.
Verdaderamente, tengo ya ganas de que se marchen los tíos. Me gustaría que se quedara el tío solo, pero la tía es inaguantable. Al mismo tiempo tengo miedo, porque mis hermanos se van a cobrar los golpes de ayer. A última hora, mi tía nos comienza a hacer recomendaciones a mí y a la tía Aquilina: sobre la comida del «niño», lo que le gusta al «niño», lo que le sienta mal, la ropa que se tiene que poner, que vaya a misa los domingos, que rece por las noches y por las mañanas, que tenga mucho cuidado que no me aplaste un carro, que no me muerda un perro... Yo creo que cuando el tren se va se quedan todos tan contentos de verla perderse, todavía dando recomendaciones desde la ventanilla del vagón.
Cuando volvemos al pueblo, el tío Neira nos para en la carretera al lado de una huerta que tiene, y nos trae un montón de pepinos, tomates y cebollas dulces, moradas. De las alforjas del carro saca pan, longaniza y una bota de vino. Desayunamos allí en la huerta. Los pepinos y los tomates están fríos de la madrugada y da gusto comerles, espolvoreados de sal. Si mi tía me viera, pondría el grito en el cielo, porque ya me he comido cinco o seis pepinos y creería que me iba a morir de repente.
Apenas hemos vuelto a la casa, cuando entra mi tía Rogelia, la otra hermana de mi madre, muy excitada:
—¡Parece mentira que no hayáis ido por casa! Una cosa es que usted no pueda ver a Luis —dice, encarándose con su madre— y otra que no le dejen al chico ir a ver a su tía.
Le explican que la culpa no es de ellos. Que mis tíos no han salido en toda la tarde de casa y que acabamos de despedirlos para Madrid; yo hubiera ido hoy mismo a ver a toda la familia. Mi tía Rogelia, que es una mujer regordeta, fuerte y enérgica, me coge de la mano y dice imperativamente:
—Bueno, pues entonces, se viene a comer conmigo.
La tía Aquilina protesta, diciendo que ya tiene preparada la comida, pero no valen razones. Yo me alegro, porque la casa del tío Luis es maravillosa. Nos vamos trotando a través del pueblo, parándonos en cada casa, para exhibirme mi tía a no sé cuántos parientes y no sé cuántas vecinas. Cuando llegamos a la casa, el tío Luis está rodeado de mozos del pueblo, aguzando rejas de arado, y no interrumpe el trabajo. Tenemos que dar la vuelta al corro de hombres, con cuidado de que no nos dé en la cabeza uno de los martillos que cada uno tiene. Entramos en la casita que está en el fondo. Allí no hay más que mis dos primas que están arreglando la casa y que me abrazan y me besan. Mi tía saca unos bollos y después de comerme un par, me escapo a la fragua.
El tío Luis con sus dos hijos, Aquilino que tiene diecinueve años y Feliciano que tiene dieciséis, es el herrero del pueblo. Un hombretón alto y gordo, con un mandil de cuero y los brazos remangados, muy blancos de piel, pero siempre tiznados de negro. En una mano las tenazas largas con el hierro al rojo, cogido en la punta, y en la otra el martillo pequeño, con el que lleva el compás de los machos que manejan Aquilino y los mozos y con el que, de vez en cuando, golpea él solo el hierro caliente y le transforma. Esto era para mí lo maravilloso.