Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Un justo final, papá —su padre, que ha estado dormitando, abre los ojos—. Quien a hierro mata, a hierro muere. Se aplicó en el caso de Radhamés, si es que murió así. Porque, nada se ha comprobado. El artículo decía también que hay quienes aseguran que era informante de la DEA, que ésta le cambió la cara y lo protege por los servicios prestados, entre los mafiosos colombianos. Rumores, conjeturas. En todo caso, vaya final el de los hijitos de tu jefe y la Prestante Dama. El bello Ramfis destrozado en un accidente automovilístico, en Madrid. Un accidente que, según algunos, fue una operación de la CIA y Balaguer para atajar al primogénito que, desde Madrid, conspiraba, dispuesto a invertir millones en recuperar el feudo familiar. Radhamés, convertido en un pobre diablo, asesinado por la mafia colombiana por tratar de robar el dinero sucio que ayudaba a lavar, o de agente de la DEA. Angelita, Su Majestad Angelita I, de la que fui damita de compañía, ¿sabes cómo vive? En Miami, rozada por las alas de la divina paloma. Es ahora una New Borri Christian. En una de esas miles de sectas evangélicas, a las que empujan la locura, la idiotez, la angustia, el miedo. Así ha terminado la reina y señora de este país. En una casa limpia y de mal gusto, de cursilería híbrida de gringo y caribeño, dedicada a labores misioneras. Dicen que se la ve, en las esquinas de Dade County, en los barrios latinos y haitianos, cantando salmos y exhortando a los transeúntes a abrir sus corazones al Señor. ¿Qué diría de todo eso el Benemérito Padre de la Patria Nueva?
El inválido vuelve a levantar y encoger los hombros, a pestañear y aletargarse. Entrecierra los párpados y se acurruca, dispuesto a echar un sueñecito.
Es verdad, nunca has sentido odio por Ramfis, Radhamés o Angelita, nada comparable al que te inspiran todavía Trujillo y la Prestante Dama. Porque, de algún modo, los tres hijitos han pagado en decadencia o muertes violentas su parte de los crímenes de la familia. Y, con Ramfis, nunca has podido evitar cierta benevolencia. ¿Por qué, Urania? Tal vez por sus crisis psíquicas, sus depresiones, sus accesos de locura, ese desequilibrio que la familia ocultó siempre, y que, luego de los asesinatos que ordenó en junio de 1959, obligaron a Trujillo a internarlo en Bélgica en un hospital psiquiátrico. En todas sus acciones, aun las más crueles, hubo en Ramfis algo caricatural, impostado, patético. Como los espectaculares regalos a las actrices de Hollywood a las que Porfirio Rubirosa se tiraba gratis (cuando no se hacía pagar por ellas). O por esa manera de estropear los planes que su padre fraguaba para él. No había sido grotesca, por ejemplo, la manera como Ramfis desbarató el recibimiento, que, para desagraviarle por el fracaso en la Academia Militar de Fort Leavenworth, le preparó el Generalísimo? Hizo que el Congreso —¿presentaste tú el proyecto de ley, papi?»— lo nombrara jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, y que, a su llegada, fuera reconocido como tal, en un desfile militar en la Avenida, al pie del obelisco. Todo estaba en orden, y las tropas formadas, aquella mañana, cuando el yate Angelita, que el Generalísimo envió a buscarlo a Miami, entró en el puerto sobre el río Ozama, y el propio Trujillo, acompañado de Joaquín Balaguer, fue a recibirlo al puerto de atraque, para conducirlo a la parada. Qué sorpresa, qué decepción, qué confusión se apoderaron del Jefe, al entrar al yate y descubrir el estado calamitoso, de nulidad babosa en que la orgía viajera había dejado al pobrecito Ramfis. Apenas se tenía de pie, incapaz de articular una frase. Su lengua floja e indócil emitía gruñidos en vez de palabras. Lucía los ojos saltados y vidriosos y las ropas vomitadas. Y aún peor que él estaban los amigotes y las mujeres que lo acompañaban. Balaguer lo decía en sus memorias: Trujillo se puso blanco, vibró de indignación. Ordenó que se cancelara el desfile militar y la juramentación de Ramfis como jefe del Estado Mayor Conjunto. Y, antes de partir, cogió una copa e hizo un brindis que quería ser una bofetada simbólica al badulaque (la borrachera le impediría enterarse): «Brindo por el trabajo, lo único que traerá prosperidad a la República».
Otro acceso de risa histérica hace presa de Urania y el inválido abre los ojos, aterrado.
—No te asustes —Urania se pone seria—. No puedo dejar de reírme, cuando imagino la escena. ¿Dónde estabas, en ese momento? Cuando tu Jefe descubría a su hijito borracho, rodeado de putas y amigotes también borrachos? ¿En la tribuna de la Avenida, vestido de frac, esperando al nuevo jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas? ¿Qué explicación se dio? ¿Se cancela el desfile por delirium tremens del general Ramfis?
Vuelve a reírse, bajo la profunda mirada del inválido. —Una familia para reír y para llorar, no para tomarla en serio —murmura Urania—. A veces sentirías vergüenza de todos ellos. Y miedo y remordimiento cuando te permitías, aunque fuera muy en secreto, esa audacia. Me gustaría saber qué hubieras pensado del final melodramático de los hijitos del jefe. O de esa historia sórdida de los últimos años de doña María Mart’ínez, la Prestante Dama, la terrible, la vengadora, la que pedía a gritos que se sacara los ojos y despellejara a los asesinos de Trujillo. ¿Sabes que terminó disuelta por la arterioesclerosis? ¿Que la codiciosa sacó a escondidas del jefe todos esos millones y millones de dólares? ¿Que tenía todas las claves de las cuentas cifradas en Suiza y que, conociéndolas, las había ocultado a sus hijitos? Con mucha razón, sin duda. Temía que le birlaran sus millones y la sepultaran en un asilo para que pasara allí sus últimos años sin fastidiarles la paciencia. Fue ella, ayudada por la arterioesclerosis, la que terminó embromándolos. Hubiera dado cualquier cosa por ver a la Prestante Dama, allá en Madrid, abrumada por las desgracias, ir perdiendo la memoria. Pero conservando, desde el fondo de su avaricia, suficiente lucidez para no revelar a sus hijitos los números de las cuentas suizas. Y por ver los esfuerzos de los pobrecitos para que la Prestante Dama, en Madrid, en casa del feíto y brutito Radhamés, o en Miami, en la de Angelita antes del misticismo, recordara dónde las había garabateado o escondido. ¿Te los imaginas, papá? Rebuscarían, abrirían, romperían, rasgarían, en busca del escondite. Se la llevaban a Miami, la devolvían a Madrid. Y nunca lo consiguieron. ¡Se fue a la tumba con el secreto! ¿Qué te parece, papá? Ramfis alcanzó a dilapidar algunos milloncitos que sacó del país en los meses que siguieron a la muerte de su padre, porque el Generalísimo, (¿fue eso verdad, papá?) se empeñó en no sacar ni un centavo del país para obligar a su familia y secuaces a morir aquí, dando la cara. Pero Angelita y Radhamés se quedaron en la calle. Y, arterioesclerosis mediante, la Prestante Dama murió pobre también, en Panamá, donde la enterró Kalil Haché, llevándola al cementerio en un taxi. ¡Legó los millones de la familia a los banqueros suizos! Para llorar o reírse a carcajadas, pero en ningún caso para tomarla en serio. ¿Verdad, papá?
Vuelve a soltar otra carcajada, que la hace lagrimear. Mientras se seca los ojos, lucha contra un esbozo de depresión que crece en su interior. El inválido la observa, acostumbrado a su presencia. Ya no parece pendiente de su monólogo.
—No creas que me he vuelto histérica —suspira—. Todavía, papá. Eso que estoy haciendo, divagar, escarbar recuerdos, no lo hago nunca. Éstas son mis primeras vacaciones en muchos años. No me gustan las vacaciones. Aquí, de niña, me gustaban. Desde que, gracias a las sisters, pude ir a la universidad en Adrian, nunca más. Me he pasado la vida trabajando. En el Banco Mundial jamás las tomé. Y, en el bufete, en New York, tampoco. No dispongo de tiempo para andar monologando sobre la historia dominicana.
Cierto, tu vida en Manhattan es agotadora. Todas sus horas están cronometradas, desde las nueve, en que entra a su despacho de Madison y la 74 Street. Para entonces, ha corrido tres cuartos de hora en Central Park si hace buen tiempo, o hecho aeróbics en el Fitness Center de la esquina al que está abonada. Su jornada es una sucesión de entrevistas, informes, discusiones, consultas, averiguaciones en el archivo, almuerzos de trabajo en el reservado del estudio o algún restaurante de los alrededores, y una tarde igualmente ocupada, que se prolonga con frecuencia hasta las ocho. Si el tiempo lo permite, regresa andando. Se prepara una ensalada y abre un yogur antes de ver las noticias en la televisión, lee un rato y se mete a la cama, tan cansada que las letras del libro o las imágenes del vidéo empiezan a bailotear antes de diez minutos. Nunca falta uno y a veces dos viajes por mes, dentro de Estados Unidos, o por América Latina, Europa y Asia; en los últimos tiempos, también Africa, donde, por fin, algunos inversores se atreven a arriesgar su dinero y para ello buscan asesoría jurídica en el bufete. Es su especialidad: el aspecto legal de las operaciones financieras de las empresas, en cualquier lugar del mundo. Una especialidad a la que ha derivado luego de trabajar muchos años en el Departamento jurídico del Banco Mundial. Los viajes son más abrumadores que las jornadas en Manhattan. Cinco, diez o doce horas volando, a México City, Bangkok, Tokio, Rawalpindi o Harare, y pasar de inmediato a dar o escuchar informes, discutir cifras, evaluar proyectos, cambiando de paisajes y de climas, del calor al frío, de la humedad a la sequedad, del inglés al japonés y al español y al urdu, al árabe y al hindi, valiéndose de intérpretes cuyas equivocaciones pueden provocar decisiones erróneas. Por eso, tener siempre los cinco sentidos alertas, un estado de concentración que la deja extenuada, de modo que, en las inevitables recepciones, apenas reprime los bostezos.
—Cuando dispongo de un sábado y domingo para mí, me quedo feliz en casita, leyendo la historia dominicana —y le parece que su padre asiente—. Una historia bastante peculiar, verdad. Pero, a mi, me descansa. Es mi manera de no perder las raíces. Pese a haber vivido allá el doble de años que aquí, no me he vuelto gringa. ¿Sigo hablando como dominicana, verdad, papá?
En los ojos del inválido ¿brilla una lucecita irónica.
—Bueno, una dominicana relativa, una de allá. Qué Se puede esperar de alguien que ha vivido más de treinta años entre gringos, que se pasa semanas sin hablar español. ¿Sabes que estaba segura de que no te vería más? Ni siquiera para enterrarte iba a venir. Era una decisión firme. Ya sé que te gustaría saber por qué la he roto. Para qué estoy aquí. La verdad, no lo sé. Fue un impulso. No lo pensé mucho. Pedí una semana de vacaciones y aquí estoy. Algo habré venido a buscar. Tal vez a ti. Averiguar cómo estabas. Sabía que mal, que, desde el derrame, ya no era posible hablar contigo. ¿Te gustaría saber qué siento? ¿Qué sentí al volver a la casa de mi niñez? ¿ Qué, al ver la ruina que eres?
Su padre de nuevo presta atención. Aguarda, con curiosidad, que ella siga. ¿Qué sientes, Urania? ¿Amargura? ¿Cierta melancolía? ¿Tristeza? ¿Un renacer de la antigua cólera? «Lo peor es que creo que no siento nada», piensa.
Suena el timbre de la puerta de calle. Queda repicando, vibrando fuerte en la ardiente mañana.
El pelo que le faltaba en la cabeza le sobresalía de las orejas, cuyas matas de vellos negrísimos irrumpían, agresivas, como grotesca compensación a la calvicie del Constitucionalista Beodo. ¿También él le había puesto ese apodo, antes de rebautizarlo, en su fuero intimo, la Inmundicia Viviente? El Benefactor no lo recordaba. Probablemente, sí. Era bueno poniendo apodos, desde su juventud. Muchos de esos sobrenombres feroces que estampillaba sobre la gente se hacían carne de sus víctimas y llegaban a reemplazar sus nombres. Así había ocurrido con el senador Henry Chirinos, a quien nadie en la República Dominicana, fuera de los periódicos, conocía ya por su nombre, sólo por su devastador apelativo: el Constitucionalista Beodo. Tenía la costumbre de acariciar las sebosas cerdas que anidaban en sus orejas y, aunque el Generalísimo, con su manía obsesiva por la limpieza, se lo había prohibido delante de él, ahora lo estaba haciendo, y, para colmo, alternaba esta asquerosidad con otra: atusarse los pelos de la nariz. Estaba nervioso, muy nervioso. Él sabía por qué: le traía un informe negativo sobre el estado de los negocios. Pero el culpable de que las cosas fueran mal no era Chirinos sino las sanciones impuestas por la OEA, que estaban asfixiando al país.
Si te sigues escarbando la nariz y las orejas, llamo a los ayudantes y te tranco —dijo, malhumorado—. Te he prohibido esas porquerías aquí. ¿Estás borracho?
El Constitucionalista Beodo dio un bote en su asiento, frente al escritorio del Benefactor. Apartó sus manos de la cara.
—No he bebido ni una gota de alcohol —se excusó, confundido—. Usted sabe que no soy bebedor diurno, jefe. sólo crepuscular y nocturno.
Vestía un traje que al Generalísimo le pareció un monumento al mal gusto: entre plomizo y verdoso, con resplandores tornasolados; como todo lo que se ponía, parecía embutido en su obeso cuerpo con calzador. Sobre su camisa blanca bailoteaba una corbata azulina con motas amarillas en la que la severa mirada del Benefactor detectó lamparones de grasa. Con disgusto, pensó que esas manchas se las había hecho comiendo, porque el senador Chirinos comía atragantándose enormes bocados que se zampaba como temiendo que sus vecinos le fueran a arrebatar su plato, y masticando con la boca semiabierta, de la que salía disparada una lluviecita de residuos.
—Le juro que no tengo una gota de alcohol en el cuerpo —repitió—. Sólo el café puro del desayuno.
Probablemente, era cierto. Al verlo entrar al despacho hacía un momento, balanceando su elefantiásica figura y avanzando despacito, tentando el suelo antes de asentar la planta, pensó que estaba beodo. No; debía de haber somatizado las borracheras, pues, aun sobrio, se conducía con la inseguridad y los temblores del alcohólico.
—Estás macerado en alcohol, aunque no bebas pareces borracho —dijo, examinándolo de arriba abajo. —Es verdad —se apresuró a reconocer Chirinos, haciendo un ademán teatral—. Yo soy un poeta maudit, Jefe. Como Baudelaire y Rubén Darío.
Tenía piel cenicienta, doble papada, pelos ralos y grasientos y unos ojillos hundidos detrás de los párpados hinchados. La nariz, aplastada desde el accidente, era de boxeador, y la boca casi sin labios añadía un rasgo perverso a su insolente fealdad. Siempre había sido desagradablemente feo, tanto que, diez años atrás, cuando el choque de auto del que sobrevivió de milagro, sus amigos pensaron que la cirugía estética lo mejoraría. Lo empeoró.
Que siguiera siendo hombre de confianza del Benefactor, miembro del estrecho círculo de íntimos, como Virgilio Alvarez Pina, Paíno Pichardo, Cerebrito Cabral (ahora en desgracia) o Joaquín Balaguer, era una prueba de que, a la hora de elegir sus colaboradores, el Generalísimo no se dejaba guiar por sus gustos o disgustos personales. Pese a la repugnancia que siempre le inspiraron su físico, su desaseo y sus modales, Henry Chirinos, desde el comienzo de su gobierno, había sido privilegiado con aquellas delicadas tareas que Trujillo confiaba a gente, además de segura, capaz. Era uno de los más capaces, entre los que habían accedido a ese club exclusivo. Abogado, fungía de constitucionalista. Muy joven, fue con Agustín Cabral el principal redactor de la Constitución que hizo dar Trujillo en los inicios de la Era, y de todas las enmiendas hechas desde entonces al texto constitucional. Había redactado, también, las principales leyes orgánicas y ordinarias, y sido ponente de casi todas las decisiones legales adoptadas por el Congreso para legitimar las necesidades del régimen. Nadie como él para dar, en discursos parlamentarios preñados de latinajos y de citas —a menudo en francés—, apariencia de fuerza jurídica a las más arbitrarias decisiones del Ejecutivo, o para rebatir, con demoledora lógica, toda propuesta que Trujillo desaprobara. Su mente, organizada como un código, inmediatamente encontraba una argumentación técnica para dar visos de legalidad a cualquier decisión de Trujillo, ya fuera un fallo de la Cámara de Cuentas, de la Corte Suprema o una ley del Congreso. Buena parte de la telaraña legal de la Era había sido tejida por la endiablada habilidad de ese gran rábula (así lo llamó una vez, delante de Trujillo, el senador Agustín Cabral, su amigo y enemigo entrañable dentro del círculo de favoritos).