La forja de un rebelde (99 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—A mi edad, ya no se tiene miedo de nada. ¿Por qué no probar a volar y quedarme con las ganas? Lo único que siento es que me estoy haciendo viejo, ahora que comienzan estas cosas tan interesantes.

Sentía admiración y orgullo por su hermano, el jesuíta, que era tan sagrado y tan importante que nada podía decirse de él. En 1930, el año antes de proclamarse la República, me había llevado con él, por primera vez, a ver a su hermano en la residencia de los padres, en la calle de Cedaceros. Me había sido repulsivo el padre Ayala. Era sucio y grasiento, el hábito pringoso, sus zapatones enormes, con gruesas suelas, sucios de siempre, las uñas de sus dedos planos ribeteadas de negro. No podía ver dentro de su mente, pero conocía la fuerza del hombre: en aquella época, era él quien manejaba los hilos que iban a terminar en el Palacio Real, en las Cortes, en los salones de la aristocracia y en los cuartos de banderas de las guarniciones más importantes. Pero él nunca aparecía en público. Sabía que estaba viviendo, ahora que se había disuelto la Compañía, en una casa de vecinos de Sevilla, en compañía de otros dos padres, todos vistiendo de paisano. ¿Por qué este hombre, inesperadamente, se metía en el avión con su hermano y le acompañaba a Madrid? ¿Qué nueva tela de araña estaba tejiendo?

Cuando llegamos a la puerta de la oficina, el padre Ayala nos abandonó y don Manuel hizo sus excusas:

—El pobre hombre está muy preocupado con lo que va a pasar. —Siguió explicando mientras el ascensor nos elevaba al piso—: Saben ustedes, cuando la República disolvió la Orden, mi hermano se fue a Sevilla y tomó un cuartito con otros dos hermanos. Todavía viven allí haciendo vida comunal. Hay cientos como ellos en España. Al principio, naturalmente, la mayoría de ellos dejaron el país, pero han ido volviendo poco a poco. Ahora las cosas van a cambiar y su sitio es aquí, ¿no les parece?

Cuando hubimos terminado nuestra charla de negocios, don Manuel me invitó a comer con él, «porque mi hermano me ha abandonado y usted conoce los buenos rincones».

El viejo era profundamente religioso, vivía una vida de celibato, y dudo mucho que jamás hubiera tenido contacto con mujeres; pero tenía debilidad por un buen plato y buen vino. Cuando nos habíamos instalado en uno de esos «rincones» que a él le gustaban, don Manuel me preguntó:

—¿Y qué? ¿Cómo van en Madrid las cosas de la política?

—Por lo que a mí me parece, confieso que soy muy pesimista. Los grupos de la izquierda no hacen más que pelearse unos con otros y las derechas están dispuestas a destruir la República. Ahora, a algún idiota se le ha ocurrido la idea de nombrar a Azaña presidente e inmovilizar así a un hombre, tal vez el único, que podía haber gobernado el país en esta situación.

—Sí, es verdad, sí. Y una gran ventaja para nosotros. Créame, Largo Caballero y Prieto y todos ésos, no tienen importancia. El único hombre peligroso es Azaña. Azaña tiene odio a la Iglesia y es el hombre que más daño nos ha hecho. Ahora le hemos sacado los dientes. De otra manera, hubiera sido preciso eliminarle antes de hacer nada.

—Caramba, don Manuel, ése es un lado suyo que no conocía, que se le pasara por la cabeza que hubiera que matar a alguien.

—No yo, claro, no. Yo soy incapaz de matar una mosca. Pero tengo que admitir que ciertas cosas pueden ser necesarias. Ese hombre es la ruina de España.

—La ruina de
su
España, querrá usted decir.

—¡Hombre de Dios! Y de la suya también. Porque no me irá usted a decir que está del lado de esa canalla comunista.

—Tal vez no, pero tampoco estoy del lado de los falangistas. Mire, don Manuel, yo no creo en la monarquía. Estoy por la República con toda mi alma.

—¡Psch! A mí no me da frío ni calor, república o monarquía. Ahí tiene usted a Portugal, con una república ideal. Un hombre inteligente a la cabeza, y la Iglesia respetada y en el sitio que le corresponde. Eso es lo que yo quiero.

—Habla usted como si fuera su hermano.

—¡Ah, si pudiera usted oír a mi hermano! Y yo estoy de acuerdo con él. ¡Comunismo! ¿Usted no sabe que la Compañía de Jesús resolvió la cuestión social hace ya siglos? Lea usted la historia, amiguito, léala. Allí verá usted lo que las misiones en América hicieron, particularmente en el Paraguay. La Compañía administró el país y no había ni un solo hambriento. Ni uno, entérese. Los indios nunca han sido tan felices como entonces. Cuando uno de ellos necesitaba una manta se le daba, dada, no vendida. Los padres hasta les buscaban mujer si querían casarse. No les hacía falta dinero, no. Aquello era un paraíso y una administración modelo.

—Y una mina de oro para los santos padres, supongo.

—No sea usted un demagogo. Usted sabe que los padres hacen voto de pobreza y la Compañía no tiene nada.

—No va usted a negar que tienen influencia, aún hoy.

—Yo no voy a negar nada. Pero tampoco va usted a negar que la Compañía tiene muchos enemigos y que las pobres gentes tienen que defenderse. —Se calló y se quedó un momento pensativo—. Si sólo le hubieran hecho caso a mi hermano, cuando se lo dijo a tiempo... pero nadie le quería escuchar. Cuando don Alfonso dijo que se marchaba y que dejaba el sitio a la República, mi hermano aconsejó en contra de ellos. Con unos pocos regimientos todo se hubiera arreglado en un par de días. Bueno, pues, usted vio lo que pasó.

—Ya sé que su hermano tiene buenos contactos.

—¡Oh, no, no! Mi hermano nunca dejó la residencia, más que para dar un paseo. Pero los padres le consultaban, porque, aunque yo, que soy su hermano, no debía decirlo, es un gran talento. Pero siempre un hombre simple. Usted lo conoce. ¿No cree que tengo razón?

Era verdad. El padre Ayala nunca cambió. Otros hombres de la Compañía podían lanzarse en el mundo, él no. Presentaba su fachada basta y su gesto desdeñoso y conservaba su poder oscuro. Le contesté a don Manuel que sí, que estaba de acuerdo con él. Se expansionó en el placer de la digestión.

—Los buenos tiempos están detrás de la esquina, amigo Barea. Más cerca de lo que usted se cree. Ahora tenemos los medios y tenemos el líder. Este Calvo Sotelo es un gran hombre. Es el hombre de la España del futuro, de un futuro muy próximo.

—¿Usted no cree que tendremos otro alzamiento militar como en 1932?

—¿Y por qué no? Es un deber patriótico. Antes de tener el comunismo hay que ir a las barricadas. Pero no será necesario. La nación en pleno está con nosotros y toda la basura se barrerá de un simple escobazo. Tal vez ni aun eso hará falta. Calvo Sotelo será el Salazar de España.

—Sí, mucha gente está convencida de que esto va a explotar de la noche a la mañana. Pero si la derecha se echa a la calle, me parece que van a quedar pocos para contarlo. El país no está con ellos, don Manuel.

—Si usted llama a toda esa canalla el país, no. Pero tenemos el ejército y la clase media, las dos fuerzas vivas del país. Y Azaña no se va a deshacer de ellos con una sonrisa, como hizo en agosto de 1932.

—Entonces, de acuerdo con usted, don Manuel, vamos a tener un gobierno paternal, al estilo paraguayo o portugués, para agosto de 1936.

—Si Dios lo quiere, Barea. Y lo querrá.

Acabamos la comida, bromeando amablemente, porque ninguno de los dos queríamos ir más allá en mostrar nuestros pensamientos al otro. Nunca he vuelto a ver a los dos hermanos.

El lunes mandé a mi hija mayor a pasar unas vacaciones a las montañas en compañía de Lucila, la mujer de Ángel, que iba a pa—sar una temporada con su familia cerca de Burgos, mientras Ángel estaba sin trabajo. Era el 13 de julio de 1936. Cuando los despedí en el autobús, me marché directamente, con mi cartera de papeles, al ministerio.

Los despachos de la oficina de patentes estaban vacíos. Un grupo numeroso se amontonaba a la puerta del despacho de don Pedro. Don Pedro estaba gesticulando y vociferando detrás de su mesa, los ojos llenos de lágrimas. Pregunté a uno de los empleados:

—¿Qué diablos pasa aquí?

—¡Dios! ¿No te has enterado? Han matado a Calvo Sotelo.

Muchos de los empleados pertenecían a la derecha, particularmente cuatro o cinco mecanógrafas, hijas de «buenas familias», y un grupo más numeroso aún de similares hijos de buena familia, algunos de los cuales eran miembros de la Falange. Todos estaban ahora alrededor de don Pedro, haciendo coro a sus lamentaciones por el asesinato del líder político.

—¡Es un crimen contra Dios! Un hombre tan inteligente, tan bueno, un cristiano semejante, un caballero, muerto como un perro rabioso...

—Ya les vamos a arreglar las cuentas. Les va a quedar poco tiempo para alegrarse. Lo único que queda que hacer es echarse a la calle —contestaba el coro.

—¡No, no, por Dios! No más sangre, no es cristiano. Pero Dios castigará a los asesinos.

—Sí, Dios los va a castigar, pero nosotros le vamos a echar una mano —replicó un muchacho muy joven.

Me marché a la calle. Aquel día no había nada que hacer en la oficina de patentes.

Las nuevas me habían cogido de sorpresa, como habían cogido a toda la ciudad. Sin embargo, era obvio que el asesinato de Calvo Sotelo era la respuesta al asesinato del teniente Castillo de los guardias de asalto. La única cuestión era si aquello iba a convertirse en la mecha que incendiaría el barril de pólvora. ¡Y mi hija en el autobús camino de Burgos! Si lo hubiera sabido a tiempo, hubiera impedido el viaje. Aunque tal vez estaría mejor en un pueblecito pequeño y perdido que en Madrid, si las cosas comenzaban a ponerse graves. ¿Un pueblecito pequeño? Ya había visto lo que podía pasar en Novés. Y la única cosa que conocía acerca de la familia de Lucila era que estaban en buena posición y considerados como gente importante en su pueblo, lo cual no era exactamente una garantía si se levantaban las gentes del campo. Me fui hacia la Glorieta de Atocha sin saber qué hacer.

La ancha plaza estaba convertida en un hormiguero. No por el asesinato de Calvo Sotelo, sino por las preparaciones para la verbena de San Juan. Los materiales para las cien y una diversiones de la verbena estaban tirados sobre los adoquines. Había las simples armazones de tabla para los puestos de chucherías o el círculo de raíces de acero para el tiovivo. Una hilera de hombres agarrados a un cable levantaban lentamente un mástil del que colgaba, como la tela de un paraguas sin varillas, una lona circular. Dos mecánicos, chorreando grasa, ajustaban y martilleaban una vieja máquina de vapor. Los hombres estaban en camiseta, con los brazos desnudos, sudando a chorros bajo el sol de julio. Los caballos de madera pintarrajeados de colorines crudos, en piezas, mostrando sus tornillos y sus rotos, se amontonaban revueltos entre tablas y vigas. Los carricoches de los feriantes dejaban escapar un hilito de humo de sus chimeneas raquíticas, y la alambrista zascandileaba en chambra con los pechos caídos, atendiendo la comida y ayudando a los artistas convertidos ahora en carpinteros. De los carretones y de camionetas surgían, sin descanso, cajas y cajas o piezas de mecanismos misteriosos. Una muchedumbre de chiquillos y mirones contemplaba el montaje de las barracas, estáticos y molestos como moscas.

Madrid se estaba preparando para su diversión. ¿Quién pensaba en Calvo Sotelo?

Me equivocaba. A nadie se le ocultó lo que su muerte significaba. El pueblo de Madrid sentía el miedo que sienten los soldados en vísperas de salir para el frente. Nadie sabía dónde o cuándo comenzaría el ataque, pero todo el mundo sabía que había llegado la hora. Mientras los feriantes montaban los caballitos del tiovivo, el Gobierno había decretado el estado de alerta. Los obreros de la construcción afiliados a la CNT se declararon espontáneamente en huelga, y algunos miembros de la UGT que pretendieron seguir trabajando fueron agredidos. El Gobierno cerró todos los locales de los grupos de derecha, sin distinción, y arrestó a cientos de personas pertenecientes a ellos. Cerró también los ateneos libertarios y arrestó asimismo a cientos de sus miembros. Era claro que trataba de evitar un conflicto.

En la calle de Atocha me encontré a mi amigo comunista, Antonio, con otros cuatro.

—¿Dónde vais?

—Estamos de vigilancia.

—No seáis estúpidos, lo único que vais a hacer es conseguir que os lleven a la comisaría. Ese compañero tuyo no puede ir mostrando más claramente que lleva una pistola, como no se la ponga en la mano.

—Pero tenemos que estar en la calle para ver lo que pasa. Tenemos que proteger el «radio». —El radio era el domicilio social del Partido en el barrio y Antonio era su secretario general—. Y ni aun sabemos si la policía lo va a cerrar o no. Desde luego, no hemos dejado a nadie allí.

—Lo que tenéis que hacer es poner un puesto en la verbena.

Antonio abrió la boca asombrado:

—¡Oye, esto no es una broma! ¿Sabes?

—Lo que yo te digo tampoco, no seas idiota. Es muy sencillo. Comprad unos cuantos juguetes baratos en un almacén, unas cuantas cajas para armar un tenderete, poner una manta encima y los juguetes, e instalaros en la verbena. Yo conozco un tabernero allí que os dejará usar el teléfono toda la noche, porque no cierra mientras dure la verbena. Y así podéis estar en la calle y tener todas las informaciones y todos los contactos que os dé la gana, sin llamar la atención a nadie.

Aceptaron mi plan y yo mismo les ayudé a realizarlo. Aquella misma tarde Antonio instalaba un puesto de juguetes baratos al lado de la verja del jardín Botánico. Los miembros del radio, que constituían los piquetes de vigilancia y los enlaces, iban y venían, se paraban a manosear los juguetes y pasaban las noticias. La primera noticia sensacional llegó a mitad de la tarde: el Partido Socialista, todos los sindicatos pertenecientes a la UGT y el Partido Comunista habían concluido un pacto de asistencia mutua y se habían comprometido a soportar al Gobierno de la República. Antonio estaba lleno de entusiasmo y de impaciencia detrás de sus juguetes:

—¿Por qué no ingresas en el Partido?

—Porque no sirvo para aguantar disciplinas, ya lo sabes.

—Pero ahora necesitamos gente.

—Ya lo pensaré. Primero vamos a ver qué pasa.

Ninguno dudaba que las derechas llevarían a cabo un alzamiento. Mi hermano Rafael y yo nos fuimos a la verbena aquella noche, arrancamos a Antonio del lado de sus juguetes y nos sentamos en los veladores que había puesto en el paseo mi amigo el tabernero. La verbena no estaba aún en pleno apogeo y había poca gente en ella, aunque sí una gran abundancia de grupos de policía, de guardias de asalto y de obreros. El público, el verdadero público de verbena, se veía claramente que tenía miedo de aglomeraciones.

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