La estancia azul (51 page)

Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
11.08Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Quiénes sois?

Ella no contestó pero tampoco había necesidad de hacerlo. Gillette sabía que Horizon On–Line la había contratado para encontrarles el código de origen de Trapdoor, el más increíble software para el voyeur, que otorgaba acceso completo a las vidas de quienes no sospechaban nada. Los jefes de Nolan no explotarían el Trapdoor, pero deseaban escribir antídotos para el programa y luego destruirlo o ponerlo en cuarentena. Ese programa era una amenaza inmensa para su industria de un trillón de dólares. Gillette podía imaginarse con facilidad cómo los suscriptores cancelarían sus tratos con los proveedores de Internet si llegaba a sus oídos que los hackers podían pasearse por sus ordenadores con total libertad, conocer cualquier detalle sobre sus vidas o asesinarlos.

En su búsqueda, ella se había servido de Andy Anderson, de Bishop y del resto del equipo de la UCC, así como con anterioridad se habría servido de la policía de Portland y del norte de Virginia, donde Phate y Shawn habían estado de visita.

De la misma manera que se había servido del mismo Gillette.

—¿Te ha dicho algo acerca del código de origen? —le preguntó ella—. ¿Algún otro sitio donde lo esconde?

—No.

No habría tenido sentido que Phate hubiese hecho eso y, después de meditarlo un segundo, ella pareció creer a Gillette. Luego volvió a levantarse lentamente y miró a Phate. Gillette vio que ella lo observaba de una manera extraña y sintió una punzada de angustia. Al igual que los programadores saben que el software tiene que moverse de principio a fin sin desviarse, sin pérdidas ni digresiones, siguiendo la lógica en cada línea, entonces Gillette comprendió con claridad cuál era el siguiente paso que Patricia iba a dar.

—¡No lo hagas! —le dijo con premura.

—Tengo que hacerlo.

—No, no tienes por qué. Nunca volverá a andar en público. Estará en la cárcel hasta el fin de sus días.

—¿Crees que la cárcel podría mantenerlo fuera de la red? A ti no te frenó.

—¡No puedes hacerlo!

—El Trapdoor es demasiado peligroso —le explicó ella—. Y él tiene el código en su cabeza. Y, lo más seguro, también tiene otra docena de programas igual de peligrosos.

—No —susurró Gillette, desesperado—. Jamás ha habido un hacker tan bueno como él. Puede que nunca lo haya. Puede escribir programas que muchos de nosotros ni siquiera soñamos.

Ella volvió donde estaba Phate.

—¡No! —gritó Gillette.

Pero sabía que su protesta no serviría de nada.

Ella extrajo un pequeño neceser de piel de la bolsa de su portátil, y de él una aguja hipodérmica que llenó con el líquido trasparente de un botecillo. Sin vacilar, se agachó y se lo inyectó a Phate en el cuello. Él no se resistió y a Gillette le dio la impresión por un instante de que Phate sabía qué sucedía y se disponía a abrazar la muerte. Phate miró a Gillette y luego a la carcasa de madera de un ordenador Apple, dispuesto sobre una mesa cercana. Los primeros Apple eran verdaderos ordenadores hacker: uno compraba las tripas de la máquina y tenía que construirse la carcasa. Phate continuó mirando la unidad, y mientras parecía que iba a decir algo. Miró a Gillette.

—¿Quién… —comenzó a decir pero sus palabras se tornaron en un susurro.

Gillette movió la cabeza.

Phate tosió y luego dijo con voz endeble:

—¿Quién…quieres ser? —y luego se le cayó la cabeza y dejó de respirar.

Gillette no pudo evitar sufrir un sentimiento de pérdida y de tristeza. Claro que Jon Patrick Holloway merecía su muerte. Era malvado y asesinaba a otro ser humano con la facilidad con que arrancaba el corazón a un luchador digital en un juego MUD. Pero aun así había otra persona dentro del mismo joven: alguien que escribía programas tan elegantes como una sinfonía, en cuyos golpes de tecla se podía escuchar la risa silenciosa de los hackers y podía vislumbrarse la brillantez de una mente sin ataduras que (de haber ido en otra dirección en los últimos años) habría convertido a Jon Holloway en un gurú cibernético admirado por todo el mundo.

También había sido alguien con quien Gillette había realizado algunos pirateos en verdad fuera de serie. Y uno nunca pierde del todo los vínculos que se crean entre los compañeros exploradores de la Estancia Azul.

Entonces Patricia Nolan se levantó y miró a Gillette.

«Estoy muerto», pensó.

Ella volvió a llenar la jeringuilla, suspirando. Al menos, este asesinato iba a costarle un poco.

—No —susurró él, moviendo la cabeza—. No diré nada.

Él trató de levantarse o de arrastrarse para huir de ella, pero sus músculos aún estaban atolondrados por la descarga eléctrica. Ella se puso en cuclillas a su lado, le bajó la ropa y le dio un masaje en el cuello para buscarle la arteria.

Gillette miró en la dirección en donde yacía Bishop, que todavía seguía inconsciente. Le apenó pensar que, tras él, la próxima víctima iba a ser el detective.

Nolan se aproximó con la aguja.

—No —susurró Gillette. Cerró los ojos y pensó en Ellie—. ¡No! ¡No lo hagas!

—¡Eh! ¡Quietos! —gritó una voz de hombre.

En cuestión de un solo segundo Patricia Nolan había dejado caer la jeringuilla y sacado una pistola de la bolsa de su portátil.

Antes de que pudiera levantarla sonó una potente explosión. Nolan soltó un breve chillido y se tiró al suelo antes de que una bala pasara por encima de su cabeza. Tony Mott (con medio cuerpo dentro de la oficina y el otro medio en el pasillo) volvió a disparar su pistola plateada. Volvió a fallar pero esta vez el tiro anduvo mucho menos errado.

Nolan se levantó de pronto y disparó su pistola (mucho menor que la de Mott) y también falló.

—¡Gillette! —gritó él—. Ponte a cubierto. ¿Dónde está Frank?

—Herido pero vivo —gritó el hacker—. En la oficina que queda a tu izquierda.

El policía de la UCC, que vestía maillot de ciclista, una camisa Guess y las gafas de sol Oakley que le colgaban del cuello, avanzó a gatas por el almacén. Volvió a disparar, haciendo que Nolan tuviera que resguardarse. Ella también disparó varias veces pero no dio en el blanco.

—¿Qué demonios pasa? ¿Qué está haciendo ella?

—Mató a Holloway. Y yo era el siguiente.

Nolan volvió a disparar y luego se encaminó hacia la parte delantera del almacén.

Mott agarró a Gillette por las trabillas del pantalón y lo arrastró hasta que quedó a cubierto, y luego vació un cargador en la dirección donde se encontraba Nolan.

El policía amaba los equipos SWAT pero era un tirador muy malo. Mientras recargaba la pistola, Nolan desapareció tras unos cartones.

—¿Te ha dado? —preguntó Mott, sin resuello y con las manos temblando por el tiroteo.

—No, a mí me atacó con un arma de descargas eléctricas o algo así. No me puedo mover.

—¿Y Frank?

—No le ha disparado. Pero tenemos que conseguirle un médico. ¿Cómo supiste que estábamos aquí?

—Frank llamó y me pidió que comprobara los informes sobre este sitio.

Gillette recordó que Bishop había hecho una llamada desde la habitación de hotel de Nolan.

Mientras comprobaba el almacén en busca de Nolan, el joven policía continuó hablando:

—Ese cabrón de Backle había pinchado el teléfono de Bishop. Oyó la dirección y mandó a su gente para que te atraparan aquí. Y yo vine para avisarte. No podía llamar por los pinchazos telefónicos.

—¿Cómo lo has conseguido con semejante tráfico?

—En bici, ¿recuerdas?

Mott se acercó agachado hasta Bishop, que comenzaba a agitarse. Y luego Nolan se levantó y disparó media docena de tiros desde el corral de dinosaurios. Y escapó por la puerta principal.

Mott se dispuso a seguirla.

—Ten cuidado —le advirtió Gillette—. Tampoco puede moverse a causa del tráfico. Estará fuera, esperando…

Pero su voz fue haciéndose más y más tenue a medida que oía un sonido inconfundible que se acercaba. Se dio cuenta de que, al igual que los hackers, la gente que tenía trabajos como el de Patricia se veía forzada a improvisar: un atasco del tamaño de un condado no iba a obstaculizar sus planes. El ruido era el bramido de un helicóptero, sin duda alguna el que había visto antes camuflado como un helicóptero de la prensa, que también la había traído hasta aquí.

En menos de treinta segundos el aparato volvía a estar en el aire, a máxima potencia, y una orquesta sinfónica de bocinas de coches y de camiones reemplazaba el rechoncho rugido de sus rotores en el cielo de esa tarde.

Capítulo 00101010 / Cuarenta y dos

Gillette y Bishop estaban de vuelta en la Unidad de Crímenes Computarizados.

Bishop había salido de la unidad de cuidados de urgencia. Una contusión, un dolor de cabeza atroz y ocho puntos era todo lo que le quedaba de su ordalía: además de una nueva camisa que reemplazaba a la anterior manchada de sangre. (Esta le quedaba mejor que su predecesora, aunque también fuera reacia a mantenerse dentro de los pantalones.)

Eran las seis y media de la tarde y los de Obras Públicas habían conseguido recargar el software que controlaba los semáforos. Ahora éstos funcionaban bien y gran parte de las retenciones del condado de Santa Clara se había terminado. En una batida por el edificio de Productos Informáticos San José se encontró una bomba de gasolina e información sobre el sistema de la alarma de incendios de la Universidad del Norte de California. Conocedor de las tácticas MUD de Phate, Bishop tenía miedo de que hubiera colocado un segundo artefacto en el campus. Pero la revisión exhaustiva de dormitorios de alumnos y de las dependencias universitarias no halló nada.

Nadie se sorprendió cuando Horizon On–Line declaró no saber quién era Patricia Nolan. Los ejecutivos de la empresa y su jefe de seguridad en Seattle negaron haber contactado con el centro de operaciones de la policía estatal después del asesinato de Lara Gibson (no sabían que fuera subscriptora de HOL) y nadie le había enviado a Andy Anderson correos electrónicos ni faxes que contuvieran credenciales. El número de Horizon On–Line al que había llamado Anderson para verificar el cargo de Nolan estaba en activo, pero un examen del conmutador de la compañía telefónica local en Seattle había demostrado que las llamadas eran transferidas a un móvil de Mobile America sin números asignados y que ya no estaba en funcionamiento.

La gente de seguridad de Horizon tampoco conocía a nadie que cuadrara con su descripción física. La dirección que ella había escrito para registrarse en su hotel era falsa, así como lo era la tarjeta de crédito que había usado para abonar los gastos. Todas las llamadas que había hecho desde el hotel eran al mismo número de Mobile America.

Por supuesto, nadie en la UCC creyó lo afirmado por Horizon. Pero tratar de demostrar una conexión entre HOL y Patricia Nolan iba a resultar muy difícil: por lo menos tanto como localizarla a ella. De la cinta de seguridad de la UCC se sacó una foto de la mujer que fue enviada a las centrales de las policías estatales y a los federales, para que la colgaran en el VICAP. En cualquier caso, Bis–hop tuvo que incluir una nota de retractación pues, a pesar de que ella había pasado varios días dentro de las instalaciones de la policía, no sólo no tenían ninguna muestra de sus huellas dactilares sino que se sospechaba que su aspecto físico podía diferir considerablemente del que mostraban las cámaras de seguridad de la UCC.

Al menos se había descubierto el paradero del otro conspirador. El cadáver de Shawn (Stephen Miller) fue localizado en el bosque que había detrás de su casa: se había disparado con su propia arma reglamentaria cuando supo que se tenía conocimiento de que él era en realidad Shawn. Su arrepentida nota de suicidio había sido, cómo no, en forma de correo electrónico.

Los agentes de la UCC Linda Sánchez y Tony Mott estaban tratando de descubrir las ramificaciones de la traición de Miller. La policía estatal tendría que escribir un comunicado en el que se informara de que uno de sus oficiales había sido cómplice en el caso del hacker asesino de Silicon Valley y los de asuntos internos querían conocer hasta dónde llegaban los daños causados por Miller y cómo y por cuánto tiempo éste había sido el compañero y el amante de Phate.

El agente Backle, del Departamento de Defensa, aún quería procesar a Gillette por una larga lista de delitos que incluían el programa de codificación Standard 12, y ahora también deseaba arrestar a Bishop por permitir la excarcelación de un prisionero federal.

Haciendo una referencia a los cargos por el pirateo del Standard 12, Bishop le explicó a su capitán lo siguiente:

—Señor, está claro que, o bien Gillette tomó el directorio raíz de uno de los sitios FTP de Holloway, o bien descargó una copia del programa o bien usó telnet directamente para meterse en la máquina de Holloway y consiguió allí la copia.

—¿Qué demonios significa todo eso? —protestó el policía con el pelo cano y rapado.

—Perdone, señor —se excusó Bishop por el vocabulario técnico—. Lo que quiero decir es que creo que fue Holloway quien pirateó el DdD y quien escribió el programa. Y Gillette se lo robó e hizo uso de él porque nosotros se lo pedimos.

—Así que crees que…Bueno, lo cierto es que no entiendo nada de toda esta basura sobre ordenadores que nos rodea —murmuró el hombre. Pero llamó al fiscal general, quien estuvo de acuerdo en repasar todas las pruebas que la UCC pudiera enviarle en defensa de la tesis de Bishop antes de imputar cargos tanto a Gillette como a Bishop (pues los «valores» de ambos se cotizaban muy bien en ese momento por haber sido capaces de atrapar al «Kracker de Silicon Valley», tal como denominaba a Phate una televisión local). De mala gana, Backle tuvo que volverse a su oficina en el presidio de San Francisco.

En esos momentos, a pesar de las heridas y del cansancio, la atención de los defensores de la ley dejó de lado a Phate y a Stephen Miller y se volcó en el caso MARINKILL. Varios informes rezaban que se había vuelto a ver a los asesinos (esta vez muy cerca, en San José) y que éstos estaban rondando varias sucursales bancarias. Bishop y Shelton fueron asignados al equipo formado por un conjunto de miembros de la policía estatal y del FBI. Pasarían unas horas con sus respectivas familias y luego tendrían que presentarse en las oficinas del FBI en San Francisco.

Bob Shelton se había ido a casa (la única despedida que le brindó al hacker fue una mirada críptica cuyo significado fue enteramente inaccesible para Gillette). En cambio, Bishop había aplazado su vuelta a casa y se encontraba compartiendo Pop–Tarts y café con Gillette mientras esperaban la llegada de los patrulleros que devolverían al hacker a San Ho. Sonó el teléfono. Contestó Bishop. «Es para ti.»

Other books

Mother, Please! by Brenda Novak, Jill Shalvis, Alison Kent
Emmanuelle by Emmanuelle Arsan
Hailey's Truth by Cate Beauman
A Perfect Storm by Phoebe Rivers and Erin McGuire
Hometown Love by Christina Tetreault
A Tattooed Heart by Deborah Challinor
In-Laws and Outlaws by Barbara Paul
Ghost of a Flea by James Sallis