La forja de un rebelde (87 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¿Y usted está asociado, Mariano?

—No lo tome usted a mal, pero cuando vino la República me pasó lo que a todos, que nos entusiasmamos y me hice de los de la UGT. Pero ya ve usted para lo que ha servido...

—Yo también soy de la UGT.

—¡Atiza! —Mariano se me quedó mirando muy serio—. Vaya un lío. ¡A buena parte ha venido usted a parar!

—Ya lo veremos. Supongo que no va a venir el cabo de la Guardia Civil a darme una paliza.

—No se fíe usted mucho, por si acaso.

Aquella tarde, Mariano y yo nos fuimos al casino de pobres, como él lo llamaba.

El casino era un salón amplio con techo de vigas cruzadas, que seguramente fue en tiempos una cuadra. A lo largo de las paredes, un par de docenas de mesas despintadas; al fondo un mostrador pequeño y detrás unos cuantos anaqueles con algunas botellas; en el centro una mesa de billar. Las paredes desnudas y en un rincón un viejo aparato de radio barato, ojival, como una ventana de catedral gótica. La mesa de billar me fascinaba. No podía imaginar cómo pudo ir a parar a Novés. Era una mesa antigua y el paño estaba lleno de costurones remendados con bramante. Tenía ocho patas elefantíacas, y, seguramente atravesadas, podían tumbarse en ella ocho hombres lado a lado y holgadamente. Al parecer la mesa se utilizaba para todo, incluso para jugar al billar, pues estaban jugando una partida en la que el azar y los costurones disponían el rumbo que las bolas seguían sobre el tablero.

Mariano me llevó hasta el mostrador.

—Danos algo de beber, Elíseo.

El hombre detrás del mostrador llenó dos vasos de vino, sin decir palabra. En el salón había hasta unos cuarenta individuos, y de pronto me di cuenta de que todos se habían quedado en silencio y nos estaban mirando. Eliseo me estaba mirando de frente.

La primera impresión de la cara de Eliseo era un choque: tenía en una de las ventanillas de la nariz una úlcera que le había roído parte de ella. Entre los bordes de la lesión, amontonados, casi verdes, brotaban algunos pelos del interior de la nariz. Parecía una llaga de la Edad Media, una llaga bíblica. Lo curioso era que el individuo estaba tan independiente de su llaga que no inspiraba lástima, ni repulsión física hacia él. Era una cosa aparte que atraía la vista por sí propia. Eliseo era un hombre de unos cuarenta y cinco años, más bien bajo y ancho, moreno y tostado, con unos ojos vivos y una boca sensual. Su inspección mientras yo bebía un sorbo de vino tenía algo de provocativa. Cuando dejé el vaso sobre la mesa, dijo:

—Y usted, ¿a qué ha venido aquí? Éste es el casino de obreros, y si no hubiera usted venido con Mariano no le hubiera despachado.

Mariano intervino:

—Don Arturo es un compañero. Está también en la UGT.

—¿De veras?

Le enseñé el carnet del sindicato. Elíseo lo hojeó y levantó la voz:

—Muchachos, don Arturo es un compañero. —Después agregó dirigiéndose a mí—: Cuando ha venido usted al pueblo, nos hemos dicho todos: otro hijo de puta. ¡Como si aquí no tuviéramos bastantes!

Eliseo salió de detrás del mostrador y todos se agruparon en un corro alrededor. Les tuve que explicar un poco cómo andaban las cosas en Madrid. Un vaso de vino es barato. Invité a todos, y la reunión se animó. Había grandes ilusiones y grandes proyectos; las izquierdas volverían a gobernar el país y entonces no sería como antes. Los ricos tendrían que escoger: o pagar jornales decentes o dejar las tierras para que las labraran los otros. Novés sería una huerta colectiva, con su camión propio que llevaría las verduras y la fruta a Madrid cada mañana. Se terminaría la escuela...

—¡Los canallas! —dijo Eliseo—. ¿Usted ha visto la escuela? La República dio el dinero para ella y mandaron de Madrid un dibujo muy bonito de una casa con unas ventanas muy grandes y jardín. Heliodoro y los que andan con él convencieron a las gentes de Madrid de hacer la escuela en lo alto, en el llano, y allá empezó. Heliodoro cobró buenos cuartos de la tierra, que era suya, y ahora allí están' las cuatro paredes sin terminar.

—La próxima la vamos a hacer nosotros. En el fondo de las huertas. Que aquello es una bendición de Dios —dijo uno.

Eliseo volvió a la primera reacción:

—¡Caray! No sabe usted el alegrón que me ha dado con ser de los nuestros. Ahora les vamos a enseñar a éstos que no somos unos pobres paletos. Claro que le van a tomar a usted entre ojos.

Y aquella noche fui al casino de los ricos.

Consistía en el obligado salón grande con veladores de mármol llenos de hombres tomando café y aguardiente, una mesa de billar y una atmósfera espesa de tabaco, y dentro un salón pequeño lleno de jugadores: la tertulia. Inmediatamente de entrar, un hombrecito pequeño, rechoncho y afeminado en la piel, los modales y la voz, vino directamente hacia mí.

—Buenas noches, don Arturo. Qué, ¿ha venido usted a hacerse socio? Pase, pase. Usted ya conoce a Heliodoro, ¿no? —Y me encaminaba a su mesa.

Sí, conocía al hombre de labios finos hacía el que me empujaba; era el propietario de mi casa. El feminoide dijo afanoso:

—Yo me retiro, sabe, porque estoy preparando los cafés. Pero vengo en seguidita.

Heliodoro estaba sentado con otros dos, vestidos en traje de ciudad.

—Siéntese y tome algo. Aquí estos amigos; son los médicos del pueblo. Don Anselmo y don Julián.

—Tanto gusto.

—Qué, ¿cómo va la mudanza? ¿Se ha instalado usted ya?

Comenzamos una de esas conversaciones banales en las que se habla de todo y de nada. El feminoide me trajo un café y me hizo las mismas preguntas. Uno de los médicos, el don Julián, le interrumpió:

—José, apúntale al señor.

José sacó una cartera del bolsillo que resultó ser un cuaderno lleno de páginas con nombres y columnas de números debajo.

—Bueno, vamos a ver. ¿Cuántos son ustedes?

—Supongo que no tengo que hacer socios a toda la familia.

—¡Oh! No. Esto no es para el casino. Es para la iguala. Aquí yo lo apunto a usted y tiene derecho a médico cuando le haga falta.

—Yo tengo médico en Madrid.

Don Julián terció:

—Bueno, si no quiere no se apunte. Pero le advierto que después, si pasa algo urgente, éste —y señaló a su colega— le pasará la cuentecita. Si se ha pinchado un dedo y lo saja, pondrá: «Por una operación quirúrgica: 200 pesetas».

—¿Y si lo llamo a usted?

—Es lo mismo. La cuenta se la pasará éste.

—Bueno. Apúnteme. La mujer, los chicos y yo. Seis.

—¿En qué categoría lo ponemos, don Julián?

—Eso no se pregunta. En la nuestra.

—Pagará usted cinco pesetas al mes. ¿Y qué hacemos con la criada?

—Supongo que la criada estará igualada.

—Sí, está, está. Pero no paga. Así que está dada de baja, y si tiene un accidente del trabajo, pues va usted a tener que pagar.

Don Julián soltó una risita:

—Figúrese que se quema con el puchero. Éste, «por una operación quirúrgica y asistencia, 200 pesetas».

—Apunte usted a la criada.

—Dos pesetas. ¿Quiere usted pagar ahora? Yo soy el cobrador. Le hago los recibos en un momento.

José se embolsó sus siete pesetas. Desapareció en su cueva y reapareció a los pocos momentos con un paquete de cartas en la mano.

—Se tallan veinte duros —dijo.

Y se marchó al salón del fondo, instalándose en un asiento alto detrás de la mesa grande:

—Muchachos, hay cien pesetas, si nadie pone más.

Bacará. La clientela se fue agrupando alrededor de la mesa. Las sillas las fueron ocupando al parecer los más distinguidos. José barajaba incansablemente.

Nos sentamos todos. Una voz dijo:

—Copo.

Un hombre magro, vestido de luto, de movimientos nerviosos y algo febril en sus accionamientos, puso un billete de cien pesetas sobre la mesa. José dio cartas y uno recogió el billete. El hombre soltó una blasfemia en voz baja. Comenzó el juego general.

—Mal empieza, Valentín —dijo un viejo huesudo que estaba de pie detrás de él.

—Como siempre, para no variar, tío Juan.

El viejo meneó la cabeza con sentimiento y no dijo nada. Valentín puso veinticinco pesetas. El resto de los jugadores apostaban cantidades pequeñas, a lo más de dos pesetas. Se veía que la atención de todos estaba concentrada en el juego de Valentín y de José. A los pocos pases alguien dijo detrás de mí:

—Como todas las noches.

Efectivamente, las posturas de Valentín iban desapareciendo, unas tras otras, casi sin falla. El resto de los jugadores jugaba ahora en contra descaradamente. Al cabo de una hora Valentín había agotado su dinero. José pidió una continuación. Valentín protestó:

—Eso no está bien.

—Pero hombre, si se han acabado los cuartos no tengo yo la culpa.

—Heliodoro, dame cien pesetas.

Heliodoro le dio cien pesetas. Valentín las perdió al poco rato.

—Te vendo la mula, Heliodoro.

—Te doy quinientas pesetas por ella.

—Vengan. —Heliodoro sacó quinientas pesetas de la cartera y las puso en la mesa. La mano del tío Juan se interpuso.

—Valentín, no vendas la mula.

—Creo que puedo hacer lo que quiera.

—Bueno. En ese caso yo te doy mil pesetas por ella.

—¿Ahora?

—No. Mañana.

—Mañana no me hacen falta. —Valentín cogió los billetes y Heliodoro comenzó a escribir una hoja de papel. Al final la alargó a Valentín.

—Fírmame el recibo.

Se cambiaron las tornas del juego. Ahora Valentín acumulaba delante de sí billetes, mientras José incansablemente iba reponiendo la banca. Alguien abrió la puerta de la calle:

—¡Buenas noches! —gritó la voz.

José recogió la baraja y su dinero y los demás el suyo. En un momento se distribuyeron por las mesas en grupos, charloteando ruidosamente. Fuera se oían los cascos de unos caballos sobre las piedras; pararon a la puerta del casino y entró una pareja de la Guardia Civil; un cabo y un número.

—Buenas noches a la compañía.

José se deshizo en obsequios y zalemas. Los guardias civiles aceptaron un café. El cabo levantó la cabeza y se quedó mirándome:

—Usted es el forastero, ¿eh? Ya sé que ha estado usted esta tarde en casa de Eliseo. —Se volvió paternal—: Le voy a dar a usted un consejo: aquí nadie se opone a que haga usted lo que quiera, pero nada de mítines, ¿eh? Aquí no quiero señoritos comunistas.

Se limpió los bigotes escrupulosamente con un pañuelo, se levantó y se marcharon los dos. Me había quedado estupefacto. José vino a saltitos:

—Tenga usted cuidado con el cabo, porque tiene malas pulgas.

—Me parece que mientras no cometa ningún delito, no tengo nada que temer.

—No es que yo quiera decir nada, pero no le conviene a usted ir a casa de Eliseo. La verdad es que allí no se reúne más que la canalla del pueblo. Claro que usted todavía no conoce a la gente...

Heliodoro escuchaba atento. Valentín se aproximó a nosotros con la cara radiante y un puñado de billetes en las manos. Heliodoro dijo:

—Qué, ¿te has desquitado?

—De hoy y de ayer, y si no es por los guardias, le pelo a éste. — Y le dio un manotón a José en las espaldas redondas.

—Espérate a mañana —replicó el otro filosóficamente.

Valentín alargó unos billetes a Heliodoro.

—Toma. Tus seiscientas pesetas. Y gracias.

—¿Qué me das ahí?

—Las seiscientas pesetas.

—A mí no me debes nada. Bueno, sí, me debes cien pesetas que te he dado antes, pero las quinientas eran la mula.

—Pero ¿tú crees que te voy a dar por quinientas pesetas una mula que vale 2.000?

—No me la vas a dar. Me la has dado. ¿No me has vendido la mula? ¿Sí o no? Aquí hay testigos y el recibo lo tengo en el bolsillo. Así que me parece que no hay nada que discutir.

Valentín hizo un ademán de avance hacia Heliodoro:

—Eres un hijo de puta.

Heliodoro se llevó una mano atrás del pantalón, sonriéndose frío:

—Mira, mira. Tengamos la fiesta en paz. Si no quieres perder, no juegues. Buenas noches, señores.

Heliodoro salió lento sin volver la cabeza y detrás de él otro de la reunión que se quedó mirando fijamente a Valentín. El tío Juan cogió a Valentín por un brazo:

—¡Hala, déjate de tonterías! La mula la has vendido y no hay nada que hacer. Lo que hacía falta es que te sirviera de lección.

—Pero ese tío es un hijo de puta. —Valentín estaba a punto de llorar de rabia—. Y además se guarda las espaldas con ese...

José repartió unas copas de aguardiente entre todos:

—Bueno, bueno, haya paz. El que más ha perdido soy yo.

Pero no se reanudó el juego. Poco después salíamos todos a la calle blanca de luna. El tío Juan emparejó conmigo:

—Llevamos el mismo camino. ¿Qué le va pareciendo el pueblo?

—¿Qué quiere usted que le diga? Para un día ya es bastante.

—Aquí estábamos comentando todos el que haya ido usted a casa de Elíseo, y yo creo que el cabo ha venido solamente para verle a usted.

—Pero ¿aquí no hay Guardia Civil?

—No. Son de Santa Cruz, pero las noticias corren pronto. A mí personalmente me parece bien lo que ha hecho y así se lo he dicho a todos, pero como no tenga usted buenas agarraderas, le van a hacer difícil la vida en el pueblo.

—Mire usted; no pienso meterme en la vida del pueblo, porque al fin y al cabo yo no voy a venir por aquí más que dos días a la semana. Pero si yo quiero beberme un vaso de vino donde sea, no me lo van a quitar. ¿Qué es lo que pasa aquí?

Sabía que estaba eludiendo el problema y sentía a la vez que no podría eludirlo mucho, mientras escuchaba la voz serena del viejo contándome una historia que me parecía haber oído ya contar cientos de veces y que cada vez despertaba mis odios. Heliodoro era el amo del pueblo; había heredado su posición de usurero y cacique de su padre y su abuelo, que ya lo habían sido en tiempos de Cánovas. La mitad de las tierras y casas eran de él, y los pocos que aún labraban sus propias tierras de él dependían. Cuando vino la República las gentes habían tenido la esperanza de una vida nueva y mejor; unos pocos de los propietarios independientes se habían atrevido a pagar los salarios más altos, pero Heliodoro había anunciado que la gente que quisiera trabajar para él tendría que hacerlo en las viejas condiciones. Si no, a él no le importaba, porque «él no necesitaba trabajar la tierra para vivir». Hacía dos años, en su desesperación, los hombres se habían amotinado y destruido algunos árboles frutales y plantas en las huertas de Heliodoro; desde entonces no volvió a dar trabajo a nadie. Y desde que su partido —el de Gil Robles— estaba en el poder, ya no dejaba en paz a los pocos que había independientes.

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