—Consigue la confirmación amarilla —le dijo a uno de los técnicos que estaba sentado frente a un ordenador.
El hombre tecleó:
DE
: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA.R
: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D. C.RE
:DOJ DISTRITO NORTE CRUFORNIA,OPERACIÓN 139–01:¿CONFIRMAN CÓDIGO AMARILLO?
Dio a
Return
.
Había tres niveles en los códigos de operaciones de fuerzas especiales. Verde, amarillo y rojo. El verde aprobaba la aproximación de los agentes hasta el lugar donde se llevaría a cabo la operación. El amarillo aprobaba que se prepararan para el asalto y que se pusieran en posición. El rojo controlaba el mismo asalto.
DE
: DOJ TAC OP CENTER, WASHINGTON, D. C.R
: FUERZAS ESPECIALES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA.RE
: DOJ DISTRITO NORTE CRUFORNIR,OPERACIÓN 139–01:CÓDIGO AMARILLO
:.
—Imprímelo —le dijo Little al técnico de comunicaciones.
—Sí, señor.
Little y Steadman comprobaron la palabra del código y vieron que «roble» era correcta. Se aprobaba que los agentes se desplegaran en torno a la casa.
En cualquier caso, dudaba al oír una y otra vez la voz de Bishop resonando en su cabeza. Pensó en los niños que murieron en Waco. A pesar del protocolo de asalto cuatro, que regía que en este tipo de operaciones y con este tipo de criminales no era apropiada la intervención de negociadores, Little se preguntaba si no debería llamar a alguien de San Francisco, donde el FBI tenía un excelente negociador de asedios con el que ya había trabajado con anterioridad. Quizá…
—¿Agente Little? —le interrumpió el técnico de comunicaciones, ojeando su pantalla—. Hay un mensaje para usted.
Little se inclinó para leerlo.
URGENTE URGENTE URGENTE
DE
: DOJ THE DP CENTER, WASHINGTON, D. C.R
: FUERZAS ESPECIRLES, DOJ DISTRITO NORTE CALIFORNIA.RE
: DOJ DISTRITO NDRTE CALIFORNIR, OPERACIÓN 139–01:INFORMANTE CONFIDENCIAL AFIRMA QUE LOS SOSPECHOSOS MARINKILL ENTRARON EN RESERVA MILITAR SAN PEDRO LAS 15:40 DE HOY Y ROBARON GRAN CANTIDAD DE ARMAS AUTOMATICAS, GRANADAS DE MANOS Y ANTIBALAS.
AVISAR AGENTES FUERZAS ESPECIALES DE DICHA SITUACIÓN
Conque ésas tenemos, pensó Little, desterrando de su mente cualquier idea de un negociador. Miró al agente Steadman y le dijo:
—Pasa la voz, George. Todo el mundo en posición. Entramos en seis minutos.
Frank Bishop caminaba alrededor de Shawn.
El armazón era de algo más de un metro cuadrado y estaba formado por gruesas planchas de metal. En la parte trasera tenía unas aberturas de ventilación que expulsaban bocanadas de aire caliente, fumaradas tan visibles como el vaho en un día de invierno. El panel frontal no consistía en otra cosa que en tres luces verdes, indicadores que de vez en cuando se apagaban para mostrar que Shawn trabajaba a destajo para llevar a cabo las instrucciones póstumas de Phate.
El detective había tratado de llamar a Gillette pero la línea no funcionaba. Tenía el horrible presentimiento de que el FBI podía haber empezado el asalto antes, aunque sabía que el procedimiento de los SWAT implicaba silenciar todos los teléfonos donde se localizaba el asalto antes de que entraran los agentes.
Llamó a Tony Mott a la UCC. Les habló a él y a Linda Sánchez sobre la máquina y les dijo que Gillette pensaba que había algo concreto que se podía hacer. Pero el hacker no había tenido tiempo suficiente para decírselo. «¿Alguna idea?»
Lo discutieron. Bishop pensaba que podía tratar de apagar la máquina para suspender la transmisión del código de confirmación desde Shawn hasta Little. Por el contrario, Tony Mott pensaba que en ese caso habría una segunda máquina en algún otro lugar que no sólo enviaría el código de confirmación sino que, habiendo conocido que Shawn había sido apagado, podría estar programada para hacer aún más daño: y causar algo así como una congestión en el ordenador de algún controlador aéreo. Pensaba que era mejor tratar de infiltrarse en Shawn y tomar su directorio raíz.
Bishop no estaba en contra de la tesis de Mott, pero le explicó que allí no había ningún teclado. Y que, además, no tenían más que unos pocos minutos y no había tiempo para descifrar contraseñas y tratar de hacerse con el control de la máquina.
—Voy a apagarla —dijo.
Pero el detective no podía hallar ninguna forma obvia de hacerlo. Mott le dijo que algunos ordenadores no tienen interruptores de encendido y apagado: y que se controlan exclusivamente por medio de software. Buscó un panel de acceso que le permitiera encontrar los cables de corriente bajo las gruesas planchas de madera del suelo, pero no encontró ninguno.
Miró el reloj.
Dos minutos para el asalto. No había tiempo para salir a buscar cajas de empalmes.
Y así, de igual manera a como había hecho seis meses atrás en un callejón de Oakland cuando Tremain Winters lo apuntara a él y a otros dos policías más con una Remington del doce, el detective sacó con calma su arma reglamentaria y disparó tres proyectiles al torso de su adversario.
Pero, al contrario de lo que sucedió con los disparos que acabaron con la vida del jefe de la banda, estas balas cubiertas de cobre se convirtieron en pequeños guisantes que rebotaron contra el suelo. La piel de Shawn no se resintió casi nada.
Bishop se acercó un poco más, se puso de tal manera que las balas no le rebotaran y vació el cargador frente a las tres luces de indicación. Una de las luces verdes se apagó pero no pareció que ese fusilamiento tuviera ningún efecto en la operación que Shawn llevaba a cabo. El vapor seguía saliendo de las aberturas de ventilación, en medio del frío reinante.
—Acabo de descargar un cargador en la máquina —gritó Bishop por el teléfono móvil—. ¿Sigue on–line?
Tuvo que incrustarse el teléfono en la oreja, pues los disparos lo habían dejado medio sordo, para oír al joven policía de la UCC, quien le comunicaba que Shawn seguía funcionando.
«Mierda…
Cargó el arma y vació otro cargador por las aberturas de ventilación. Esta vez un rebote le alcanzó el dorso de la mano y le marcó un estigma astroso en la piel. Se limpió la sangre en los pantalones y se acercó el teléfono.
—Lo siento, Frank —repitió Mott, sin esperanzas—. Esa máquina sigue viva y coleando.
El policía miró la caja, lleno de frustración. Bueno, si a uno le da por jugar a ser Dios y crear una nueva vida, pensó, es lógico que trate de hacerla invulnerable.
Sesenta segundos.
Bishop estaba angustiado a más no poder. Pensó en Wyatt Gillette, alguien cuyo único crimen había sido andar tropezando un poco para escapar de una infancia vacía. La mayoría de los chavales que Bishop había atrapado (del East Bay, de Haight) eran asesinos sin remordimientos que al poco tiempo se paseaban libres. Y Wyatt Gillette no había hecho otra cosa que seguir el camino por el que Dios y su propia brillantez le habían guiado y, por culpa de esto, tanto él como la mujer que amaba y la familia de ella iban a sufrir terriblemente.
No quedaba tiempo. Shawn mandaría la señal de confirmación en cualquier momento.
¿Podía hacer algo para frenar a Shawn?
¿Podría tratar de prenderle fuego?
Podía hacer un fuego cerca de la ventilación. Fue hasta el escritorio y removió todo en busca de un mechero y cigarrillos.
Nada.
Entonces algo se le pasó por la mente.
¿Qué?
No podía recordarlo con exactitud, parecía un recuerdo de hacía siglos: algo que Gillette había dicho cuando entró en la UCC por vez primera.
Había mencionado la palabra fuego.
Haz algo con eso
…
Miró el reloj. Era la hora del asalto. Los dos ojos verdes que le quedaban a Shawn brillaban sin compasión.
Haz algo
…
Fuego.
…em>con eso.
¡Sí! De pronto Bishop dio la espalda a Shawn y miró frenéticamente por la estancia. ¡Allí estaba! Corrió hacia una pequeña caja gris con un botón rojo en el centro: el conmutador de fuga del corral de dinosaurios.
Golpeó el botón con la palma de la mano.
En el techo comenzó a sonar una alarma atronadora y los vapores del halón empezaron a descender, con un siseo penetrante, desde las cañerías de arriba, y a aflorar desde debajo de la máquina, envolviendo a ambos (al humano y al que no lo era) en una fantasmal neblina blanca.
* * *
El agente de operaciones especiales Mark Little ojeaba la pantalla del ordenador de la furgoneta de control.
CÓDIGO ROJO:
Éste era el código de visto bueno para el asalto.
—Imprímelo —le dijo Little al agente técnico. Luego se volvió hacia George Steadman—: Confirma si «arce» nos da luz verde para el asalto con protocolo cuatro.
El agente consultó un librillo con el sello del Departamento de Justicia y la palabra «Confidencial» escrita en grandes letras de molde.
—Confirmado.
—Vamos a entrar —les radió Little a tres francotiradores que cubrían todas las puertas—. ¿Se divisa a algún objetivo a través de las ventanas?
Todos respondieron que no.
—Vale. Si alguno aparece armado por la puerta, lo tiráis al suelo. De un disparo en la cabeza, para no darles tiempo a que aprieten ningún botón detonador. Si no parecen armados, guiaos por vuestro propio juicio. Pero os recuerdo que el protocolo de asalto es de nivel cuatro. ¿Queda claro?
—Del todo —respondió uno de los francotiradores y todos los demás lo confirmaron.
Little y Steadman dejaron la furgoneta de control y corrieron hasta donde estaban apostados sus equipos en el atardecer nublado. Little se metió en un callejón con los ocho oficiales que comandaba: el equipo Alfa. Steadman iba con el suyo, el Bravo.
Little escuchó lo que le comunicaba el equipo de Búsqueda y Vigilancia:
—Jefe del equipo Alfa, los infrarrojos muestran calor humano en el salón y en la sala. También en la cocina, pero puede ser el horno.
—Roger —entonces Little anunció por su radio—. Yo iré con Alfa y cubriremos la parte derecha de la casa. Vamos a echar unas cuantas granadas detonadoras: tres en la sala, tres en el salón y tres en la cocina, con intervalos de cinco segundos. Al tercer estallido Bravo entra por delante y Charlie por detrás. Cubriremos zonas de fuego cruzado desde las ventanas laterales.
Steadman y el jefe del tercer equipo confirmaron sus instrucciones.
Little se puso los guantes, el gorro y el casco, pensando en el montón de armas automáticas, granadas de mano y chalecos antibalas que había sido robado.
—Vale —dijo—. El equipo Alfa delante. Vamos poco a poco. Cubríos todo lo que podáis. Y estad a punto para encender las velitas.
Dentro de la residencia de los Papandolos (la casa de los limones, la casa de las fotografías, la casa de la familia), Wyatt Gillette pegaba la cara a las cortinas de encaje que recordaba haber visto bordar a la madre de Elana un otoño. Desde esta nostálgica posición de ventaja vio cómo los hombres del FBI comenzaban a entrar.
Centímetro a centímetro, con cuidado.
Miró en el cuarto contiguo, detrás de él, y vio a Elana tumbada boca abajo que le pasaba el brazo a su madre por los hombros. Cerca tenía a Christian, su hermano, quien tenía la cabeza erguida y miraba a Gillette a los ojos con inmenso odio.
No había nada que pudiera decirles que fuera adecuado y siguió en silencio, volviéndose de nuevo hacia la ventana.
Ya había decidido qué iba a hacer: de hecho, lo había decidido antes pero deseaba pasar los últimos momentos de su vida con la mujer que amaba.
Lo irónico del caso es que Phate le había dado la idea.
Tú eres el héroe con defectos. Defectos que lo meten en líos. Vaya, y al final harás algo heroico y los salvarás y el público llorará por ti
…
Iba a salir con los brazos en alto. Bishop le había dicho que no se fiarían de él y que pensarían que era un suicida que llevaba una bomba o que escondía un arma. Phate y Shawn lo habían dispuesto así para que la policía se esperase lo peor. Pero los agentes también eran humanos: podían vacilar. Y, si lo hacían, podrían creerlo y dejar que salieran Elana y su familia.
Pero en cualquier caso nunca llegarás al nivel último del juego
.
Y aunque no lo hiciera (si le disparaban y lo mataban) registrarían su cuerpo y verían que estaba desarmado y podrían pensar que los de dentro accederían a rendirse sin problemas. Y luego descubrirían que todo había sido un terrible error.
Miró a su mujer. Pensó que incluso entonces estaba preciosa. Ella no alzó la vista y él se sintió mejor por eso: no podría haber soportado la carga de su mirada.
Temeroso de que cuando saliera un francotirador pudiera ver a Elana o a su familia e interpretar mal cualquier gesto y abrir fuego, decidió apagar todas las luces de la planta baja. Mientras entraba en el estudio para hacerlo, se fijó en un viejo clónico de IBM. Wyatt Gillette pensó en todas las horas que había pasado on–line en los últimos días. Si no podía llevarse el amor de Elana a la tumba, al menos lo acompañarían los recuerdos de las horas pasadas en la Estancia Azul.
Con cuidado, lentamente, temeroso de que por la ventana lo viera un francotirador, fue apagando las restantes luces de la casa.
* * *
Los agentes del equipo Alfa reptaban lentamente hasta la casa de estuco de las afueras: un escenario nada grato para llevar a cabo este tipo de operaciones. Mark Little mandó al equipo Alfa que se cubriera tras un macizo de rododendros erizados de púas a unos seis metros al oeste de la casa.
Hizo una señal con la mano a tres de sus hombres de cuyos cinturones colgaban las potentes granadas detonadoras. Corrieron a posicionarse bajo las ventanas de la sala, de la cocina y del salón y quitaron las anillas a las granadas. Se les unieron otros tres que llevaban barras para romper los cristales de las ventanas, y así permitir que sus compañeros lanzaran sus granadas dentro.