—Pero eso ya lo sabemos —replicó Bishop.
—¿Sigue usando el teléfono? —preguntó Shelton.
—No lo ha utilizado desde ayer. El perfil típico de un pirata telefónico nos muestra que si no lo usan en veinticuatro horas es porque han cambiado de número.
—Así que no podemos rastrearlo cuando vuelva a conectarse a la red, ¿no? —preguntó Bishop, desalentado.
—Eso mismo —dijo Hobbes.
—Bueno, pero eso ya me lo figuraba —dijo Gillette, encogiéndose de hombros—. Ningún hacker serio se sirve de números robados por más de ocho horas. Pero sí podemos delimitar el área desde donde realizaba las llamadas cuando ha estado llamando en estas últimas dos semanas, ¿verdad, Garvy?
—Claro que sí —afirmó Hobbes—. Guardamos constancia de las células desde donde se originan nuestras llamadas. La mayor parte de las llamadas de ese móvil provenían de nuestra célula 879. Eso es Los Altos. Y he restringido el área un poco más con la MITSO.
—¿La qué?
—Con la oficina de conmutadores de teléfonos móviles. Tiene capacidad de ubicar los sectores: eso significa que te pueden decir en qué parte de la célula está localizado. O sea, que pueden delimitar el área en un kilómetro cuadrado.
Hobbes se rió y preguntó con cautela:
—Señor Gillette, ¿cómo es que sabe tanto como nosotros sobre nuestro propio sistema?
—Leo mucho —respondió Gillette, para salir del paso. Luego preguntó—: Déme las coordenadas de la ubicación. ¿Nos podría dar la información en calles? —fue por el mapa.
—Sin problemas.
Hobbes le señaló cuatro cruces y Gillette conectó los puntos. Era una zona trapezoidal que cubría una gran superficie de Los Altos.
Dentro de ese perímetro se encontraban seis nuevas urbanizaciones que respondían a las especificaciones dadas por el Consejo de Planificación y Zonificación.
Aunque era mejor que veintidós, seguían siendo demasiadas.
—¿Seis? —preguntó una desmotivada Sánchez—. Eso supone unas tres mil personas viviendo allí. ¿No podríamos delimitarlo un poco más?
—Sí —respondió Bishop—. Porque sabemos dónde compra las cosas.
Sobre el mapa, Bishop señaló la urbanización que quedaba entre la tienda de Ollie y Mountain View Music.
Se llamaba Stonecrest.
Todos se pusieron en movimiento. Bishop le pidió a Garvy que se reuniera con ellos en Los Altos, cerca de la urbanización, y luego llamó al capitán Bernstein para informarle de todo. Decidieron que agentes de paisano irían puerta por puerta mostrando la foto de Holloway. Bishop tuvo la idea de comprar cubos de plástico y de facilitárselos a los agentes, quienes harían como que estaban recogiendo dinero para alguna causa benéfica, por si se daba el caso de que el mismo Holloway saliera a abrir la puerta. Luego alertó a los de operaciones especiales. Y los mismos miembros de la UCC se prepararon: Shelton y Bishop comprobaron sus pistolas; Gillette, su portátil, y Tony Mott comprobó ambas cosas a la vez, como no podía ser menos.
Patricia Nolan se quedaría, por si el equipo necesitaba acceder al ordenador de la UCC.
Mientras salían, sonó el teléfono y Bishop contestó la llamada. Estuvo un rato en silencio y luego miró a Gillette con una ceja levantada, antes de pasarle el aparato.
Frunciendo el ceño, el hacker se llevó el auricular a la oreja.
—¿Sí?
Silencio. Y luego Elana Papandolos dijo:
—Soy yo.
—Hola.
Gillette vio cómo Bishop sacaba a todo el mundo afuera.
—No pensaba que llamarías.
—Yo tampoco —dijo ella.
—¿Por qué?
—Porque creo que te lo debía.
—¿Que me debías qué?
—Decirte que de todas formas me largo mañana a Nueva York.
—¿Con Ed?
—Sí.
Esas palabras lo golpearon con más fuerza de lo que lo habían sacudido los nudillos de Phate momentos antes. Tenía la esperanza de que ella hubiera retrasado la partida…
—No lo hagas.
Otra interminable pausa.
—¿Wyatt?…
—Te amo. Y no quiero que te vayas.
—Bueno, pues nos vamos.
—Hazme un favor —dijo Gillette—. Déjame verte antes de que te vayas.
—¿Para qué? ¿De qué serviría?
—Por favor. Sólo diez minutos.
—No me vas a hacer cambiar de idea.
«Sí —pensó él—, sí que lo haré».
—Tengo que colgar. Adiós, Wyatt. Te deseo suerte en cualquier cosa que hagas en la vida.
—¡No!
Ellie colgó sin añadir nada más.
Gillette miró el teléfono, ahora mudo.
—Wyatt —dijo Bishop.
Cerró los ojos.
—Wyatt —lo llamó de nuevo el detective—. Tenemos que irnos.
Alzó la vista y dejó el auricular sobre el aparato. Aturdido, Gillette siguió al policía por los pasillos.
El detective le murmuró algo.
Gillette lo miró, ausente. Preguntó a Bishop qué le había dicho.
—He dicho que es como lo que comentabais Patricia y tú sobre estar en uno de esos juegos MUD.
—¿Qué pasa con ellos?
—Que creo que nos encontramos en el nivel de expertos.
* * *
El Monte Road se conecta con El Camino Real por medio de la columna vertebral de Silicon Valley, la autopista 280, unos kilómetros más al sur.
Mientras uno va por la autopista, el paisaje de El Monte varía desde tiendas de ropa, pasando por clásicos ranchos californianos de los años cincuenta y sesenta, hasta las nuevas urbanizaciones residenciales construidas con el propósito de cosechar el abundante dinero de los informáticos que andan por el vecindario.
No lejos de una de esas urbanizaciones, Stonecrest, había unos dieciséis coches de la policía estatal aparcados junto a dos furgonetas de los equipos especiales. Estaban en el aparcamiento de la Primera Iglesia Baptista de Los Altos, que una gran empalizada ocultaba de El Monte: ésa era la razón de que Bishop hubiera elegido este solar de la casa del Señor como base de operaciones.
Wyatt Gillette estaba en el asiento del copiloto del Crown Victoria, junto a Bishop. Shelton estaba sentado detrás y miraba una palmera meciéndose en la brisa húmeda. En un coche a su lado estaban Linda Sánchez y Tony Mott. Bishop parecía haber tirado la toalla en cuanto a ponerle las riendas al aspirante a Eliot Ness, y Mott se apresuraba a unirse a un grupo de policías uniformados y de operaciones especiales que estaban colocándose los chalecos antibalas. El jefe del equipo de especiales, Alonso Johnson, estaba allí de nuevo. Se encontraba solo, con la cabeza gacha mientras escuchaba lo que le radiaban por el auricular en su oreja.
El agente del Departamento de Defensa, Arthur Backle, había seguido a Bishop y esperaba de pie, con un paraguas en la mano, medio apoyado en el costado de su coche mientras se palpaba el vendaje que le cubría la cabeza.
Cerca de allí, Stonecrest estaba siendo rastreado por agentes de paisano, quienes, con el pretexto de hacer una cuestación, agitaban cubos de plástico amarillo y mostraban fotos de Jon Holloway.
Pasó un rato y nadie dio parte con éxito. Afloraron las dudas: quizá Phate estaba en otra urbanización, quizá el análisis de los teléfonos de Mobile America era erróneo. Quizá los números estaban bien pero, tras el incidente con Gillette, Phate había decidido dejar el Estado.
Entonces sonó el móvil de Bishop y éste respondió la llamada. Sonrió, asintiendo y mirando a Shelton y a Gillette:
—Identificación efectuada. Un vecino lo ha reconocido. Está en el 34004 de Alta Vista Drive.
—¡Sí! —gritó Shelton, con un glorioso encuentro entre su puño y la palma de la otra mano—. Voy a decírselo a Alonso.
El fornido policía desapareció entre la multitud de agentes.
Bishop llamó a Garvy Hobbes y le dio la dirección. En su coche, el hombre de seguridad tenía conectado un Cellscope, un cruce entre ordenador y buscador direccional de radio. Conduciría cerca de la casa y comprobaría si éste estaba trasmitiendo o no. Un rato después llamaba a Bishop y le decía:
—Tiene un móvil funcionando. La transmisión es de datos, no de voz.
—¡Está on–line! —dijo Gillette.
Bishop y Gillette salieron del coche y se encontraron con Shelton y con Alonso Johnson.
Johnson envió una furgoneta de vigilancia, camuflada como una de reparto, para que aparcara en la calle de Phate, frente a su casa. El oficial informó de que las cortinas estaban echadas y la puerta del garaje abierta. En la acera había un último modelo de Acura. Desde fuera no se veían luces encendidas. Un segundo equipo, pertrechado detrás de una Jacaranda cercana, ofreció un informe similar.
Ambos equipos añadieron que todas las puertas y ventanas estaban cubiertas: incluso en el caso de que Phate viera a la policía, no podría escapar antes del asalto.
Entonces, Johnson abrió un mapa detallado y plastificado de las calles de Stonecrest. Hizo un círculo en la casa de Phate con una pintura de cera y luego examinó un catálogo de los modelos de casas de la urbanización, también plastificado. Alzó la vista y dijo:
—Está en una casa del modelo Troubadour.
Buscó el plano de ese modelo de casa y se lo mostró a su segundo, un joven de pelo rapado y comportamiento militar, sin sentido del humor.
Gillette echó una ojeada al catálogo y vio un anuncio impreso bajo el plano. Decía: «Troubadour…La casa de tus sueños para que tú y tu familia la disfrutéis en los años venideros….
—De acuerdo, señor —dijo el ayudante de Johnson—. Tenemos puertas delanteras y traseras en el piso al nivel de la calle. Otra puerta se abre a una terraza en la parte trasera. No hay escaleras pero son menos de cuatro metros. Podría saltar. No hay entrada lateral. El garaje tiene dos puertas, una conduce a la cocina y otra al patio. Yo propondría entrar con tres equipos dinámicos.
—Separadlo de su ordenador de inmediato —dijo Linda Sánchez—. No le dejéis teclear nada. Podría destruir el contenido del disco duro en unos segundos.
—Positivo —afirmó el ayudante. Johnson dijo:
—Vale. El equipo Able va a ir por delante, Baker por detrás y Charlie por el garaje. Que dos del Charlie se queden atrás y vigilen la terraza por si le da por saltar por ahí —alzó la vista y tiró del pendiente de oro que llevaba en la oreja izquierda—. Vale, vamos a cazar una mala bestia.
Gillette, Shelton, Bishop y Sánchez se reunieron en uno de los Crown Victoria y condujeron hasta la misma urbanización, aparcando cerca pero fuera del ángulo de visión que se podía tener desde la casa de Phate, junto a las furgonetas de los de operaciones especiales. Les siguió su sombra, el agente Backle. Todos vieron cómo las tropas se posicionaban con rapidez, agachándose y ocultándose tras los arbustos.
Bishop se volvió hacia Gillette y sorprendió al hacker, al inclinarse y estrecharle la mano.
—Pase lo que pase, Wyatt, no lo podríamos haber hecho sin ti. No hay mucha gente que se hubiera arriesgado y trabajado tanto como lo has hecho tú.
—Sí —dijo Linda Sánchez—, este chico es una joya, jefe —miró a Gillette con sus grandes ojos marrones—. Oye, si buscas trabajo cuando salgas, quizá puedas intentarlo en la UCC.
Por una vez dio la impresión de que Bob Shelton iba a hacerse eco de los sentimientos de sus compañeros, pero entonces salió del coche y fue a unirse a un grupo de policías de paisano que parecía conocer.
Gillette trató de pensar en algo que responder a Bishop para acusar recibo de lo dicho, pero no supo hacer otra cosa que asentir.
Se les acercó Alonso Johnson. Bishop bajó la ventanilla.
—Los de vigilancia no pueden ver nada y el tipo tiene el aire acondicionado al máximo, por lo que los infrarrojos resultan nulos. ¿Sigue el tipo conectado?
Bishop llamó a Garvy Hobbes y se lo preguntó.
—Sí —respondió el vaquero—. El Cellscope aún recibe su transmisión.
—Eso es bueno —dijo Alonso—. Lo queremos tranquilo y distraído cuando llamemos a su puerta —luego habló al micrófono—: Limpiad la calle.
Los agentes forzaron a dar la vuelta a varios coches que conducían por Alta Vista. Interceptaron a una señora de pelo blanco, una vecina de Phate que se disponía a salir del garaje, y guiaron su Explorer por una calle lejos de la casa del asesino. Tres chavales que, indiferentes a la lluvia, armaban jaleo con unos monopatines, también fueron interceptados por unos agentes de paisano vestidos con shorts y camisas Izod, que los quitaron de en medio.
La plácida calle de la urbanización quedó desierta.
—Tiene buena pinta —dijo Johnson, y acto seguido corrió agachado hacia la casa.
—Todo se reduce a esto…
Linda Sánchez se dio la vuelta y afirmó:
—Y que lo diga, jefe —le hizo una señal de buena suerte a Tony Mott, quien estaba agachado detrás de una valla que lindaba con la propiedad de Phate. Él le devolvió el saludo y señaló la casa del asesino. Ella dijo en voz baja—: Será mejor que ese chico no se haga daño.
Gillette no oyó que se impartieran instrucciones pero de pronto los del SWAT salieron de sus escondrijos y corrieron hacia la casa. Se oyeron tres explosiones. Gillette se sobresaltó.
—Son balas especiales —le explicó Bishop—. Están destrozando las cerraduras.
A Gillette le sudaban las manos y se mecía y contenía la respiración esperando oír disparos, explosiones, gritos, sirenas…
Bishop no se movía, y tenía la mirada fija en la casa. Si estaba tenso no lo demostraba.
—Venga, venga —musitó Linda Sánchez—. ¿Qué está pasando?
Fue un largo silencio roto tan sólo por el tamborileo del agua sobre el techo del coche.
Cuando sonó la radio, fue algo tan abrupto que todos se sobresaltaron.
—Jefe del equipo Alpha a Bishop. ¿Estás ahí?
Bishop respondió:
—Dime, Alonso.
—Frank —informó la voz—. No está aquí.
—¿Qué? —dijo el detective, sin poder creérselo.
—Estamos cribando el lugar pero no tiene pinta de que haya nadie.
—Mierda —dijo Shelton.
—Estoy en el salón —prosiguió Johnson—. Es su oficina. Hay una lata de soda Mountain View que aún sigue fría. Y el detector de calor corporal muestra que ha estado sentado en esta silla frente al ordenador, hasta hace cinco o diez minutos.
—Él está ahí, Al —replicó Bishop, con tono de desesperación—. Tiene que estar ahí. Seguro que tiene algún escondrijo por ahí. Busca en los armarios. Busca debajo de la cama.
—Frank, los infrarrojos no recogen nada salvo su fantasma en la silla.