—No deberías haberlo hecho —murmuró el asesino, lúgubre, mientras se secaba las lágrimas con la manga de la camisa y se ponía en pie. Ni siquiera se dio cuenta de que Gillette estaba armado.
—Te vienes conmigo —dijo Gillette—. Vamos a ayudar a Frank.
—¿Y si me niego?
—Te mataré.
—No, no creo que lo hagas —dijo Phate. Tenía la voz calmada y los ojos brillantes y tenebrosos. Avanzó hacia él poco a poco—. ¿Recuerdas tu fatal defecto? Ambicioso Macbeth, loco Hamlet, celoso Otelo…No, no me matarás, Wyatt. Porque sientes demasiada curiosidad por Trapdoor.
—¡Alto!
Se agachó y sujetó la barra de hierro.
—Para ti es un milagro. Es la máquina del movimiento perpetuo. Es fusión en frío. Imagínatelo: un programa que nos da acceso ilimitado a la vida de la gente. Un programa que nadie puede escribir salvo, ¡sorpresa!, un servidor.
—Trae esos trapos. Anúdaselos en la cabeza a Frank.
—Déjalo morir —afirmó Phate, mirando al detective—. De la misma manera que tú asesinaste a ése…—señaló el tubo roto—. Bishop es sólo otro personaje…Estamos en el nivel de expertos de este juego, Wyatt. Tiene que haber vencedores y vencidos. Y a él le ha tocado perder.
Phate avanzó hacia delante. Gillette lo apuntó con el arma.
—No lo harás —dijo Phate, sonriendo—. Cualquier persona en sus cabales me mataría ahora mismo. Tú mismo lo estás deseando…Pero te pueden las ganas de comprender Trapdoor.
El asesino siguió avanzando.
A Gillette las manos le temblaban y sudaba copiosamente.
—¡Alto! —recordó su otro intento de disparar una pistola, el día anterior. El seguro estaba puesto. Ahora movió la palanca hasta la otra posición y volvió a levantar el arma.
Phate alzó aún más la barra de hierro. No dejaba de avanzar, poco a poco.
—Piensa en el código de origen de Trapdoor…¿Qué lenguaje crees que he usado? ¿Java? ¿C++? Quizá un lenguaje mío. Tío, ahí tienes algo en qué pensar. ¿Puedes creértelo? ¡Un lenguaje de programación totalmente nuevo!…Vale, y ahora voy a salir por esa puerta y tú no vas a detenerme. Y si piensas en dispararme a la pierna, recuerda que a esta distancia y con lo que peso aún puedes matarme: podría sufrir un shock, asepsia, o quizá me desangre.
Gillette se echó hacia delante pero Phate blandió la barra sobre su cabeza y tuvo que apartarse.
«¡Dispara!», se dijo el hacker a sí mismo.
Pero no podía.
Phate, quien seguía mirando a su adversario, llegó a la puerta. Le faltaban unos centímetros para llegar al pasillo y de allí correría hacia la libertad.
—¡Alto!
Gillette apuntó a Phate en el pecho y, al ver que el otro no se detenía, se dispuso a apretar el gatillo.
—¡No! —gritó una voz de mujer.
Gillette dio un salto al oírla. Se dio la vuelta para mirar. Phate hizo lo mismo.
Patricia Nolan entró como si nada pasara en la oficina, cargando con su portátil.
¿Cómo diantre había llegado hasta aquí?
¿Y por qué?
Parecía otra. Su pelo, que siempre le colgaba, estaba ahora reunido en una coleta bien anudada, y no llevaba las gafas de diseñador.
—Quiero enseñaros algo —dijo, acercándose a Gillette. Vio a Bishop inconsciente pero no le prestó atención.
—¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó Gillette, bajando la pistola.
No contestó, sólo continuó acercándose a Gillette mientras buscaba una cosa en su bolso y la sacaba. Parecía que se trataba de una pequeña linterna. Entonces ella la alzó y tocó el brazo tatuado de él con la punta del artefacto. Él oyó el crujido de la electricidad, vio un rayo de luz amarillenta o gris y sintió cómo un dolor indescriptible le corría desde la mandíbula hasta el pecho. Sin aliento, cayó de rodillas y la pistola rodó por el suelo.
Pensó: «¡Mierda, me he vuelto a equivocar! Stephen Miller no era Shawn».
Intentó volver a empuñar la pistola pero Patricia Nolan le colocó la barra aturdidora en el cuello y volvió a apretar el gatillo.
Wyatt Gillette despertó dolorido y sin poder mover más que la cabeza y los dedos. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente.
Bishop seguía tirado en la oficina. Había dejado de sangrar pero respiraba con dificultad.
El ángulo de visión de Gillette no era muy grande, pero podía ver los viejos componentes de ordenadores que Phate estaba empaquetando cuando él y Bishop entraron. Le sorprendió que hubiera desechado todo eso, pues valía más de un millón de dólares en antigüedades informáticas.
Claro que ya se habrían largado. El almacén quedaba cerca de la entrada de Winchester a la autopista 280. Tal como habían previsto Bishop y él, Shawn y Phate habrían superado el atasco y ahora estarían en la Universidad del Norte de California, asesinando a la última víctima de este nivel de su juego. Ellos…
«Pero, un momento», pensó Gillette a pesar de su dolor: ¿cómo era que él seguía vivo? Ellos no tenían ningún motivo para no asesinarlo. ¿Qué habían…
Se oyó un grito de hombre cerca de donde se encontraba, desde detrás. Gillette gimió por el sonido lastimoso y movió la cabeza con dificultad.
Patricia Nolan estaba agachada junto a Phate, quien gritaba agonizante mientras se apoyaba contra una columna de metal que ascendía hasta el techo lúgubre. Él tampoco estaba atado (las manos le colgaban a los lados) y Gillette supuso que ella también lo había atacado con su barra aturdidora. No obstante, ella había dejado atrás la alta tecnología de su armamento para hacerse con el martillo con el que Phate había golpeado a Bishop.
—Supongo que sabes que no bromeo —le decía ella al asesino, encarándolo con el martillo como un profesor en clase con un puntero—. No tengo ningún problema en hacerte daño.
Phate asintió. El sudor le chorreaba por la cara.
Ella debió de advertir que Gillette había movido la cabeza. Lo miró, pero no lo consideró ninguna amenaza. Volvió a Phate.
—Quiero el código de origen de Trapdoor. ¿Dónde está?
¡Así que ella tampoco era Shawn! Entonces, ¿quién era?
Nolan repitió la pregunta.
Phate señaló un ordenador portátil que había en una mesa, detrás de ella. Nolan miró la pantalla. El martillo se alzó para caer con fuerza sobre la pierna de él, produciendo un ruido sordo y pesado. Volvió a gritar.
—Tú no llevarías el código de origen en un portátil. Eso no es, ¿verdad? Ese programa denominado «Trapdoor» en esa máquina, ¿qué es en realidad?
Ella se echó hacia atrás alzando el martillo.
—Shredder–4 —susurró él.
Un virus que destruía todos los datos contenidos en el ordenador en que se cargara.
—Eso no ayuda, Jon —ella se inclinó sobre él, con el vestido de punto aún más desfigurado por la postura—. Escucha con atención. Sé que Bishop no llamó pidiendo refuerzos porque andaba con Gillette a la carrera. Y, aunque lo hubiera hecho, nadie vendría porque, gracias a ti, las carreteras están impracticables. Tengo todo el tiempo del mundo para forzarte a que me digas lo que quiero saber. Y, créeme, soy una mujer que puede hacerlo. Tengo experiencia.
—¿Por qué no te callas? —murmuró él.
Con calma, ella agarró su muñeca y le puso la palma de la mano sobre el cemento. Él trató de ofrecer resistencia pero no pudo. Miró cómo ella había desplegado sus dedos y ahora suspendía la cabeza de acero sobre ellos.
—Quiero el código de origen. Sé que no lo tienes aquí. Que lo has cargado en algún escondrijo: un sitio FTP protegido por una contraseña. ¿Es así?
Un sitio FTP (protocolo de transferencia de ficheros) era el lugar elegido por muchos hackers para esconder sus programas. Podía estar en cualquier sistema informático en cualquier parte del mundo. Si uno no contaba con la dirección exacta del FTP, con el nombre de usuario y con la contraseña, encontrar el fichero en cuestión era tan sencillo como hallar un microfilm del tamaño de un punto en la selva amazónica.
Phate vaciló.
—Mira esos dedos…—dijo ella con suavidad—. Dios mío, ¿qué te has hecho? —le acarició los dígitos romos y nudosos. Un segundo después le susurraba—: ¿Dónde está el código?
Él negó con la cabeza.
El martillo le aplastó el meñique. Gillette ni siquiera oyó el golpe: sólo el grito descarnado de Phate.
—Puedo seguir todo el día —afirmó ella, enfadada—. No me importa y es mi trabajo.
En el rostro de Phate se dibujó de pronto la furia más intensa. Era un hombre que siempre había tenido el control, un maestro de los juegos MUD y ahora se hallaba completamente indefenso.
—¡Jódete! —se rió, nervioso—. Y hazlo sola, pues nunca encontrarás a nadie que desee joderte. Eres una fracasada. Eres una solterona geek: te espera una vida de mierda.
Sus ojos enfurecidos se relajaron con rapidez. Ella volvió a levantar el martillo.
—¡No, no! —gritó Phate. Respiró hondo—. Vale…—le dio los números de la dirección de Internet, el nombre de usuario y la contraseña.
Nolan sacó el teléfono móvil y apretó un botón. Dio la impresión de que así marcaba directamente un número concreto. Dio a su interlocutor los detalles necesarios sobre la página web de Phate y luego dijo:
—Te espero. Compruébalo.
Phate respiraba con dificultad, hinchando y deshinchando el pecho. Luego miró a Gillette.
—Aquí estamos, Valleyman, en el tercer acto —se irguió un poco y movió su mano ensangrentada un centímetro. Hizo una mueca de dolor—. El juego no ha acabado saliendo como yo esperaba. Parece que nos espera un final sorpresa.
—Quieto —murmuró Nolan.
Pero Phate no le hizo caso y siguió hablando a Gillette con la voz entrecortada:
—Hay algo que quiero decirte. ¿Me escuchas? «Y, sobre todo, sé fiel a ti mismo, pues de ello se sigue, como el día a la noche, que no podrás ser falso con nadie.»
Tosió un poco. Y luego:
—Adoro las obras de teatro. Eso es de Hamlet, una de mis favoritas. Recuerda ese verso, Valleyman. Es el consejo de un wizard. «Sé fiel a ti mismo.»
Nolan frunció el ceño mientras escuchaba lo que le decían por el teléfono móvil. Combó los hombros mientras comentaba por el micrófono:
—Espera.
Dejó el teléfono a un lado y volvió a agarrar el martillo mientras miraba a Phate, quien, a pesar de estar sufriendo dolores atroces, reía débilmente.
—Han comprobado la página web que me has dado —dijo ella—, y ha resultado ser una cuenta de correo electrónico. Cuando han abierto los ficheros, el programa de comunicaciones ha enviado algo a una universidad de Asia. ¿Era el Trapdoor?
—No sé lo que era —susurró él, mientras miraba su mano sangrienta y hecha pedazos. Frunció el entrecejo y acto seguido le brindó una sonrisa dura—. Quizás te he dado una dirección equivocada.
—Bueno, pues dame la verdadera.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó él con crueldad—. ¿Es que tienes una cita importante en casa, con tu gato? ¿Te estás perdiendo un programa de la tele? ¿Habías quedado para tomar una botella de vino…con tu sombra?
La furia la invadió de nuevo y le incrustó el martillo en la mano.
Phate volvió a gritar.
Díselo, pensaba Gillette. Por amor de Dios, díselo ya.
Pero él siguió callado durante cinco interminables minutos de tortura, mientras el martillo subía y bajaba y le crujían los huesos de los dedos. Al final, Phate no pudo aguantarlo más.
—Vale, vale.
Le dio una nueva dirección, un nombre y una contraseña.
Ella sacó un móvil e hizo una llamada. Pasó la información a alguien al otro lado del teléfono. Esperó unos minutos, escuchó y dijo:
—Míralo línea por línea y luego pásale un compilador. Cerciórate de que es real.
Mientras esperaba, ella miró a su alrededor, vio los viejos ordenadores. Sus ojos a veces brillaban por haber reconocido (o por la dicha o el afecto al contemplarlos) los artículos conservados allí.
Cinco minutos más tarde asentía mientras su interlocutor le hablaba de nuevo.
—Bien —dijo, aparentemente satisfecha al oír que todo era cierto—. Ahora vuelve al sitio FTP y toma el directorio raíz. Comprueba las anotaciones de carga y descarga de archivos. Comprueba si ha transferido el programa a otro sitio.
¿Con quién hablaba?, se preguntó Gillette. Revisar y compilar un programa tan complejo como Trapdoor era cuestión de horas; la única solución que se le ocurrió a Gillette es que hubiera un equipo armado con potentes superordenadores ocupados en analizarlo todo.
Más tarde levantó la cabeza y escuchó.
—Vale —dijo ella—. Quema el sitio FTP y todo aquello que tenga conexión con él. Usa Infekt IV…No, quiero decir todo el sistema. Me importa un bledo si está conectado con el CDC o con la Cruz Roja. Quémalo.
Ese virus era como un fuego de malezas incontrolable. Destruiría metódicamente todos y cada uno de los ficheros del sitio FTP donde Phate había guardado el código de acceso, y cada máquina del sistema al que estuviera conectado. Infekt podía convertir los datos de cientos de máquinas en cadenas indescifrables de símbolos escogidos al azar para que resultara imposible encontrar cualquier tipo de referencia a Trapdoor, por no hablar del código de origen.
Phate cerró los ojos y dejó caer la cabeza contra la columna.
Nolan se puso en pie y, aún con el martillo en la mano, fue hacia Gillette. Él rodó hasta quedar de lado y trató de arrastrarse. Pero su cuerpo, aún afectado por la descarga eléctrica, no le respondió y quedó tirado en el suelo. Patricia se inclinó. Gillette miró el martillo. Luego la observó de cerca y comprobó que las raíces de los cabellos de ella no eran del mismo color que los mechones y que también usaba lentillas de colores. Si uno observaba su rostro podía ver unas facciones duras, más allá del espeso maquillaje que hacía que su cara pareciera hinchada. Lo que significaba que quizá también vestía rellenos dentro del vestido para añadir quince kilos más a lo que sin duda era un cuerpo musculoso y delgado.
Luego se fijó en sus manos.
Esos dedos…Tenían las yemas brillantes y parecían opacas. Entonces cayó en la cuenta: cuando parecía que ella se estaba aplicando esmalte en las uñas no estaba haciendo otra cosa que pintarse alguna sustancia que borrara sus huellas dactilares.
«Ella también nos ha aplicado la ingeniería social. Desde el primer día.»
—Llevas mucho tiempo tras él —dijo Gillette—, ¿no es cierto?
—Un año —dijo ella, asintiendo—. Desde que oímos hablar de Trapdoor.