Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Conque, ¿sin oficio, eh? —dijo el comisario—. Bien, pues con arreglo a la ley de vagos, te pasarás una quincena a la sombra.
No podían imponerle más. Manzanares fue a la cárcel, tomó una celda de pago y vivió quince días como un príncipe. Una noche le abrieron las puertas de la cárcel y le pusieron en la calle. A los diez minutos la policía le detenía y le llevaba ante el mismo comisario. Otros quince días. Y así por meses, hasta que Manzanares se hartó del juego y un día le dijo al inspector:
—Bueno, ¿qué es lo que se propone usted?
—Nada, terminar contigo.
Le mandaron otra vez a la cárcel y Manzanares se puso a cavilar. Le escribió una carta al inspector y le ofreció marcharse voluntario a África si le dejaban en paz. Y aquí le trajeron directamente desde la cárcel Modelo.
—¿Y qué? —pregunté.
—¡Psch!, al parecer ha aprendido la manera de abrir las carteras a los moros en los zocos. Pero como gana dinero es con las cartas en las manos. En esto es simplemente maravilloso.
—No comprendo por qué le habéis hecho machacante.
—Te diré: Manzanares tiene su filosofía. Dice que como es el único ladrón acreditado que existe aquí, le harán responsable de todo lo que falte. Y no sé cómo se las arregla, pero desde que él está no falta un botón en la compañía.
Julián me contó su historia:
—¿Tú conoces a mi padre?
—No lo sé, si no me dices quién es. Pero seguramente no.
—Sí, hombre, le conoces. Es el capitán Beleño, el maestro de talleres de la comandancia en Ceuta.
Me eché a reír. Claro que le conocía. ¿Quién no le conocía en Ceuta? Julián, amoscado por la risa, dijo:
—Claro que le conoces. Todos le conocen. Bueno, pues yo soy su hijo.
—No lo hubiera creído nunca, porque él es flaco como un espárrago y tú pareces un queso de bola. No te enfades, pero la verdad es que estás gordito.
—Sí. Me llaman el sargento Bolita. He salido a mi madre, que parece el corcho de un barril. Bien, pues si yo estoy aquí, es por culpa de mi padre.
El padre de Julián, el capitán Beleño, era un carpintero de ribera en Málaga cuando tenía sus veinte años. Con una sierra, un hacha y una azuela, construía barcos de pesca con el mismo arte rudimentario y las mismas reglas que los griegos y los fenicios usaban hace dos mil años. Por razón de su oficio, le destinaron al regimiento de Pontoneros. Cuando acabó el servicio, su capitán le sugirió que se quedara en el ejército como un obrero afiliado. en el ejército español, cada regimiento tiene varios obreros agregados, tales como herreros, carpinteros y guarnicioneros, que no sirven como soldados de filas, sino como obreros contratados por el estado y sujetos a la disciplina militar. en esta condición de personal agregado al ejército se les asimila a los diferentes rangos y se les concede promoción por escala de antigüedad. los obreros recién alistados tienen la categoría de sargentos; en el curso de los años van ascendiendo en paga y en rango hasta llegar a capitanes. tienen derecho a llevar el uniforme de un capitán, pero en la práctica visten como paisanos y se presentan en el cuartel a realizar su trabajo en horas fijas.
Pero el capitán Beleño jamás prescindía del uniforme, a no ser que el trabajo entre manos le obligara a ello, y era famoso por la estricta disciplina que él, el capitán honorario, exigía de los soldados. Llevaba viviendo en Ceuta más de veinte años y su sueño era que su hijo llegara a realizar lo que él nunca podría realizar, mandar una compañía. Julián se crió en la disciplina de un cuartel. Cuando comenzó a balbucear sus primeras palabras, comenzó a aprender los principios básicos del arte militar vistos a través de la mente de su padre. Cuando tuvo diecisiete años, su padre le llevó un día al cuartel, le hizo firmar unos cuantos documentos en la oficina del regimiento y le dijo solemne: —Hijo mío, tu vida comienza hoy. Trabaja duro y en treinta años serás un capitán del ejército español como lo es tu padre. Más que tu padre, porque tú puedes ser un capitán de verdad y no un pobre trabajador como yo.
Los oficiales, que estimaban al viejo, metieron al muchacho en la oficina y le mantuvieron allí hasta que ascendió a sargento.
—Pero ahora que ya soy un sargento, esto se ha acabado. Es—toy preparándome para oposiciones en Correos y en cuanto sean los exámenes y apruebe, me licencio. ¡A la mierda mi padre y sus estrellas de capitán, que ojalá no hubiera visto en mi vida!
Herrero protestó agrio:
—Tu eres un idiota. Si te hubiera costado lo que me ha costado a mí llegar a sargento, mirarías las cosas de otra manera. Pero claro, tú nunca has pasado hambre.
—Hombre, yo creo que está en su derecho de preferir una profesión y dejar el cuartel. Yo mismo, en cuanto cumpla mis tres años, me licencio.
—¿Y entonces, por qué te has hecho sargento?
—¿Por qué te has hecho tú?
—¿Yo? Para poder comer. Cuando yo entré en el cuartel, hace doce años, me moría de hambre y me hinchaban a bofetadas. Porque los sargentos de entonces pegaban de firme y a mí me tocó una buena ración. No sabía leer ni escribir, ni tenía oficio. Pero cuando me dijeron que aprendiendo cosas podía llegar a sargento y no tendría que volver más a cavar y a andar detrás de las mulas y el arado, ni volver a pasar hambre... Bueno, me costó doce años, pero estoy orgulloso de ello. Y si Dios me da salud, me he de ver con mi pensión cuando sea viejo sin tener que ir al asilo.
Pepito, el hijo del señor Pepe, estaba zascandileando a mi alrededor mientras preparaba mi maletín para ir a Tetuán. Tenía que presentar las cuentas del mes y volver con el dinero para los jornales.
—Buena juerga se va usted a correr, ¿eh?
—No creo. No me interesan mucho las putas de Tetuán.
—Porque no las conoce usted. Hay para todos los gustos, con dinero, claro. Hay cada tía... Bueno, ya me lo contará después. Pero hablando de Tetuán, mi padre me ha dicho que le diera a usted esto. —Y me alargó un sobre con quinientas pesetas.
—Y esto, ¿para qué?
—¿Para qué va a ser? Para lo que le pida el cuerpo.
Nos marchamos juntos Córcoles y yo. En el camino del Zoco le conté el incidente. Se indignó:
—El hijo de zorra. Una miseria, quinientas pesetas. ¡A mí podía habérmelas ofrecido!
En el Zoco montamos en un camión que nos llevó hasta Tetuán. El comandante Castelo me recibió cariñosamente y echó una ojeada al montón de papeles con la firma del capitán.
—¿Ha comprobado usted todo?
—Sí, mi comandante.
Firmó rápidamente y me los devolvió sin mirarlos.
—Vete al capitán cajero y vuelve a verme antes de marcharte. —Había cambiado al tratamiento de tú.
Cobré y volví a su despacho. El comandante tenía un plano de la carretera extendido sobre su mesa. Me señaló un puntito negro dibujado al pie del cerro de Hámara entre las dos líneas paralelas de la carretera.
—¿Qué es esto?
—Una vieja higuera, mi comandante. Un árbol magnífico que nos va a costar trabajo arrancar. Yo creo que tiene más de quinientos años.
—Hacerle un barreno y meterle un cartucho de dinamita.
Encendió un cigarrillo y metió la mano en un cajón de la mesa. Sacó un papel y un sobre y me los alargó:
—Bueno, ahora tómate un descanso y diviértete un poco. Aquí tienes un pase libre por cuarenta y ocho horas. Deja el dinero de los jornales con el cajero y vete donde te dé la gana. Te recomiendo la casa de Luisa. Y esto es para que te diviertas.
Tetuán
Durante los primeros veinticinco años de este siglo Marruecos no fue más que un campo de batalla, un burdel y una taberna inmensos.
Córcoles y yo nos fuimos juntos a la comandancia. Él iba a introducirme en la vida alegre de Tetuán.
—Vamos al Segoviano —dijo—. La primera taberna de Tetuán. Luego iremos a casa de la Luisa. La dueña de la casa de putas más lujosa de Tetuán.
—¿Y dónde vamos a comer?
—De eso no te preocupes; en cualquier parte. La calle de la Luneta está llena de restaurantes.
La taberna del Segoviano se abría directamente a la calle. Entramos en ella. Desde la puerta se extendía el largo mostrador de cinc chorreante de agua desde un extremo a otro, con sus pilas desbordadas para lavar los vasos y su columna central llena de grifos. Tres dependientes mantenían un concierto ininterrumpido de cristal contra cristal, de chapoteo de patos en una charca, de glu—glus de aire entre el cuello y la panza de las botellas, llenando vasos con vino, vaciando los restos de los bebidos, sumergiéndolos en las pilas para lavarlos de nuevo, volviéndolos a llenar de vino, en movimientos mecánicos, precisos e interminables. Detrás de los dependientes y a lo largo de la pared se extendía un vasar y sobre él desfilaba incesante una cadena de frascos cuadrados llenos de vino en la cabeza de la hilera, allá en el fondo, vacíos en su final. Los dependientes cazaban ágiles los frascos llenos, los vaciaban, llenando hileras de vasos sudosos de agua, y los volvían vacíos con un empujón, para que la cadena siguiera avanzando. En un extremo un muchacho ponía incansable frascos llenos. En el otro, un segundo muchacho retiraba los frascos vacíos.
A lo largo del mostrador se empujaba, apretujándose contra el borde, una mesa de soldados chillando más alto que el estrépito de los vasos, el borboteo del agua y el tintineo de las monedas de cobre. Se hablaba a gritos. Más allá del mostrador, en el fondo, reinaba una mezcolanza caótica: barriles, cajas de botellas de vino y cerveza, damajuanas de aguardientes, banquetas con tres patas pintadas de almazarrón, cajas de embalaje abiertas y a medio abrir volcando sus intestinos de paja, negruzcas jarras de estaño para medir, frascos vacíos y llenos, ristras de chorizos y salchichón colgando de las paredes y del techo. El suelo era escurridizo por el mosto pegajoso, amasado en una pasta espesa con el polvo de las suelas de centenares de personas. Y todo estaba cubierto de moscas, millones de moscas cuyo zumbido se fundía en una nota única, intensa y persistente, que daba la impresión de que cada cosa estaba vibrando. Lo único limpio en este océano de basuras eran los vasos emergiendo incesantes del agua corriente de las pilas. El salón olía exactamente como el aliento de un borracho hiposo.
Córcoles me empujó a través de la mesa de gente:
—Vamos dentro. —Y me guió por una puerta estrecha a un segundo cuarto.
En este cuarto, oscuro, con su puerta a la calle bloqueada por barriles y su piso de losas de piedra, estaban diseminados, entre el laberinto de cajas, botellas, damajuanas, barriles y pellejos de vino. Cada barril servía como una mesa, cada caja como un asiento. Uno de los barriles servía de soporte a una bandeja enorme cargada de chatos de manzanilla, y el otro, a un frasco grande de vino en el centro de un círculo de vasos gruesos, llenos hasta el borde de vino tinto.
En el cuarto no había un solo soldado. A través de la puertecilla aquella no se permitía pasar a nadie que no fuera al menos un sargento. Así, todos aquellos grupos ruidosos se componían de todas las categorías militares desde sargentos a comandantes. Varios muchachos atendían a los clientes y llevaban sus bandejas de estaño cargadas de vasos y botellas de un rincón al otro en fantásticas peregrinaciones.
El suboficial Carrasco nos llamó desde uno de los barriles convertidos en mesa. Era un andaluz que llevaba veinte años en África, un poco calvo, un poco panzudo, bebedor insaciable, listaba con un teniente de Regulares y un sargento de la compartía de telégrafos y nos invitó a que nos uniéramos a ellos.
—Qué, ¿cómo van las cosas? —me preguntó.
—No mal del todo.
Con la punta de los dedos me golpeó amistoso el estómago:
—No mal del todo, ¿eh? Vas a echar una barriga como un obispo. —Les contó a sus amigos mi carrera a grandes rasgos. El oficial de Regulares se cambió de sitio y vino a sentarse a mi lado.
—Tiene que ser muy interesante ese trabajo suyo. ¿Qué le parece a usted? —Y sin transición, sin esperar mi respuesta, continuó, verboso—. Lo que usted necesita es un reloj como este —y sacó no sé de dónde un reloj de oro de pulsera.
Un poco azorado y creyendo que el teniente estaba borracho, cogí el reloj y lo examiné. Debía valer sus buenas quinientas pesetas.
—Es una pieza magnífica —le dije al devolvérselo.
—¿Le gusta?
—Mucho.
—Bueno. Quédese con él.
—¿Quién, yo?
—Sí, hombre. Quédese con él. Me lo paga cuando quiera y como quiera.
—Pero yo no quiero un reloj de oro —exclamé.
—¡Qué pena! Éste es un reloj para una persona de gusto, no para esos paletos de infantería. Es un reloj para un oficial. Garantizado por cinco años. Pero, bueno, si no lo quiere, no vamos a regañar por eso.
Desapareció el reloj en sus bolsillos y de otra parte sacó una estilográfica:
—Pero esto sí le va a gustar. A propósito para usted. Cincuenta pesetas. Una verdadera Watterman. La puede usted pagar ahora o en plazos de cinco pesetas al mes o como quiera.
—Pero bueno, ¿usted es un viajante de comercio, o una bisutería ambulante, o qué?
—Un poquito de todo. —Me dio una tarjeta de negocios: «Pablo Revuelta. Teniente de Regulares. Joyería fina de todas clases. Plazos y contado»—. Uno tiene que vivir de alguna manera. Con esto y con la paga me las voy arreglando.
La estilográfica era buena. Me quedé con ella por cuarenta pesetas al contado y Revuelta continuó dándome explicaciones.
—En casa tengo de todo y todo de primera calidad. Lo que se le antoje: un reloj de oro o unos pendientes de diamantes para la chica. El pago como quiera. Me firma usted un contrato y el regimiento descuenta los plazos de su paga cada mes sin que tenga que preocuparse.
—¿El regimiento? Pero las deudas están prohibidas...
—Esto no es deuda, es una compra. Todos los regimientos en la zona aceptan mis recibos.
Cuando nos marchábamos se volvió, confidencial:
—Si algún día se encuentra usted en un apuro, venga a casa a verme. Se lo ofrezco como amigo.
En la calle le pregunté a Córcoles.
—¿Qué clase de pájaro es éste?
—Verdaderamente, no sé como se las ha arreglado para llegar a lo que es. Un oficial de Regulares, pero nunca en operaciones. Oficialmente tiene un cargo en la oficina de Mayoría, pero nunca aparece por allí. Su casa es un almacén de joyería y vende a plazos a toda la guarnición desde sargentos a generales, desde estilográficas hasta joyas de dos mil duros. Pero éste no es un gran negocio. Tú vas allí y le compras la joya que te guste más o lo que te dé la gana. Pero no te lo llevas y él te paga lo que vale, menos un descuento del veinte por ciento. Es decir, si te hace falta dinero le firmas un contrato según el cual le has comprado una sortija por valor de mil pesetas y él te da ochocientas. Lo pagas a plazos y no te puedes escapar de pagar, porque el regimiento acepta sus recibos y también porque la sortija la tienes en depósito hasta que terminas, y él tiene el derecho de perseguirte por estafa si pretendes evadir el pago.