La falsa pista (5 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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Pero cuando se rompió la coraza ya había concluido a la perfección la fase preliminar de la investigación. Con los restos de vómito chorreándole por la boca había corrido hacia Salomonsson, que contemplaba incrédulo el campo de colza en llamas, y le preguntó por el teléfono. Como Salomonsson no pareció entender la pregunta, o ni siquiera haberla oído, le apartó de un empujón y entró en la casa. Allí se topó con el olor amargo de la existencia de un anciano sin higiene, y en el recibidor encontró el teléfono. Marcó el número de emergencias y el telefonista que recibió la llamada afirmó más tarde que había estado completamente tranquilo al describir lo ocurrido y pedir la movilización de todos los efectivos. El resplandor del campo en llamas había entrado por la ventana como si unos grandes focos fuesen los encargados de iluminar esa noche de verano. Llamó a Martinsson y habló primero con su hija mayor y luego con su esposa, antes de que éste llegara del jardín donde estaba segando el césped. De la forma más breve como pudo, le describió lo sucedido y le pidió que avisara también a Hansson y a Ann-Britt Höglund. Después fue a la cocina a lavarse la cara bajo el grifo. Al salir de nuevo al patio encontró a Salomonsson en el mismo lugar que antes, inmóvil, como absorto ante el increíble espectáculo que se ofrecía a sus ojos. El coche de unos vecinos se acercó. Pero Wallander les gritó que se alejasen. Ni siquiera les dejó aproximarse a Salomonsson. A lo lejos se oían las sirenas de los bomberos, que casi siempre llegaban los primeros. Poco después aparecieron dos coches patrulla y una ambulancia. El jefe de los bomberos era Peter Edler, un hombre en el que Wallander tenía confianza plena.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó.

—Te lo explicaré más tarde —dijo Wallander—. No pisoteéis el campo. Hay una persona muerta.

—La casa no peligra —afirmó EdIer—. Lo que podemos hacer es poner un cordón policial.

Luego se volvió a Salomonsson para preguntarle por la anchura de los senderos y las cunetas que atravesaban los campos. Mientras tanto uno de los hombres de la ambulancia se acercó a Wallander. Lo había visto antes pero no pudo recordar su nombre.

—¿Hay algún herido? —preguntó.

Wallander negó con la cabeza.

—Sólo una muerta —respondió—. Está allí en el campo.

—Entonces necesitaremos un coche fúnebre —contestó fríamente—. ¿Qué ha pasado?

Wallander no se molestó en contestar, sino que se volvió hacia Norén, que era el agente que más conocía.

—Hay una mujer muerta en el campo —dijo—. Hasta que apaguen el fuego no podemos hacer más que acordonar la zona.

Norén asintió.

—¿Ha sido un accidente? —preguntó.

—Más bien un suicidio —respondió Wallander.

Unos minutos más tarde, casi al mismo tiempo que llegaba Martinsson, Norén le sirvió café en un vaso de cartón. Miró su mano y se preguntó por qué no temblaba. Poco después llegaron Hansson y Ann-Britt Höglund en el coche del primero y Wallander explicó lo ocurrido a sus colegas.

Una y otra vez utilizó la misma expresión: «Ardía como una antorcha».

—Es tremendo —dijo Ann-Britt Höglund.

—Ha sido peor que eso —añadió Wallander—. No poder hacer nada en absoluto. Espero que ninguno de vosotros tenga que vivir una cosa así.

Contemplaron en silencio cómo los bomberos intentaban controlar el fuego. Un gran número de curiosos se había acercado ya, pero los policías los mantenían a distancia.

—¿Qué aspecto tenía? —interrogó Martinsson—. ¿La viste de cerca?

Wallander asintió.

—Alguien debería hablar con el viejo —dijo—. Se llama Salomonsson.

Hansson se llevó a Salomonsson a la cocina. Ann-Britt Höglund fue a hablar con Peter Edler. El fuego comenzaba a ser sofocado. Cuando regresó dijo que todo acabaría en pocos minutos.

—La colza arde rápidamente —aseguró—. Además el campo está mojado. Ayer llovió.

—Era joven —dijo Wallander—. Tenía el cabello negro y la tez oscura. Llevaba una chaqueta amarilla. Creo que llevaba pantalones vaqueros. El calzado no lo sé. Y tenía miedo.

—¿A qué le tenía miedo? —preguntó Martinsson.

Wallander reflexionó antes de responder.

—Me tenía miedo a mí —contestó después—. No estoy del todo seguro pero me pareció que se asustó aún más cuando le grité que era policía y que se detuviese. A lo otro que temía, por supuesto, no lo sé.

—O sea que entendió lo que decías.

—Por lo menos entendió la palabra policía. De eso estoy seguro.

Todo lo que quedaba del fuego ahora era un humo denso.

—¿No habría alguien más en el campo? —preguntó Ann-Britt Höglund—. ¿Estás seguro de que estaba sola?

—No —dijo Wallander—. No estoy seguro del todo. Pero no vi a nadie más que a ella.

Guardaron silencio pensando en sus palabras.

«¿Quién era?», pensó Wallander. «¿De dónde venía? ¿Por qué se ha inmolado? Si quería morir, ¿por qué eligió atormentarse?»

Hansson volvió de la casa donde había estado hablando con Salomonsson.

—Deberíamos tener lo que tienen en Estados Unidos —dijo—. Mentol para untarse por debajo de la nariz. Joder, cómo olía allí dentro. Los viejos no deberían sobrevivir a sus esposas.

—Dile a uno de los hombres de la ambulancia que hable con él a ver cómo está. Debe de estar conmocionado.

Martinsson fue a informarles. Peter EdIer se quitó el casco y se puso al lado de Wallander.

—Pronto habrá acabado todo —dijo—. Pero dejaré un coche aquí esta noche.

—¿Cuándo podremos entrar en el campo? —preguntó Wallander.

—Dentro de una hora. Todavía habrá humo durante un rato. Pero el suelo ya se está enfriando.

Wallander se llevó a Peter Edler lejos de los demás.

—¿Qué es lo que veré? —preguntó—. Se roció un bidón de cinco litros de gasolina por encima. Y tal como explotó todo alrededor de ella debía de haber vertido aún más gasolina antes.

—No será bonito —contestó EdIer con sinceridad—. No habrá quedado mucho.

Wallander no añadió nada más. Luego se volvió a Hansson.

—No importa cómo lo miremos, sabemos que es un suicidio —dijo Hansson—. Tenemos el mejor testigo que hay: un policía.

—¿Qué dijo Salomonsson?

—No la había visto nunca hasta que apareció allí a las cinco de esta mañana. No hay razón alguna para creer que mienta.

—En otras palabras, no sabemos quién es —concluyó Wallander—. Y tampoco sabemos de dónde huía.

Hansson le miró asombrado.

—¿Por qué iba a estar huyendo? —preguntó.

—Tenía miedo —dijo Wallander—. Se escondió en un campo de colza. Y cuando llegó un policía, decidió suicidarse.

—No sabemos en qué estaba pensando —dijo Hansson—. Puedes haberte imaginado que tenía miedo.

—No —dijo Wallander—. He visto suficiente miedo en mi vida como para reconocerlo.

Uno de los hombres de la ambulancia se les acercó.

—Nos llevaremos al viejo al hospital —dijo—. Parece estar en muy mal estado.

Wallander asintió.

Poco más tarde llegó el equipo forense. Wallander trató de indicar en medio del humo por dónde estaba el cadáver.

—Tal vez deberías irte a casa —sugirió Ann-Britt Höglund—. Has visto suficiente por hoy.

—No —dijo—. Me quedo.

Eran ya las ocho y media cuando el humo se había levantado por fin y Peter EdIer les informó de que podían entrar en el campo para comenzar la investigación. A pesar de ser una noche de verano clara, Wallander había ordenado que se colocaran reflectores.

—Puede haber algo allí además de una persona muerta —explicó Wallander—. Mirad dónde pisáis. Todo el que no tenga que estar allí necesariamente que no entre.

Luego pensó que en absoluto quería cumplir con su deber. Preferiría marcharse de allí y dejar la responsabilidad a los demás.

Entró solo en el campo. Los otros se quedaron detrás de él mirándolo. Sentía temor ante lo que vería y tenía miedo de que el nudo que apretaba su estómago se quebrase.

Caminó directamente hacia ella. Sus brazos se habían quedado alzados en el movimiento que le había visto hacer antes de morir, rodeada por las llamas chisporroteantes. El cabello y la cara, al igual que su ropa, habían desaparecido. Lo único que quedaba era un cuerpo negro, calcinado, que todavía irradiaba temor y abandono. Wallander se dio la vuelta y regresó por la negra tierra quemada. Por un breve momento pensó que se iba a desmayar.

Los especialistas empezaron a trabajar bajo la fuerte luz de los reflectores en los que las mariposas nocturnas ya estaban revoloteando. Hansson había abierto la ventana de la cocina de Salomonsson para ventilar el olor a viejo. Sacaron las sillas de madera y se sentaron alrededor de la mesa de la cocina. Siguiendo la propuesta de Ann-Britt Höglund se permitieron hacer café en los anticuados fogones de Salomonsson.

—Sólo tiene café de puchero —dijo después de haber buscado por los cajones y los armarios—. ¿Os va bien?

—Perfecto —contestó Wallander—. Mientras sea fuerte.

Al lado de los viejos armarios con puertas correderas de la cocina había un reloj anticuado en la pared. Wallander se dio cuenta de repente de que estaba parado. Recordó haber visto uno parecido, en casa de Baiba en Riga, que también tenía unas manecillas inmóviles. «Algo se para», pensó. «Como si las manecillas intentasen lanzar un conjuro contra los acontecimientos que aún no han ocurrido y detener el tiempo. El marido de Baiba fue asesinado una noche fría en el puerto de Riga. Una chica solitaria aparece como un náufrago en medio de un mar de colza y se despide de la vida infligiéndose el peor daño que una persona puede sufrir».

Pensó que se había inmolado como si fuese su propio enemigo. No era de él, el policía que movía los brazos, del que quiso escapar.

Era de sí misma.

Fue bruscamente arrancado de sus pensamientos por el silencio que reinaba en torno a la mesa. Le estaban mirando en espera de que tomase la iniciativa. Por la ventana se veía a los especialistas arrastrándose a gatas alrededor del cuerpo muerto. El flash de una cámara centelleó, luego otro.

—¿Alguien ha llamado a la funeraria? —preguntó Hansson.

Para Wallander era como si alguien hubiese golpeado sus oídos con un mazo. Esa pregunta simple y concreta de Hansson le devolvió a la realidad de la que habría preferido escaparse.

Las imágenes pasaron por su cabeza, a través de las partes más vulnerables de su cerebro. Piensa que está conduciendo en una hermosa noche de verano sueco. La voz de Barbara Hendricks es fuerte y nítida. De pronto ve a una chica retroceder como un animal asustadizo en el extenso campo de colza. La catástrofe llega de la nada. Algo que no debería poder ocurrir ocurre.

Un coche fúnebre está de camino para llevarse el verano.

—Prytz sabe lo que tiene que hacer —dijo Martinsson, y Wallander recordó que ése era el nombre del conductor de la ambulancia, del que no se acordaba antes.

Comprendió que debía decir algo.

—¿Qué es lo que sabemos? —empezó vacilante, como si cada palabra se le resistiese—. Un anciano granjero solitario que se despierta temprano descubre a una mujer desconocida en su campo de colza. Intenta llamarla, hacer que se marche, porque no quiere que pise y destroce su sembrado. Se esconde para aparecer de nuevo, una y otra vez. Él nos llama avanzada la tarde. Vengo yo porque nuestras patrullas de agentes están ocupadas con unos accidentes de tráfico. A mí me cuesta, tengo que admitirlo, tomarle en serio. Decido marcharme de aquí y contactar con los servicios sociales, ya que Salomonsson da la impresión de estar confuso. Entonces la mujer aparece de repente entre la colza. Intento hablar con ella. Pero retrocede. Luego levanta un bidón de plástico por encima de su cabeza, se rocía de gasolina y se inmola prendiéndose con un encendedor. El resto ya lo sabéis. Estaba sola, llevaba un bidón de gasolina, se quitó la vida.

Se calló de repente, como si ya no supiese qué añadir. Después de un momento continuó.

—No sabemos quién es —dijo—. No sabemos por qué se suicidó. Soy capaz de dar una descripción bastante buena. Pero eso es todo.

Ann-Britt Höglund sacó unas resquebrajadas tazas de café de un armario. Martinsson salió a orinar al jardín. Cuando regresó, Wallander continuó con su vacilante intento de resumir aquello que sabía y decidir qué deberían hacer.

—Tendremos que averiguar quién era —dijo—. Es lo primero, naturalmente. En realidad es lo único que nos pueden exigir. Tenemos que repasar la lista de personas desaparecidas. Anotaré sus datos personales. Puesto que tuve la sensación de que tenía la tez oscura tal vez debamos, desde el principio, centrarnos en controlar a todos los refugiados y sus campamentos. Después hay que esperar los resultados de los forenses.

—Por lo menos sabernos que no se ha cometido un delito —añadió Hansson—. Nuestra tarea, por tanto, será determinar su identidad.

—Tiene que haber llegado de alguna parte —dijo Ann-Britt Höglund—. ¿Había venido a pie? ¿En bicicleta? ¿Llegó conduciendo? ¿De dónde sacó los bidones de gasolina? Hay muchas preguntas.

—¿Por qué precisamente aquí? —dijo Martinsson—. ¿Por qué en el campo de colza de Salomonsson? Esta finca está bastante alejada de las carreteras principales.

Las preguntas quedaron suspendidas en el aire. Norén entró en la cocina y dijo que habían llegado unos periodistas que querían saber lo ocurrido. Wallander, que sentía la necesidad de moverse, se levantó de la silla.

—Yo hablaré con ellos —dijo.

—Diles la verdad —le aconsejó Hansson.

—¿Qué diría si no? —contestó Wallander asombrado.

Salió al patio de la finca y reconoció enseguida a los dos periodistas. Una era una mujer joven que trabajaba para el Ystads Allehanda; el otro, un hombre mayor del Arbetet.

—Parece el rodaje de una película —dijo la mujer señalando los reflectores en el campo calcinado.

—No lo es —dijo Wallander.

Les contó lo ocurrido. Una mujer había fallecido en un incendio. No existía ninguna sospecha de que se hubiese cometido un crimen. Puesto que todavía desconocían su identidad, de momento no quería decir nada más.

—¿Se pueden tomar algunas fotos? —preguntó el hombre del Arbetet.

—Puedes tomar las fotos que quieras —contestó Wallander—. Pero tendrá que ser desde aquí. Nadie puede entrar en el campo.

Los periodistas se dieron por satisfechos y desaparecieron en sus coches. Wallander estaba a punto de volver a la cocina cuando vio que uno de los forenses le hacía señas desde el campo. Wallander se dirigió hacia él. Intentó no mirar los restos de la mujer con los brazos en alto. Era Sven Nyberg, su especialista gruñón, pero experto reconocido por su habilidad, quien se le acercaba. Se detuvieron en la parte exterior de la zona iluminada por la luz de los reflectores. Una suave brisa del mar atravesó el campo de colza calcinado.

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