La fiesta del chivo (13 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Juan Tomás debe estar con los nervios peor que nosotros —oyó decir al Turco—. Nada más espantoso que esperar. Pero ¿viene o no viene?

—En cualquier momento —imploró el teniente García Guerrero—. Créeme, coño.

Sí, el general Juan Tomás Díaz debía de estar en estos momentos en su casa de Gazcue comiéndose las uñas, preguntándose si por fin había ocurrido aquello que Antonio y él habían soñado, acariciado, fraguado, mantenido vivo y en se creto desde hacía, precisamente, cuatro años y cuatro meses. Es decir, desde el día en que, luego de esa maldita entrevista con Trujillo, con el cadáver recién enterrado de Tavito, Antonio saltó a su automóvil y, a 120 kilómetros por hora, fue a buscar a Juan Tomás a su finca de La Vega.

—Por los veinte años de amistad que nos unen, ayúdame. ¡Tengo que matarlo! ¡Tengo que vengar a Tavito, Juan Tomás!

El general le tapó la boca con la mano. Echó una mirada alrededor, indicándole con un gesto que podía oírlos la servidumbre. Lo llevó detrás de los establos, donde solían hacer tiro al blanco.

—Lo haremos juntos, Antonio. Para vengar a Tavito y a tantos dominicanos de la vergüenza que llevamos dentro.

Antonio y Juan Tomás eran íntimos desde la época en que De la Maza era ayudante militar del Benefactor. Lo único bueno que recordaba de esos dos años en que, como teniente, como capitán, convivió con el Generalísimo, acompañándolo en sus giras por el interior, en sus salidas de la Casa de Gobierno, al Congreso, al Hipódromo, a recepciones y espectáculos, a mítines políticos y aventuras galantes, a visitas y conciliábulos con socios, aliados y compinches, a reuniones públicas, privadas o ultrasecretas. Sin llegar a volverse un trujillista acérrimo, como lo era entonces Juan Tomás Díaz, Antonio, aquellos años, pese a guardar secretamente algo del rencor de todos los horacistas hacia quien había acabado con la carrera política del Presidente Horacio Vázquez, no pudo sustraerse al magnetismo que irradiaba ese hombre incansable, que podía trabajar veinte horas seguidas, y, luego de dos o tres horas de sueño, comenzar el nuevo día al amanecer, fresco como un adolescente. Ese hombre que, según la mitología popular, no sudaba, no dormía, nunca tenía una arruga en el uniforme, el chaqué o el traje de calle, y que, en esos años en que Antonio formaba parte de su guardia de hierro, había, en efecto, transformado este país. Por las carreteras, puentes e industrias que construyó, sí, pero, también, porque fue acumulando en todos los dominios —político, militar, institucional, social, económico— un poder tan desmedido que todos los dictadores que la República Dominicana había padecido en su historia republicana, incluido Ulises Heureaux, Lilis, que antes parecía tan despiadado, resultaban unos pigmeos comparados con él.

Ese respeto y hechizo, en el caso de Antonio, no se trocó nunca en admiración, ni en el amor servil, abyecto, que profesaban a su líder otros trujillistas. Incluso Juan Tomás, quien desde 1957 había explorado con él todas las formas posibles de librar a la República Dominicana de esa figura que la succionaba y aplastaba, fue en los años cuarenta seguidor fanático del Benefactor, capaz de cometer cualquier crimen por el hombre al que creía el salvador de la Patria, el estadista que devolvió a manos dominicanas las aduanas antes administradas por los yanquis, que resolvió el problema de la deuda externa con Estados Unidos, ganándose el nombramiento, por el Congreso, de Restaurador de la Independencia Financiera, que creó unas Fuerzas Armadas modernas y profesionales, las mejor equipadas en todo el Caribe. En esos años, Antonio no se hubiera atrevido a hablar mal de Trujillo a Juan Tomás Díaz. Éste escaló posiciones en el Ejército hasta convertirse en un general de tres estrellas y obtener la comandancia de la Región Militar de La Vega, donde lo sorprendió la invasión del 14 de junio de 1959, el principio de su caída en desgracia. Cuando esto ocurrió, Juan Tomás ya no se hacía ilusiones sobre el régimen. En la intimidad, cuando estaba seguro de que nadie lo oía, durante las cacerías por los cerros, en Moca o La Vega, en los almuerzos familiares de los domingos, confesaba a Antonio que todo lo avergonzaba, los asesinatos, las desapariciones, las torturas, la precariedad de la vida, la corrupción y la entrega de cuerpos, almas y conciencias de millones de dominicanos a un solo hombre.

Antonio de la Maza no había sido nunca un trujillista de corazón. Ni cuando era ayudante militar, ni desPues, cuando, luego de pedir a éste autorización para dejar la carrera, trabajó para él en lo civil, administrando los aserraderos de la familia Trujillo en Restauración. Apretó los dientes, asqueado: nunca había podido dejar de trabajar para el Jefe. Como militar o como civil, hacía veintitantos años que contribuía a la fortuna y el poderío del Benefactor y Padre de la Patria Nueva. Era el gran fracaso de su vida. Nunca supo librarse de las trampas que Trujillo le tendió. Odiándolo con todas sus fuerzas, había seguido sirviéndolo, aun después de la muerte de Tavito. Por eso, el insulto del Turco: «Yo no vendería a mi hermano por cuatro cheles». Él no había vendido a Tavito. Disimuló, tragándose la bilis. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejarse matar por los caliés de Johnny Abbes, para morir con la conciencia tranquila? No era una conciencia tranquila lo que Antonio quería. Sino vengarse y vengar a Tavito. Para conseguirlo, tragó toda la mierda del mundo estos cuatro años, hasta el extremo de oírle decir a uno de sus amigos más queridos esa frase que, estaba seguro, muchísimas personas repetían a sus espaldas.

Él no había vendido a Tavito. Ese hermano menor era un entrañable amigo. Con su ingenuidad, con su inocencia de muchachón, Tavito, a diferencia de Antonio, sí fue un trujillista convencido, uno de ésos que pensaba en el jefe como en un ser superior. Discutieron muchas veces, porque a Antonio le irritaba que su hermano menor repitiera, como un estribillo, que Trujillo era un don del cielo para la República. Bueno, verdad, a Tavito el Generalísimo le hizo favores. Gracias a una orden suya fue admitido en la Aviación y aprendió a volar —su sueño desde niño—, y, luego, lo contrataron como piloto de Dominicana de Aviación, lo que le permitía viajar con frecuencia a Miami, algo que a su hermano menor le encantaba, pues allí se tiraba rubias. Antes, Tavito estuvo en Londres, de agregado militar. Allí, en una pelea de tragos, mató de un balazo al cónsul dominicano, Luis Bernardino. Trujillo lo salvó de la cárcel, reclamando para él la inmunidad diplomática y ordenando al tribunal de Ciudad Trujillo que lo juzgó que lo absolviera. Sí, Tavito tenía sus razones para sentirse agradecido a Trujillo y, como se lo dijo a Antonio, estar «dispuesto a dar mi vida por el jefe y a hacer cualquier cosa que me ordene». Frase profética, coño.

«Sí, diste la vida por él», pensó Antonio, chupando el cigarrillo. Aquel asunto en que Tavito se vio implicado en 1956, a él desde el primer momento le olió mal. Su hermano vino a contárselo, porque Tavito le contaba todo. Incluso esto, que tenía el aire de una de esas operaciones turbias de que estaba repleta la historia dominicana desde la subida de Trujillo al poder. Pero, el comemierda de Tavito, en vez de inquietarse, de parar las orejas, de asustarse con la misión que le encomendaron —recoger en Montecristi, en un pequeño Cessna sin matrícula, a un individuo embozado y dopado, que desembarcaron de un avión venido de Estados Unidos, y llevarlo a la Hacienda Fundación, en San Cristóbal—, tomó aquello encantado, como signo de la confianza que le tenía el Generalísimo. Ni siquiera cuando la prensa de Estados Unidos se conmocionó y la Casa Blanca comenzó a presionar para que el gobierno dominicano facilitara la investigación sobre el secuestro, en New York, del profesor vasco español Jesús de Galíndez, Tavito mostró la menor preocupación.

—Esto de Galíndez parece muy serio —lo previno Antonio—. Él fue el tipo que llevaste de Montecristi a la hacienda de Trujillo, quién otro iba a ser. Lo secuestraron en New York y lo trajeron aquí. Cállate la boca. Olvídate de todo. Te juegas la vida, hermano.

Ahora, Antonio de la Maza ya tenía una idea de lo que debió de ocurrir con jesús de Galíndez, uno de los republicanos españoles a los que, en una de esas contradictorias operaciones políticas que eran su especialidad, Trujillo dio asilo en la República Dominicana, al terminar la guerra civil. No conoció a ese profesor, pero muchos amigos suyos sí, y por ellos supo que había trabajado para el gobierno, en la Secretaría de Estado de Trabajo y en la Escuela Diplomática, adscrita a Relaciones Exteriores. En 1946 dejó Ciudad Trujillo, se instaló en New York y desde allí empezó a ayudar al exilio dominicano, y a escribir contra el régimen de Trujillo, que él conocía de adentro.

En marzo de 1956, jesús de Galíndez, que se había nacionalizado norteamericano, desapareció, después de ser visto, por última vez, saliendo de una estación del metro en Broadway, en el corazón de Manhattan. Hacía unas semanas, se anunciaba la publicación de un libro suyo sobre Trujillo, que había presentado en la Columbia University, donde ya enseñaba, como tesis doctoral. La desaparición de un oscuro exiliado español, en una ciudad y un país donde desaparecía tanta gente, hubiera pasado desapercibida, y nadie hubiera hecho caso del alboroto que armaron con motivo de la desaparición los exiliados dominicanos, si Galíndez no hubiera sido ciudadano norteamericano, y, sobre todo, colaborador de la CIA, según se reveló al estallar el escándalo. La poderosa maquinaria de periodistas, congresistas, cabilderos, abogados y empresarios que Trujillo tenía en Estados Unidos no pudo contener la batahola que armó la prensa, empezando por The New York Times, y muchos congresistas, ante la posibilidad de que un dictadorzuelo caribeño se hubiera permitido secuestrar y asesinar a un ciudadano norteamericano en territorio de Estados Unidos.

En las semanas y meses siguientes a la desaparición de Galíndez —el cadáver jamás fue hallado— la investigación de la prensa y la del FBI reveló inequívocamente la responsabilidad total del régimen. Poco antes del suceso, el general Espaillat, Navajita, jefe del Servicio de Inteligencia, había sido nombrado cónsul dominicano en New York. El FBI identificó comprometedoras averiguaciones en torno a Galíndez de Minerva Bernardino, diplomática dominicana ante la ONU y mujer de plena confianza de Trujillo. Más grave aún, el FBI identificó un pequeño avión, de matrícula falsificada, que, conducido por un piloto que carecía del marbete correspondiente, despegó ilegalmente de un pequeño aeropuerto, en Long Island, rumbo a Florida, la noche del secuestro. El piloto se llamaba Murphy y se encontrab a, desde esa fecha, en la República Dominicana, trabajando en Dominicana de Aviación. Murphy y Tavito volaban juntos y se habían hecho muy amigos.

De todo esto se fue enterando Antonio a trozos, pues la censura no permitía que los diarios y radios dominicanos dijeran nada sobre el tema, por emisoras de Puerto Rico, Venezuela o La Voz de América, que se podían captar en onda corta, o por los ejemplares del Miami Herald y The New York Times que se filtraban en el país en bolsos y uniformes de pilotos y azafatas.

Cuando, siete meses después de la desaparición de Galíndez, el nombre de Murphy saltó a la prensa internacional como el piloto del avión que sacó a un Galíndez anestesiado de los Estados Unidos y lo trajo a la República Dominicana, Antonio, que conocía a Murphy por Tavito —habían comido juntos, los tres, una paella rociada de vino de La Rioja en la Casa de España, en la calle de Padre Billini—, saltó a su camioneta, allá en Tiroli, junto a la frontera haitiana, y, el acelerador a fondo, sintiendo que el cerebro le reventaba de conjeturas pesimistas, se vino a Ciudad Trujillo. Encontró a Tavito muy tranquilo, en su casa, jugando una partida de bridge con Altagracia, su mujer. Para no preocupar a su cuñada, Antonio se lo llevó al ruidoso Típico Najayo, donde, gracias a la música del Combo de Ramón Gallardo y su cantante Rafael Martínez, se podía hablar sin que oyeran la conversación oídos indiscretos. Allí, luego de pedir un plato de chivo guisado y dos botellas de cerveza Presidente, Antonio, sin más preámbulos, aconsejó a Tavito que pidiera asilo en una embajada. Su hermano menor se echó a reír: qué tontería. Ni siquiera sabía que el nombre de Murphy estaba en toda la prensa norteamericana. No se alarmó. Su confianza en Trujillo era tan portentosa como su ingenuidad.

—Tengo que advertírselo al gringuito —le oyó decir Antonio, pasmado—. Está vendiendo sus cosas, ha decidido regresar a Estados Unidos, a casarse. Tiene una novia en Oregón. Ir allá ahora, sería meter la cabeza en la boca del lobo. Aquí no le pasará nada. Aquí manda el jefe, hermano.

Antonio no lo dejó bromear. Sin levantar la voz, para no llamar la atención a las mesas vecinas, con ira sorda por tanta candidez, trató de hacérselo entender:

—¿No te das cuenta, pendejo? Esto es grave. El secuestro de Galíndez ha puesto a Trujillo en una situación muy delicada con los yanquis. Todos los que participaron en el secuestro tienen la vida en un hilo. Murphy y tú son unos testigos peligrosísimos. Y tú, acaso, más que Murphy. Porque tú llevaste a Galíndez a la Hacienda Fundación, a la casa del propio Trujillo. ¿Dónde tienes la cabeza?

—YO no llevé a Galíndez —se empecinó su hermano, entrechocando su vaso con el suyo—. Yo llevé a un tipo que no sabía quién era, un borracho perdido. No sé nada. ¿Por qué no confiaría en el Jefe? ¿No confió él en mí, para una misión tan importante?

Cuando se despidieron aquella noche, en la puerta de la casa de Tavito, éste, por fin, ante la insistencia de su hermano mayor, dijo que, bueno, daría vueltas a su sugerencia. Y que no se preocupara: guardaría la boca bien cerrada.

Fue la última vez que Antonio lo vio con vida. Tres días después de aquella conversación, desapareció Murphy. Cuando Antonio volvió a Ciudad Trujillo, Tavito había sido detenido. Estaba incomunicado en La Victoria. Fue en persona a pedir una audiencia al Generalísimo, pero éste no lo recibió. Quiso hablar con el coronel Cobián Parra, jefe del SIM, pero se había vuelto invisible, y, poco después, un soldado lo mató en su despacho por orden de Trujillo. En las cuarenta y ocho horas siguientes, Antonio llamó o visitó a todos los dirigentes y altos funcionarios del r'égimen que conocía, desde el presidente del Senado, Agustín Cabral, hasta el presidente del Partido Dominicano, Alvarez Pina.

En todos encontró la misma expresión inquieta, todos le dijeron que lo mejor que podía hacer, por su propia seguridad y la de los suyos, era dejar de llamar y buscar a gente que no podía ayudarlo y a la que ponía también en peligro. «Era darse cabezazos contra la pared», le dijo después Antonio al general Juan Tomás Díaz. Si Trujillo lo hubiera recibido, le hubiera rogado, se hubiera puesto de rodillas, cualquier cosa para salvar a Tavito.

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