El centro de control del Departamento de Obras Públicas del condado de Santa Clara, ubicado en un complejo rodeado de alambradas al suroeste de San José, era un inmenso superordenador apodado Alanis.
La máquina hacía cientos de tareas para el departamento mencionado: programaciones de mantenimiento y reparación de calzadas, regulaciones de ubicación de aguas en la frecuentemente seca California, control de alcantarillado y de tratamiento de aguas y coordinación de los diez mil semáforos de Silicon Valley.
No lejos de Alanis se encontraba uno de sus mayores enlaces con el mundo exterior, un anaquel de metal de más de dos metros de alto que contenía treinta y dos módems de alta velocidad. En ese momento, llegaban muchas llamadas telefónicas por esos módems: claro que de forma silenciosa, pues Alanis no necesitaba señales sonoras para advertir que alguien trataba de comunicarse con ella. La mayor parte de estas llamadas era de técnicos de campo, administradores de sistemas o de otros ordenadores, todos ellos deseosos de conectarse al departamento para compartir información sobre reparaciones, nóminas, contabilidad, programaciones u otras de esas tareas mundanas que realizan los ordenadores de los estamentos públicos.
Una de las llamadas que llegó a Alanis a esa hora, las tres y media de la tarde, era un mensaje de datos de un veterano técnico de Obras Públicas de Mountain View. Llevaba años trabajando en eso pero sólo el año pasado consintió en seguir la política del departamento de conectarse desde el campo por medio de un ordenador portátil para recibir nuevos encargos, conocer la ubicación de los puntos conflictivos en el sistema de Obras Públicas y notificar que su equipo había terminado una tarea. El cincuentón gordito que antes pensaba que los ordenadores eran una pérdida de tiempo era ahora un adicto a las máquinas y le encantaba conectarse cuantas veces pudiera.
Este e–mail en concreto era un mensaje muy corto sobre una reparación de alcantarillado.
El mensaje que Alanis recibió fue, no obstante, algo distinto del enviado por el destrozado ordenador Compaq del empleado. Dentro de su prosa rechoncha, saltarina, había un código extra: un demonio Trapdoor.
Y, una vez dentro de la confiada Alanis, el demonio vagó desde el correo electrónico hasta su sistema operativo.
A diez kilómetros de allí, sentado frente a su ordenador, Phate tomó el directorio raíz y echó un vistazo a Alanis en busca de los comandos que necesitaba. Los apuntó en un papel amarillo y prestamente volvió al directorio raíz, donde tras consultar sus anotaciones escribió «permit/g/segment–*» y dio a
Enter
. Como gran parte de los comandos de los sistemas operativos de los ordenadores técnicos, éste era críptico pero tenía consecuencias muy concretas.
Entonces Phate borró el programa de anulación manual y cambió la contraseña del directorio raíz a ZZY?a##9/%48?95, algo que ningún humano podría averiguar y que un superordenador tardaría días en descifrar, como poco.
Luego se desconectó.
Cuando se levantó para empezar a empaquetar sus cosas y huir de Silicon Valley, ya podía oír los sonidos provocados por su chapuza, inundando la tarde.
* * *
El Volvo marrón pasó un cruce en el Boulevard Stevens Creek y dio un patinazo a unos tres metros del puesto de copiloto del coche de Bishop.
Su conductor presentía con horror la colisión inminente.
—¡Tío, ten cuidado! —gritó Gillette, moviendo el brazo para protegerse de forma instintiva, girando la cabeza hacia la izquierda y cerrando los ojos mientras el famoso logo diagonal cromado en el capó del coche sueco se le acercaba cada vez más.
—Tranquilo —dijo Bishop, con calma.
Quizá era puro instinto, o tal vez se debía a la instrucción de conducción policial pero el detective no quiso frenar. Pegó el acelerador al suelo y dirigió el Crown Victoria hacia el Volvo que se aproximaba. La maniobra funcionó. Los coches no se rozaron por milímetros y el Volvo se empotró contra el parachoques del Porsche que iba detrás del coche del policía. Bishop controló el derrape y frenó hasta detener el coche.
—Ese imbécil se ha saltado el semáforo —murmuró Bishop, asiendo la radio para informar sobre el accidente.
—No, no lo ha hecho —contestó Gillette mirando hacia atrás—. Mira, ambas luces estaban en verde.
Una manzana más allá, otros dos coches estaban en medio del cruce, de costado, y un capó echaba humo.
Desde la guantera, la radio se llenó de informes sobre accidentes y errores en el funcionamiento de semáforos. Los escucharon durante un rato.
—Todos los semáforos están en verde —dijo Bishop—. En todo el condado. Es Phate, ¿no? Lo ha hecho él.
—Ha pirateado Obras Públicas —dijo Gillette, con una risa floja—. Es una cortina de humo para escapar.
Bishop volvió a avanzar pero, debido al tráfico, su velocidad era de pocos kilómetros por hora. La luz intermitente del salpicadero no impresionaba a nadie y Bishop la retiró. Elevando la voz sobre el ruido de las bocinas, preguntó:
—¿Hay algo que puedan hacer los de Obras Públicas para solucionar este embrollo?
—Lo más seguro es que haya suspendido el sistema o que haya puesto una contraseña indescifrable. Tendrán que cargarlo todo de nuevo desde las copias de seguridad. Les llevará horas —el hacker movió la cabeza—. Pero el tráfico lo va a atrapar a él también. ¿De qué le sirve?
—No, apuesto a que su escondrijo está cerca de la autopista —dijo Bishop—. Seguro que queda cerca de una entrada a la 280. Y la Universidad del Norte de California también lo está. Matará a su próxima víctima, llegará a la autopista y se largará vete a saber dónde, sin problemas.
Gillette asintió y añadió lo siguiente:
—Al menos nadie de Productos Informáticos San José podrá marcharse.
A unos cuatrocientos metros de su destino, el tráfico estaba tan parado que tuvieron que dejar el vehículo e ir a pie. Avanzaban al trote, movidos por una urgencia desesperada. Phate no habría creado ese atasco si no estuviera preparado para su asalto a la universidad. Y, en el mejor de los casos (contando con que alguien en Productos Informáticos San José pudiera dar con su dirección de envíos), podría suceder que no llegaran a su casa hasta después de que su víctima hubiera muerto y Phate y Miller se hubiesen esfumado.
Llegaron al edificio que albergaba Productos Informáticos San José y se pararon para recuperar el resuello contra la valla encadenada.
El aire estaba repleto de sonidos cacofónicos, bocinas y el
zum–zum–zum
de un helicóptero que volaba cerca (una televisión local que recogía las pruebas de la proeza de Phate y de la vulnerabilidad del condado de Santa Clara) para que lo disfrutara el resto del país.
Los dos hombres avanzaron de nuevo, entrando por una puerta abierta cercana al área de carga y descarga de la empresa. Subieron los escalones y entraron. Un trabajador que amontonaba cartones sobre una carretilla alzó la vista y los vio.
—Perdóneme, señor: policía —le dijo Bishop al hombre regordete de mediana edad mientras le enseñaba la placa—. Tenemos que hacerle unas preguntas.
El hombre forzó la vista a través de sus gafas de presbicia y examinó la identificación de Bishop.
—Sí, señor, ¿en qué puedo ayudarles?
—Estamos buscando a Joe McGonagle.
—Soy yo —dijo el hombre—. ¿Es por un accidente o algo así? ¿Qué pasa con esos bocinazos?
—Los semáforos no funcionan.
—¿Ninguno?
—Eso parece.
—Vaya follón. Y además cuando se acerca la hora punta.
—¿Es usted el dueño? —preguntó Bishop.
—Yo y mi cuñado. ¿Cuál es el problema exactamente, agente?
—La semana pasada usted hizo un envío de componentes de superordenadores.
—Y todas las semanas. En eso se basa nuestro negocio.
—Tenemos motivos para creer que alguien les ha vendido componentes robados.
—¿Robados?
—Nadie le está investigando a usted, señor. Pero es crucial que encontremos al hombre que se los vendió. ¿Le importaría que viéramos los registros de entradas?
—Le juro que no sabía que eran robados. Y Jim, mi cuñado, tampoco haría algo así. Es un buen cristiano.
—Sólo queremos encontrar al hombre que se los vendió. Necesitamos la dirección o el número de teléfono del sitio desde donde cargaron esos componentes.
—Todos los ficheros de envíos están aquí —caminó por el pasillo—. Pero si es mejor que tenga un abogado conmigo antes de hablar con ustedes, dígamelo.
—Sí, señor, se lo diría —replicó Bishop sinceramente—. Pero sólo me interesa atrapar a ese tipo.
—¿Cómo se llama? —preguntó McGonagle.
—Lo más seguro es que se haya hecho pasar por Gregg Warren.
—No me suena.
—Tiene muchos alias.
McGonagle se paró en una pequeña oficina y abrió un cajón de un archivo.
—¿Sabe la fecha? ¿La del envío?
—Creemos que fue el 27 de marzo —respondió Bishop, tras consultar su libreta.
—Veamos…—McGonagle rebuscó en el archivo, revolviendo cosas.
Wyatt Gillette no pudo evitar una sonrisa. Resultaba muy irónico que una empresa de elementos informáticos guardara los registros en armarios de ficheros y no en un ordenador. Estaba a punto de susurrarle eso a Bishop cuando alcanzó a ver la mano izquierda de McGonagle, que descansaba sobre la manilla del cajón del archivo mientras la otra mano buceaba en el interior.
Las yemas de los dedos estaban muy deformadas. Eran nudosas, romas y coronadas de unos callos amarillentos.
La manicura del hacker
…
A Gillette se le evaporó la sonrisa de la boca y se puso rígido. Bishop se dio cuenta de ello y lo miró. Gillette señaló sus propios dedos y luego llamó su atención en silencio sobre la mano izquierda de McGonagle. Bishop vio a qué se refería.
McGonagle alzó la vista y observó los reveladores ojos de Bishop.
Claro que, por supuesto, su nombre no era McGonagle. Bajo las falsas canas, las arrugas, las gafas y los rellenos postizos se encontraba Jon Patrick Holloway. Esos fragmentos pasaron por la mente de Gillette como líneas de software: Joe McGonagle era otra de sus identidades. Esa empresa era una de sus tapaderas. Había pirateado el sistema de registro de sociedades del Estado y había creado una empresa de quince años de antigüedad, cuyos dueños no eran otros que Miller y él. El recibo que buscaban era el de un ordenador que Phate había comprado, y no vendido.
Ninguno de ellos se movió.
Y entonces pasó esto:
Gillette se echó a un lado, Bishop quiso sacar el arma, Phate se lanzó hacia atrás y extrajo una pistola del archivo. A Bishop no le dio tiempo a levantar la suya y se lanzó hacia delante y golpeó al asesino, quien dejó caer su arma. Bishop la echó a un lado y Phate pescó el arma del policía con su mano deforme y agarró un martillo que descansaba sobre una caja de madera. Golpeó con fuerza la cabeza del policía con esa herramienta.
El detective soltó un gemido y cayó de rodillas. Phate volvió a golpearlo, en la nuca, y luego soltó el martillo y se lanzó a recoger su pistola del suelo.
Por instinto, Wyatt se lanzó hacia delante y agarró a Phate por el cuello y por el brazo para que el tipo no pudiera alcanzar ninguna de las pistolas.
El asesino golpeó con el puño el rostro y el cuello de Gillette, pero los dos estaban tan cerca el uno del otro que no pudo tomar impulso y los golpes no le hicieron ningún daño a Wyatt.
Ambos entraron dando tumbos por otra puerta, saliendo de la oficina y yendo a dar a un espacio abierto: se trataba de otro corral de dinosaurios como el de la UCC.
Los ejercicios de dedos que Gillette había estado haciendo en los dos últimos años lo ayudaron a agarrar con fuerza a Phate pero el asesino también era fuerte y Gillette no podía sacarle ventaja. Como dos luchadores enlazados, rodaron por el suelo levantado. Gillette miró a su alrededor buscando un arma. Le asombró la cantidad de viejos ordenadores y de componentes que había. Toda la historia de la informática estaba representada allí.
—Lo sabemos todo, Jon —dijo Gillette, volviéndose hacia el asesino—. Sabemos que Stephen Miller es Shawn. Sabemos tus planes, tus próximas víctimas. ¡No tienes posibilidad de escapar!
Pero Phate no respondió. Gruñó, tiró a Gillette al suelo y trató de alcanzar una barra de hierro. Con fuerza, Gillette apretó con el pie un tablón tirado en el suelo, y alejó la barra de Phate.
Durante cinco minutos ambos hackers estuvieron intercambiando golpes blandos, y fueron cansándose. Luego Phate se liberó y corrió por la barra de hierro. Se las arregló para empuñarla y blandirla. Se fue acercando a Gillette, quien buscaba un arma con desesperación. Vio una caja de madera sobre una mesa cercana, arrancó la tapa y fue sacando su contenido.
Phate se quedó helado.
Gillette sostenía en la mano lo que parecía ser una bombilla muy antigua: era un tubo de audion original, el precursor del tubo de vacío y, por ende, del mismo chip de silicio.
—¡No! —gritó Phate, alzando una mano. Susurró—: Por favor, ten cuidado.
Gillette se encaminó hacia la oficina donde yacía Frank Bishop.
Phate lo seguía, sosteniendo la barra de metal como si se tratara de un bate de béisbol. Sabía que podía golpear a Gillette en el brazo o en la cabeza (no le resultaría difícil) pero aun así le era imposible poner en peligro el delicado artefacto de cristal.
Para él las máquinas son más importantes que la gente. Una muerte no le supone ninguna pérdida: pero si se le rompe el disco duro es toda una tragedia
.
—Ten cuidado —susurró Phate—. Por favor.
—¡Tírala! —gritó Gillette mirando la barra de hierro.
El asesino empezó a blandiría pero en el último minuto pensó en la frágil bombilla de cristal y se detuvo. Gillette se paró, miró hacia atrás para medir las distancias y entonces arrojó la bombilla a Phate, quien lanzó un grito y se deshizo de la barra para tratar de asirla. Pero el tubo cayó al suelo y se rompió.
Phate lanzó un grito y cayó de rodillas.
Gillette fue rápidamente hasta la oficina donde yacía Frank Bishop, quien respiraba con dificultad y sangraba profusamente, y agarró la pistola. Volvió y apuntó a Phate, que contemplaba los restos del tubo con el rostro de un padre que observa la tumba de su hijo. A Gillette le impactó la expresión de sentida pesadumbre: daba aún más miedo que su anterior furia.