La forja de un rebelde (102 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—¡Sol! ¡Sol! —Todavía restallaba el grito en el aire, pero ya más lejano. La muchedumbre se había dispersado debajo de mí. La luz del día llenaba despacio la calle con un resplandor pálido, casi azul. La Casa del Pueblo estaba vacía. Los primeros rayos del sol nos sorprendieron con Puente y sus milicianos, solos en la terraza. Sobre los tejados, en su balcón de hierro, el centinela lanzaba una sombra larga y contorsionada que se tendía en las tejas.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Puente.

—Esperar órdenes.

Abajo, en la calle, unos pocos grupos discutían acaloradamente y hasta nosotros llegaban frases sueltas.

—¿No crees que debíamos ir a la Puerta del Sol? —pregunté.

—No. Nuestras órdenes son esperar. Tenemos que mantener la disciplina.

—Pero no bajo este Gobierno.

Los milicianos se hicieron eco de mis palabras. Uno de ellos se echó a llorar abiertamente. Le dije a Puente:

—Lo siento, pero no puedo remediarlo. Yo he venido aquí esta noche por mi propia voluntad para ayudar en lo que pudiera. Estaba dispuesto a ir a cualquier parte, contigo o con otro, a hacer lo que fuera necesario. Pero no estoy dispuesto a servir a las órdenes de un Sánchez Román. Tú sabes, tan bien como yo, lo que quiere decir que él sea un ministro. Quiere decir que este Gobierno va a tratar de hacer un arreglo con los generales. Me voy. Lo siento.

Nos estrechamos la mano. No fue una cosa fácil. Los milicianos se volvieron, y algunos de ellos dejaron sus fusiles contra la baranda de la terraza:

—Nosotros nos vamos también.

Puente comenzó a gritarles y al fin recogieron los fusiles, menos dos de ellos que marcharon escaleras abajo tras Rafael y yo. Ibamos a través de la casa vacía. De vez en cuando alguna persona se cruzaba en los pasillos o en las escaleras, como un fantasma. Nos bebimos una taza de café hirviendo en el bar y nos marchamos a la calle. Un barrendero estaba regando las losas y en el aire colgaba un olor de amanecer lluvioso.

Del centro de Madrid, de la Puerta del Sol, llegaba un clamor inmenso, un mugido sordo que hacía vibrar el aire y que aumentaba a medida que nos acercábamos. En la esquina de una calle una taberna estaba abierta, a la puerta una mesa con una cafetera sobre un hornillo de carbón de encina, un barreño lleno de agua, tazas, vasos y platos y una hilera de botellas. Nos detuvimos para tomar otra taza de café y una copa de coñac. La radio en la taberna interrumpió su musiquilla:

—¡Atención! ¡Atención! —El tabernero aumentó el volumen del aparato—. Se ha formado un nuevo Gobierno. El nuevo Gobierno ha aceptado la declaración de guerra del fascismo al pueblo español.

Uno de los milicianos que había venido con nosotros desde la Casa del Pueblo, dijo:

—Ahora está todo bien. ¡Salud! —y se volvió sobre sus pasos, agregando—: ¡Pero con esos republicanos en el Gobierno nunca sabe uno!

Cuando llegamos a la Puerta del Sol, la muchedumbre se había dispersado y se comenzaban a abrir los bares. Los grupos, que seguían sus discusiones en las aceras, fueron entrando en ellos, en busca de un desayuno. Un sol espléndido brillaba sobre las casas; el día iba a ser caliente. Pasaban taxis abarrotados de milicianos, muchos de ellos llevando banderas con la inscripción UHP. Los autobuses de los domingos comenzaban a alinearse para llevar las gentes al campo. Al lado de uno, el cobrador voceaba:

—¡Puerta de Hierro! ¡Puerta de Hierro!

Comenzaban a hacer su aparición grupos de muchachos y muchachas y familias completas que trepaban a los autobuses con sus mochilas a la espalda.

—¡Vaya una nochecita! ¡En cuanto lleguemos al campo, me tumbo y no quiero saber más! —exclamó uno, dejándose caer en el asiento.

—Mira —le dije a Rafael—, dile a Aurelia que no voy a ir a casa hasta esta noche, ya tarde. Cuéntale lo que quieras, dile que tengo que hacer en el sindicato, lo que te dé la gana. Voy a esperar a María aquí y me voy a la Sierra. Ya tengo bastante con lo que ha pasado.

Esto fue lo que pasó en la noche del 18. La noche pasada, aunque ahora parecía infinitamente lejos. La conversación de los otros seguía su zumbido. Yo estaba cansado, disgustado con lo ocurrido durante el día, disgustado con María, disgustado conmigo, sin ganas de ir a casa y encerrarme allí, con mi mujer como remate.

Así llegamos a Madrid. Las gentes tomaban los tranvías por asalto y elegimos ir andando. Volvían los primeros autobuses repletos de excursionistas al Manzanares. Fuera de la estación se había producido un atasco en el tráfico y un guardia con casco blanco trataba de resolverlo con grandes gritos, pitadas de su silbato y remolino de manos enguantadas. Había camiones llenos de gentes gritando a pleno pulmón. Un automóvil lujosísimo cargado de maletas trataba de deslizarse silenciosamente en sentido contrario.

—¡Se marchan! ¡Se marchan! ¡Adiós, señoritos! ¡Buen viaje! —gritaban los camiones convertidos en tribuna. El enorme coche los cruzó en silencio; la carretera fuera de Madrid estaba libre. Pero los gritos no habían sido amenazadores, sino burlones; las gentes encontraban divertido el que alguien escapara de Madrid, lleno de miedo.

La alegría no duró más que hasta lo alto de la cuesta de San Vicente. Allí, piquetes de milicianos pedían la documentación en cada esquina. La policía había cerrado cada bocacalle que conducía al Palacio Real. Se veía poca gente y marchando de prisa todos. Pasaban más coches con emblemas de los partidos pintados en las carrocerías y con la inscripción UHP, que desfilaban a gran velocidad. Los transeúntes los saludaban con el puño en alto. Una columna de humo espesa se elevaba lentamente al fondo de la calle de Bailen. Un aparato de radio, a través de una ventana abierta, nos dijo, al pasar, que Franco había pedido a Azaña la rendición sin condiciones. El Gobierno republicano había contestado con una declaración de guerra formal.

Unas cuantas iglesias ardían.

Acompañé a María a su casa y me apresuré a marcharme a la mía.

Las calles alrededor de Antón Martín estaban abarrotadas de gente y llenas de un humo denso y agrio. Olía por todas partes a madera quemada y a metal caliente. La iglesia de San Nicolás estaba ardiendo. Vi los ventanales de la cúpula saltar explosivos, y chorros de plomo incandescente deslizarse por el tejado. La media naranja era una bola gigantesca de fuego furioso, crujiendo y retorciéndose bajo las llamas. Por un instante, el incendio pareció extinguirse y la enorme cúpula se abrió con una grieta roja.

Las gentes se dispersaron gritando:

—¡Se hunde!

Se hundió la cúpula con un chasquido y un golpazo sordo, tragada por las paredes exteriores de la iglesia. De dentro brincó a lo alto una masa silbante de polvo, cenizas, humo y chispas. De pronto, entre esta nube de cataclismo, surgió la figura de un bombero en lo alto de una escala que se balanceaba en el aire, perdido el apoyo de la cúpula; el hombre, en lo alto, seguía dirigiendo el chorro de agua de su manga sobre los puestos del mercado de la calle de Santa Isabel y las paredes del cinema a espaldas de la iglesia. Era como si Arlequín se hubiera quedado de repente solo en la escena, ridículo y desnudo. Las gentes aplaudían, no sé si al derrumbamiento de la cúpula o a la figurilla grotesca allá en lo alto. El fuego seguía rugiendo sordamente dentro de las paredes de piedra.

Entré en la taberna de Serafín. Toda la familia estaba agrupada en la trastienda, la madre y una de las hermanas completamente histéricas, y la taberna estaba llena de gente. Serafín corría de los clientes a su madre y hermana y de éstas a aquéllos, tratando de atender a todos, su cara redonda empapada de sudor, dando, atontado, tropezones a cada paso.

—¡Arturo, Arturo! ¡Esto es terrible! ¿Qué va a pasar aquí? Han quemado San Nicolás y todas las otras iglesias de Madrid: San Cayetano, San Lorenzo, San Andrés, la escuela Pía...

—¡Bah! No te apures —interrumpió un parroquiano con pistola a la cintura y un pañuelo rojo y negro liado al cuello—. Sobran tantas cucarachas.

El nombre de la escuela Pía me había impresionado: mi vieja escuela estaba ardiendo. Me fui rápidamente, calle del Ave María abajo, y me encontré a Aurelia y los chicos en la calle, mezclados con los vecinos. Me recibieron a gritos:

—¿Dónde has estado?

—Trabajando todo el día. ¿Qué es lo que pasa aquí?

Veinte vecinos comenzaron a la vez a darme explicaciones: los fascistas habían disparado sobre las gentes desde las torres de las iglesias y las gentes las habían asaltado. Todo estaba ardiendo...

El barrio entero olía a quemado y caía una lluvia finísima de cenizas. Quería verlo yo mismo.

La iglesia de San Cayetano era una masa de llamas. Cientos de personas vecinas de las casas adyacentes habían sacado a la calle sus muebles y los habían amontonado lejos del incendio que amenazaba sus hogares. Guardaban sus propiedades y contemplaban silenciosas el incendio. Una de las torres gemelas comenzó a oscilar. La multitud gritó: si la torre caía sobre sus casas, sería el fin. El bloque de piedra y ladrillo se estrelló en mitad de la calle.

Enfrente de la iglesia de San Lorenzo, una multitud frenética aullaba y danzaba casi en las mismas llamas.

La escuela Pía estaba ardiendo por dentro. Parecía como si hubiera sido sacudida por un terremoto. La larga fachada de la calle del Sombrerete, con sus cien ventanas correspondientes a las clases y a las celdas de los padres, estaba lamida por las lenguas de fuego que surgían a través de las rejas. La fachada principal estaba derruida, una de las torres caída, el atrio de la iglesia demolido. Por una puertecilla lateral —la entrada de los chicos pobres— bomberos y milicianos entraban y salían sin cesar. El resplandor del fuego interno en el enorme edificio brillaba a través de cada orificio.

Un grupo de milicianos y de guardias de asalto surgió sosteniendo una camilla improvisada —unas tablas sobre una escalera de mano— y sobre las tablas, envuelta en mantas, una figurilla de la que sólo era visible la cara de cera y el mechón de pelo blanco. Un viejecillo miserable, temblón, los ojos llenos de terror: mi antiguo maestro, el padre Fulgencio. La multitud abrió paso en silencio y los hombres le metieron en una ambulancia. Debía tener entonces más de ochenta años. Una mujeruca gorda dijo detrás de mí:

—Lo siento por el pobre padre Fulgencio. Le he conocido desde que era una chiquilla. ¡Y pensar que ahora el pobre tiene que pasar por todo esto! Valía más que se hubiera muerto. El pobre hombre hace ya muchos años que estaba paralítico. Algunas veces le subían al coro en una silla para que pudiera tocar el órgano, porque las manos las tenía bien, pero de la cintura para abajo estaba ya muerto. No sentía ni aunque le pincharan con alfileres. Y, ¿sabe usted?, todo esto ha pasado porque los jesuítas se hicieron amos de la escuela. Porque antes, y créame a mí que las sotanas me hacen vomitar, todos aquí en el barrio queríamos a los padres.

—El padre Fulgencio fue mi maestro de química —le dije.

—Entonces usted sabe lo que quiero decir, porque de eso debe de hacer ya mucho tiempo. Bueno, no quiero decir que es usted un viejo. Pero debe hacer sus buenos veinte años.

—Veintiséis.

—Ve usted, no estaba tan equivocada. Bueno, como le iba diciendo, hace algunos años, no me acuerdo bien si fue antes o después de la República, la escuela cambió que no la conocía nadie. — El fuego seguía crepitando dentro de la iglesia. El edificio no era más que una cáscara agrietada. La mujer seguía entusiasmada y verbosa—: Los escolapios, ¿sabe usted?, eran buena gente, y ya le digo que no me gustan las sotanas, pero fueron y se juntaron a una de esas asociaciones de las escuelas católicas, algo que lo llamaban así, que todo estaba manejado por los jesuitas. Usted se acordará cómo era cuando el padre prefecto venía a la plaza de Lavapiés y nos daba perras y hasta mi madre iba y le besaba la mano. Pero todo esto se acabó cuando vinieron los jesuitas. ¡Empezaron eso que llaman la adoración de Dios! Se ponían a hacer la instrucción en el patio con fusiles, que todos los veíamos desde los balcones. Y luego, aunque no lo crea, esta mañana empezaron con una ametralladora en la torre esa que han tirado, y se oía en todo el barrio.

—¿Y han herido a alguien? —pregunté.

—A cuatro o cinco aquí en Mesón de Paredes y en la calle de Embajadores. Uno se quedó muerto en la acera y a los otros se los llevaron en seguida.

Me fui a casa profundamente emocionado. Sentía un peso en la boca del estómago como si quisiera llorar sin poder. Surgían visiones de mi infancia y tenía la sensación de sentir y de oler cosas que había querido y cosas que había odiado. Me senté en el balcón de casa sin ver la gente que pasaba por la calle o que se enracimaba en grupos, hablando a gritos. Traté de aclarar el conflicto dentro de mí. Me era imposible aplaudir la violencia. Estaba convencido de que la Iglesia en España era un daño que había que corregir, pero a la vez me rebelaba contra esta destrucción estúpida. ¿Qué habría ocurrido a la biblioteca del colegio con sus viejos libros iluminados, con sus manuscritos únicos? ¿Qué habría ocurrido a las salas de física y de historia natural, tan espléndidas, tan escasas en España? ¡Y toda la riqueza destruida en material de enseñanza! ¿Era posible que estos curas y estos señoritos de la Falange hubieran sido realmente tan estúpidos como para creer que el colegio iba a ser una fortaleza contra un pueblo enfurecido?

Había visto demasiado de sus preparaciones para no creer que habían usado las iglesias y los conventos como almacenes de guerra. Pero a pesar de ello, odiaba la destrucción, tanto como odiaba a los que habían llevado al pueblo a ella. Por un momento pensé dónde estaría el padre Ayala y si le satisfacía el resultado de su silencioso trabajo.

¿Qué hubiera ocurrido si nuestro antiguo padre prefecto hubiera abierto de par en par las puertas de la iglesia y del colegio y se hubiera quedado él allí, bajo el dintel, frente a frente al populacho, erguido, con su cabeza alta, con sus cabellos de plata azotados al viento? ¡Oh!, no le hubieran atacado, estaba seguro.

Más tarde aprendí que esta ilusión mía no era vana: el cura párroco de la iglesia de la Paloma —la más popular de todo Madrid— había puesto las llaves de la iglesia en manos de las milicias, y su iglesia y las obras de arte que encerraba fueron salvadas y respetadas, aunque demolieron los santos de cartón piedra y se llevaron los candeleros de latón para hacer cartuchos. Y lo mismo pasó con San Sebastián, con San Ginés y con docenas de otras iglesias que se habían mantenido intactas, algunas de ellas en espera de las bombas que iban a caer.

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