La forja de un rebelde (19 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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La señora Segunda algunas veces me convida a un vaso de recuelo, y aunque no me gusta lo tomo por no disgustarla. Ella tiene cuidado de la Concha, mi hermana, que va al colegio de monjas que está en la misma calle más abajo que el mío. Como mi madre está en el río o en casa de mis tíos, a mediodía la Concha se queda sola. Mi madre muchos días le da a la señora Segunda para que haga la comida para ella y para mi hermana, y así comen las dos y mi hermana no anda por la calle. Mi madre también le guarda a la señora Segunda cosas de comer para que ella pueda cenar y vivir, porque, aunque pide limosna, como a la gente le da repugnancia acercarse a ella, saca muy poco y no lo suficiente para comer. Vive allí mismo al lado del cafetín, en una casa muy grande, donde le han dejado una habitación que es el hueco que hace el primer tramo de la escalera en el portal. Allí no cabe más que la cama y una hornilla de barro donde guisa.

Sin embargo es muy buena y a todos nosotros nos quiere mucho. Como tiene la nariz así, le da reparo darnos besos y se pone muy contenta cuando entramos en su casa y la besamos nosotros. A mí no me importa besarla en un carrillo pero me da asco que me bese ella. Cuando lo hace me aguanto, porque, si no, le da mucha pena y se pone a llorar. Tiene la monomanía de la limpieza y a pesar de que la ropa que tiene es muy mala, porque son ropas viejas que le dan, las cose muy despacito con puntadas pequeñas y con remiendos que no se ven, y luego la lava y la plancha casi todos los días. Las sábanas que tiene son de cachos de trapos que ella recoge por las calles, cosidos unos a otros, pero las tiene siempre azules de puro blancas.

Es religiosa pero va a la iglesia de protestantes que hay en la misma casa. No es que sea protestante, porque ella va a rezar a la iglesia, pero dice que le gusta subir allí, porque Dios está en todas partes y además el cura protestante que hay la socorre de vez en cuando, aunque no mucho, porque los protestantes no tienen dinero. Yo tengo curiosidad de ver una iglesia protestante que además no comprendo que esté en un piso. La señora Segunda me sube y presenta al cura.

Voy con miedo, porque los curas de mi colegio hablan muy mal del colegio protestante y dicen que el que entra allí se condena; allí no van más que los hijos de los anarquistas, que luego salen anarquistas ellos también y tiran bombas como se la tiraron al rey. Esto no lo entiendo, porque, según la geografía, en Alemania y en Inglaterra y en otros países, todos son protestantes. Arriba hay un salón con bancos y con pupitres donde dan clase gratuita a los niños, y en este mismo salón rezan los domingos, tocando un órgano pequeñito que tienen al lado de la mesa del cura. El cura es un señor viejo con barba blanca, vestido de paisano, pero con un cuello duro como el de los curas. Me da unos caramelos y me enseña una historia natural con láminas en colores muy bonitas. Como tengo mucha curiosidad le pregunto:

—¿Es verdad que ustedes no creen en la virgen ni en los santos?

Se sonríe y me dice que soy muy pequeño para explicarme estas cosas.

Después me da un montón de estampitas con dibujos de la vida de Cristo y los Evangelios de san Juan, san Mateo y san Lucas. Me da muchas y me dice que puedo repartírselas a los amiguitos.

Les cuento a los amigos del colegio que he estado en el colegio protestante y nos repartimos las estampas entre todos. Cuando Cerdeño está leyendo una, dentro de las hojas de un libro, viene por detrás el padre Vesga, de puntillas sin que se le oiga. Alarga la mano de pronto, coge la estampa y se pone a leerla.

¡Dios mío, la que se arma! Se le ponen los labios blancos y temblando de rabia, se pone morado y patalea en la tarima. No puede hablar y tartamudea. Esto le pasa siempre que tiene rabia por algo:

—¿Quién le ha dado a usted esta porquería? —pregunta.

—Me la ha dado Barea, padre —contesta Cerdeño.

—Venga usted aquí, Barea —lo dice muy despacio, masticando las palabras—. ¿Quién le ha dado a usted esto?

—Un señor en la calle —respondo. No quiero decir que he estado en la iglesia protestante porque sé lo que va a pasar.

—¡Un señor, un señor! ¡Me supongo que no se las habrá dado un burro! Pregunto, ¿quién, cuándo, cómo, dónde?

Entonces se me ocurre una mentira, mitad verdad. Yo sé que los domingos en la escuela protestante hay unos hombres y unas mujeres que en la calle reparten estampitas como éstas y venden libritos con los Evangelios y la Biblia.

—Me las ha dado en la calle de Mesón de Paredes un señor que las repartía, y como he visto que eran los Evangelios, las he guardado.

—¡Esto son esos canallas de protestantes! ¡Los Evangelios! ¿A esto llamas tú los Evangelios?

—Sí, señor; ahí dice: Evangelio de san Lucas, de san Mateo.

—¡Esto no son los Evangelios! —y daba puñetazos en la mesa—. Esto son escritos de Satanás. Es una vergüenza que esto se tolere en España. Bueno, tú no tienes la culpa, pero de hoy en adelante, cuando os den una estampita de éstas —¡estampita del diablo!— me la traéis sin leerla. ¿Eh? ¡Sin leerla! Y al que yo le pille una estampita lo voy a echar del colegio; vengan todas las estampitas que tengan ustedes.

Una a una van saliendo las estampas y la rabia del padre es cada vez mayor. Cada chico tiene dos o tres. Pero como ninguno se atreve a decir que se las he dado yo, todos cuentan lo mismo, menos los internos que dicen que se las hemos dado nosotros; el padre reúne un montón de estampas en la mesa y se echa las manos a la cabeza:

—¡Señor, Señor! Hay que atajar el mal de raíz.

Al día siguiente, vemos que el padre Vesga se ha encargado de la fila de Mesón de Paredes. Cuando llegamos a Cabestreros, donde se rompe la fila, sigue en dirección a la plaza del Progreso siempre formados y hasta la esquina de la plaza no manda romper filas. Así sigue un día y otro, hasta que sin que ninguno nos demos cuenta, un día empieza a llenarse la cola de hojitas.

Un jorobado, con la cabeza acalabazada, se ha metido entre la fila y las va repartiendo a los chicos. El padre Vesga se da cuenta de pronto, cuando empieza a ver papelitos en las manos de todos y coge al jorobado del pescuezo. De un manotón le tira las hojas al suelo, le pega una bofetada y le insulta a gritos. Se arremolina la gente y los guardias que hay en la calle de la Encomienda vienen corriendo. Unos dan la razón al cura y otros al jorobado. Empiezan a insultarse y a pegarse y al padre Vesga y al jorobado también les quieren pegar. Los guardias cogen al padre en medio de ellos y así le acompañan hasta el colegio.

Al día siguiente, la fila tuerce en la calle de Cabestreros y no pasamos por el colegio protestante. Ahora, la lleva el padre Joaquín. Pero el domingo, cuando salimos de misa, en las mismas puertas del colegio, hay cinco hombres jóvenes repartiendo hojitas entre las filas y a las personas que pasan. Uno de ellos se llega al padre Joaquín y le da un montón diciéndole con guasa:

—Para los niños, padre, son palabras de Jesús.

El padre Joaquín se lía a cachetes con él y entonces, como siguen saliendo chicos de la iglesia, se rompen todas las filas; vienen más curas y se pegan los curas y los protestantes. Los chicos empezamos a pedradas con ellos, y por último salen los cinco corriendo por la cuesta arriba. El carnicero de enfrente va detrás de ellos con un cuchillo en la mano.

—¡Hijos de tal! ¡Venir aquí a meteros con unos pobres curas y con los chicos! ¡Meteos con los hombres, canalla!

Su hijo está interno en la misma clase mía y es uno de los más brutos pero tiene un uniforme de paño de seda y bordados de oro de verdad. El carnicero vuelve soplando, con el cuchillo en la mano y el delantal sucio de sangre:

—Pasen ustedes, padres, pasen ustedes. ¡Estos salvajes! Siéntense que les daré una copita de coñac por el susto. ¡De buena se han librado! ¡Si pillo a uno, le rajo las tripas! ¡Meterse con unos pobres curas que no pueden defenderse!

El padre Joaquín, que es un guasón, le da unas palmadas en la espalda gorda que suena a tocino y le dice:

—Hermano, hermano, repórtese. Está usted blasfemando, y aunque Dios se lo perdonará por la buena intención, están los niños delante. Además no somos tan pobrecitos, también sabemos defendernos.

Con su manaza le da otro cachete que le tambalea,

—Perdone, padre, perdone. ¡La indignación! ¡Que Dios me perdone!

Quisieron quitar el colegio protestante. Pero un político de los socialistas, Azcárate, lo impidió. No volvieron a dar más hojitas en la calle y pusieron dos guardias en el portal cada vez que ellos decían su misa los domingos. La reina madre, María Cristina, y el Nuncio de Su Santidad, hicieron todo lo posible por cerrar la escuela, pero como la reina era inglesa y María Cristina ya no era reina, parece que hubo unos ingleses que protestaron y no la cerraron.

Los curas nos miran los libros, hoja por hoja, para encontrar las estampas de los protestantes; los chicos nos las vendemos a cincuenta «güitos»
[3]
cada una o a diez bolas.

De los tres, el que ha conseguido hacer más amistad con los demás chicos de la clase —con los chicos ricos— he sido yo. Tengo mejores ropas que Sastre y Cerdeño, aunque a ellos, desde que han subido a las clases de arriba, los mandan de casa mejor vestidos. Además, ellos viven en el Avapiés en casas de corredor, y yo vivo en un barrio rico y conozco muchas cosas que ellos no conocen. Algunas veces me echan en cara que me separo de ellos para estar con los otros. Y esto no es verdad. Lo que pasa es que, en realidad, yo puedo alternar con los chicos ricos y ellos no, porque siguen siendo golfillos de calle de barrios bajos. Tratando con los chicos ricos, me encuentro más entre los de mi igual. Cuando traato con ellos dos, me molesta siempre que no se dan cuenta que ya no estamos en las clases de abajo y que no se puede hablar ni hacer las mismas cosas.

Se presentan con los bolsillos llenos de espigas verdes y se ponen a comerlas en clase, contando que han estado ayer en la pedrea con los de la Ronda, contra los chicos del Mundo Nuevo. Que vino la Guardia Civil a caballo y que entonces se unieron todos los chicos, que eran más de doscientos, y apedrearon a la Guardia Civil. Otro día Cerdeño se presenta con las manos negras y el padre Joaquín le dice que por qué no se las había lavado. Entonces explica que el día antes, que fue domingo, ha estado en la estación de las Pulgas en la rebusca. La estación de las Pulgas es una estación que hay en la línea de circunvalación, donde se unen los trenes de la estación del Norte con los del Mediodía. Los chicos del barrio y las mujeres bajan allí a los depósitos de carbón con cestillos y buscan entre la escoria de las locomotoras los trozos de carbón que no han ardido. También roban los que pueden, y después los emplean en casa o los venden. Cerdeño va allí porque le divierte.

A lo mejor, para comer algo a las once, los dos se traen unas gallinejas que son las tripas de vaca, que fríen con sebo en puestos de la calle, metidas en un cacho de pan. Cuando se ponen a comer apestan con el olor de la grasa. Tampoco hay quienes les quite el vicio de hablar como en el Avapiés y sueltan toda clase de palabrotas.

Para mí es muy difícil, porque cuando estoy con ellos, me encuentro más a gusto, pero ellos me miran ya como distinto; y cuando estoy con los otros, me encuentro más agradablemente, pero éstos saben que no soy como ellos y que soy el hijo de una lavandera; que estoy con ellos sólo porque he sacado los premios y los curas me pagan los estudios gratis. Así es que para insultarme, me ha ocurrido que los ricos me han llamado el hijo de lavandera y los pobres me han llamado el señorito.

Lo más gracioso es que hay muchos chicos pobres que no son pobres y muchos chicos ricos que no son ricos. En las clases gratuitas se encuentran hijos de tenderos del barrio cuyos padres tienen negocios muy buenos y en las clases de arriba hay hijos de empleados del Estado que para que ellos puedan estar en el colegio presumiendo con los ricos, los padres se quedan casi sin comer. Estos son los que más presumen de pobres y de ricos.

Es domingo y, cuando se ha acabado la misa, he subido con el padre Joaquín a su cuarto para recoger unos libros que me va a dejar. Después bajamos a los claustros del primer piso donde se reúnen las familias de los internos después de la misa para venir a verlos hasta la hora de comer. Le toca hoy al padre Joaquín recibir a las familias y darles cuenta de lo que cada uno hace.

Nieto, el chico asturiano, está con su padre, un hombre ancho y fuerte con cara de perro pachón. Nieto me llama y nos acercamos el padre Joaquín y yo a los dos.

—Mira, papá —dice—, éste es Barea.

Su padre me mira de arriba abajo con unos ojillos grises que chispean detrás de las cejas peludas:

—¡Ah! Sí, éste es el hijo de la lavandera de que me has hablado. ¡Podías aprender de él, que buenos cuartos me cuestas, para que luego seas más burro que el hijo de la lavandera!

Nieto se queda completamente pálido y yo siento que me pongo rojo. El padre Joaquín me pone una mano encima de la cabeza y le empuja de un brazo a Nieto, diciéndonos a los dos:

—Andad, idos un poco por ahí.

Se vuelve muy serio al padre de Nieto y le dice:

—Aquí, son los dos iguales, mejor dicho, aquí el hijo de la lavandera es más que el hijo de un dueño de minas que paga trescientas pesetas al mes.

Da media vuelta y se marcha tranquilamente sin volver la cabeza. El viejo se queda mirándole y después llama a su hijo. Se ponen los dos a discutir en el banco.

Yo paso por delante de ellos y le digo al chico:

—Hasta mañana, Nieto. —Y sigo andando sin saludar a su padre. En la puerta está el padre Joaquín que no me dice nada. Yo tampoco: le beso la mano y me voy.

Cuando bajo las escaleras del portal no las veo, porque se me llenan los ojos de agua. Lo que ha hecho el padre Joaquín es contra la regla del colegio, donde no se puede tratar mal a la gente de dinero. Si lo supieran se quedaría solo contra todos los curas. Por ser así, toca el oboe para los pájaros y les habla.

Yo también me quedo solo como él. Porque somos distintos de los demás.

Capítulo 9

El Teatro Real

Don Enrique está pintando, pero no puede verse lo que pinta. Tiene un blusón que le llega hasta los pies, unas alpargatas y los pelos blancos revueltos, alborotados; parece que se ha vuelto loco. Tiene una hilera de cubos, de los que usan los albañiles para llevar el agua, llenos de pinturas de todos los colores, como leche teñida, menos uno que está lleno de leche, que es el color blanco. En cada cubo, una brocha que parece una escoba y unos pinceles largos que parecen los hijos de la brocha alrededor de la madre. En el suelo hay una tela enorme clavada en la tierra con clavos gordos y tirante de cola. Don Enrique saca la brocha de uno de los cubos y en la tela tendida deja unos manchones largos o sacude la brocha llenándola de borrones. Después la tela, con unas tablas clavadas detrás, es un castillo o un bosque. Esto nosotros ya lo sabemos: cuando están llenos de chocolate y de pimentón, un castillo. Cuando hay mucho blanco y mucho azul, el mar.

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