Había algunos jugadores de MUD que consideraban que atacar dos veces seguidas (en este caso a un colegio privado) era una mala estrategia. Por el contrario, para Phate tenía sentido, pues opinaba que sorprendería a los policías con la guardia baja.
¿Quién quieres ser?
* * *
—No vais a hacerle daño, ¿verdad? —dijo Patricia Nolan—. No es peligroso. Lo sabéis.
Frank Bishop le aseguró que no dispararían a Gillette por la espalda pero también añadió que a partir de ahí no podían garantizar nada. Su repuesta no había sido precisamente cívica, pero su objetivo era el de encontrar al fugitivo cuanto antes, y no el de reconfortar a las consultoras que se habían sentido atraídas por él.
Sonó la línea telefónica de la UCC.
Tony Mott atendió la llamada, escuchó gesticulando afirmativamente con los ojos más abiertos de lo que acostumbraba. Bishop fruncía el ceño pensando quién estaría al otro lado de la línea. Con educada voz de policía, Mott dijo: «Por favor, espere un momento». Y entonces el joven policía le pasó el teléfono al detective como si se tratara de una bomba.
—Es para ti —susurró el policía, vacilante—. Perdona.
—¿Perdona?
—Washington, Frank. Es del Pentágono.
Esto significa problemas…
—¿Hola? —contestó.
—¿Detective Bishop?
—Sí, señor.
—David Chambers al habla. Dirijo la División de Investigaciones Criminales del Departamento de Defensa.
Bishop se cambió de lado el auricular, como si las noticias que le esperaban fueran a doler menos en la oreja izquierda.
—Ha llegado a mi conocimiento desde varias fuentes la noticia de que se ha cursado una orden de excarcelación temporal a nombre de un Juan Nadie en el distrito del Norte de California. Y que quizá tenga que ver con un individuo que nos interesa particularmente —Chambers añadió enseguida—: Y no mencione el nombre de dicho individuo por teléfono.
—Así es —respondió Bishop.
—¿Dónde se encuentra?
En Brasil, en Cleveland, en París o hackeando la Bolsa de Nueva York para causar un frenazo en las finanzas internacionales.
—Bajo mi custodia —dijo Bishop.
—Usted es un agente de la policía del Estado de California, ¿es así?
—Lo soy, señor.
—¿Y cómo demonios ha dejado suelto a un prisionero federal? Y, más importante aún, ¿cómo lo deja salir con una orden firmada bajo el nombre de Juan Nadie? Ni siquiera el alcaide de San José sabe nada, o afirma que no lo sabe.
—Soy buen amigo del abogado del Estado. Juntos cerramos el caso de los asesinatos de los González hace un par de años y desde entonces hemos estado trabajando juntos.
—¿El caso en el que trabaja es de algún asesinato?
—Sí, señor. Un hacker se está infiltrando en los ordenadores de sus víctimas y utiliza la información que extrae de ahí para acercarse a ellas.
Bishop miró a un preocupado Bob Shelton e hizo señal de rebanarse el cuello con los dedos. Shelton puso cara de susto.
Lo siento
…
—Sabe por qué andamos detrás de este individuo, ¿no? —preguntó Chambers.
—Algo acerca de que él era capaz de escribir un software que leía el suyo —respondió tratando de ofrecer una respuesta tan vaga como le fuera posible. Se imaginó que en Washington se daban dos conversaciones a la vez: la que se decía en voz alta y la que se sobreentendía.
—Lo que, por de pronto, es ilegal y, además, si una copia de lo que esa persona ha escrito saliera del país, sería alta traición.
—Lo entiendo —dijo Bishop, quien llenó el consiguiente silencio con esta pregunta—: Y usted quiere que vuelva a prisión, ¿no es así?
—Así es.
—Tenemos una orden de excarcelación por tres días —dijo Bishop con firmeza.
Se oyó una risa al otro lado del teléfono.
—Si quiere hago una llamada y podrá utilizar esa orden como papel higiénico.
—Supongo que puede hacerla, señor.
Hubo una pausa.
—¿Su nombre es Frank? —preguntó entonces Chambers.
—Sí, señor.
—Vale, Frank. De policía a policía. ¿Ha resultado este individuo de ayuda para el caso?
Exceptuando un pequeño imprevisto…
—De mucha ayuda —respondió Bishop—. Mire, nuestro asesino es un experto informático. Nosotros no podríamos competir con él si no fuera por esta persona de la que hablamos.
Hubo otra pausa. Chambers dijo:
—Personalmente, no pienso que sea la encarnación del demonio que ha venido a darse una vuelta por aquí. No hubo pruebas concluyentes de que se infiltrara en nuestro sistema. Pero hay mucha gente aquí en Washington que piensa que lo hizo y esto se ha convertido en una caza de brujas en el Departamento. Si hizo algo ilegal que vaya a la cárcel, pero soy de la opinión de que es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.
—Sí, señor —respondió Bishop, quien añadió con delicadeza—. Claro que si un crío puede leer su código quizá deberían pensar en escribir uno mejor.
El detective pensó: «Vale, ese comentario me ha ganado la expulsión del cuerpo».
Pero Chambers se rió. Dijo:
—Ése es el problema. No estoy seguro de que el Standard 12 sea tan seguro como debería. Pero hay mucha gente que se dedica a los temas de codificación que no quiere ni oír hablar de ello. No quieren quedar en evidencia y odian quedar en evidencia en los medios de comunicación. Y hay un tal Peter Kenyon, ayudante del subsecretario, que quiere a ese chico en la cárcel y que gente como yo deje de hacer preguntas sobre lo bien que funciona el Standard 12. Era el que estuvo al mando del grupo de trabajo que encargó el nuevo programa de codificación.
—Ya veo.
—Kenyon no sabe que el chico está fuera pero ha oído rumores y si se entera, eso será malo para mí y para mucha gente —dejó que Bishop se imaginara las rencillas políticas entre agencias. Luego Chambers añadió—: Antes de meterme en burocracias fui policía.
—¿Dónde, señor?
—Fui policía militar en la marina. Pasé la mayor parte del tiempo en San Diego.
—Evitó algunas peleas, ¿no? —preguntó Bishop.
—Sólo si la infantería iba ganando. Escucha, Frank, si ese chaval os ayuda a atrapar al malo, de acuerdo, adelante. Podéis tenerlo hasta que expire la orden.
—Gracias, señor.
—Pero no es preciso que te diga que tú eres el que será colgado hasta quedar hecho mojama si se cuela en la web de alguien. O si se os escapa.
—Lo entiendo, señor.
—Mantenme informado, Frank.
El teléfono quedó muerto.
Bishop colgó, y sacudió la cabeza.
Lo siento
…
—¿A qué venía eso? —preguntó Shelton.
Pero la explicación del detective quedó interrumpida cuando oyeron un grito triunfante proveniente de Miller.
—¡Tengo algo! —dijo excitado.
Linda Sánchez asentía moviendo su fatigada cabeza.
—Hemos recuperado la lista de páginas web que Gillette ha visitado antes de escapar.
Le pasó unas copias impresas a Bishop. Mostraban mucha basura, multitud de signos y fragmentos de datos y de textos que para él no tenían ni pies ni cabeza. Pero entre dichos fragmentos había referencias a un gran número de aerolíneas e información sobre destinos a otros países desde el Aeropuerto Internacional de San Francisco.
Miller le pasó otra página.
—También se ha descargado esto: el horario de autobuses desde Santa Clara al aeropuerto.
El policía sonreía con gusto: como si se hubiera resarcido de su anterior fracaso.
—Pero ¿cómo va a pagar su billete? —se preguntó Shelton en voz alta.
—¿Dinero? ¿Lo dices en broma? —le preguntó a Tony Mott con una risa agria—. Seguro que ahora está en un cajero vaciando tu cuenta corriente.
Bishop tuvo una intuición. Fue al teléfono del laboratorio de análisis y dio a «Rellamada».
El detective habló con alguien durante un breve instante. Luego colgó.
Bishop volvió para comunicar sus averiguaciones.
—El último número al que llamó Gillette era el de una tienda Goodwill de Santa Clara, a unos kilómetros de aquí. Acabo de hablar con el encargado. Dice que hace veinte minutos alguien que respondía a la descripción de Gillette ha entrado en su tienda. Ha comprado un chubasquero negro, un par de vaqueros de color blanco, una gorra de béisbol del equipo de Oakland y una bolsa de deporte. Lo recordaba porque no había dejado de mirar a un lado y a otro y estaba muy nervioso. Gillette también le preguntó dónde estaba la parada de autobús. Y el autobús del aeropuerto para allí cerca.
—El autobús tarda tres cuartos de hora en llegar al aeropuerto —dijo Mott, comprobando su pistola mientras se levantaba.
—No, Mott —dijo Bishop—. Ya lo hemos hablado antes.
—¡Venga! —dijo el joven—. Estoy en mejor forma que el noventa por ciento del cuerpo. Me hago ciento cincuenta kilómetros a la semana en bici y corro dos maratones al año.
—Pero no te pagamos para que corras tras Gillette —replicó Bishop—. Te quedas. O, aún mejor, vete a casa y descansa. Y tú también, Linda. Pase lo que pase con Gillette aún tenemos que trabajar a toda prisa para capturar al asesino.
Mott sacudió la cabeza, infeliz por la orden que le había dado el detective. Pero la aceptó.
—Podemos estar en el aeropuerto en veinte minutos —dijo Bob Shelton—. Voy a retransmitir su descripción a la policía de la autoridad portuaria. Ellos cubrirán todas las paradas del autobús. Pero te aviso de que voy a estar en persona en la zona de salidas internacionales. No me quiero perder la cara que pone cuando le diga «hola».
Y el detective rollizo lanzó la primera sonrisa que Bishop le había visto en días.
Wyatt Gillette descendió del autobús y observó cómo doblaba la esquina. Alzó la vista hacia la noche: por el cielo se deslizaban espectros de nubes y gotas de fría lluvia se derramaban sobre el suelo. La humedad hacía aflorar los olores de Silicon Valley: el humo de los tubos de escape y el aroma medicinal de los eucaliptos.
El autobús (que no iba precisamente al aeropuerto sino que seguía la ronda del condado de Santa Clara) lo había dejado en una calle oscura y vacía de un barrio a las afueras de Sunnyvale. Se encontraba a unos quince kilómetros del aeropuerto de San Francisco, donde Bishop, Shelton y un buen puñado de policías frenéticos estarían buscando a un tipo vestido con vaqueros blancos, chubasquero negro y una gorra de fan de los A´s de Oakland.
Tan pronto como dejó la tienda Goodwill se desembarazó de esas prendas y robó del escaparate de la misma tienda las ropas que vestía: una chaqueta marrón y unos vaqueros. La única compra que permanecía con él era la bolsa de deporte, que en un costado lucía la leyenda «¡Vamos, A’s», escrita en letras raras.
Gillette abrió su paraguas y comenzó a avanzar por la calle poco iluminada: inhaló profundamente el aire agrio de la noche para calmar sus nervios. No le preocupaba que le echaran el guante de nuevo (había ocultado bien sus huellas desde la UCC, al haberse conectado a las páginas web de varias aerolíneas en busca de información sobre vuelos internacionales antes de iniciar el programa EmptyShred de borrado) pues había captado la atención del equipo y los había lanzado hacia pistas falsas.
No, Gillette estaba tan nervioso por encaminarse en la dirección hacia la que se dirigía.
Habían pasado las diez y media de la noche y muchas casas de este barrio trabajador estaban a oscuras, ya que sus dueños ya se habían ido a dormir: los días comienzan pronto en Silicon Valley.
Caminó hacia el norte, lejos de El Camino Real, y pronto se fue diluyendo el ruido del tráfico de aquella ajetreada calle comercial.
Diez minutos después divisaba la casa y disminuía la marcha.
«No», se recordó a sí mismo. «Sigue…No actúes de forma sospechosa.» Se puso a caminar de nuevo, los ojos fijos en la acera, evitando las miradas de la gente que estaba en la calle: una mujer que paseaba a su perro y que vestía un estúpido gorro para la lluvia, dos hombres encorvados junto a un capó abierto. Uno de ellos sostenía un paraguas y una linterna mientras el otro luchaba con una llave inglesa.
En cualquier caso, a medida que avanzaba hacia la casa, Gillette veía cómo sus pasos se iban haciendo cada vez más lentos, hasta que por fin se detuvieron. Tuvo la sensación de que la placa de circuitos que estaba en la bolsa de deporte, aunque pesaba no más de unos gramos, estaba hecha de plomo macizo.
«Vamos», se dijo a sí mismo. «Tienes que hacerlo. Vamos.»
Respiró hondo. Cerró los ojos, ladeó el paraguas y miró hacia delante. Dejó que la lluvia le cayera en la cara.
Se preguntó si lo que estaba a punto de hacer era genial o completamente estúpido. ¿Qué era lo que estaba en juego?
«Todo», se dijo.
Y luego decidió que eso tampoco tenía importancia: no había otra alternativa.
Y tres segundos después lo pillaron.
La que paseaba al perro se volvió y corrió hacia él: el perro, un pastor alemán, le enseñó los colmillos con fiereza. La mujer empuñaba una pistola cuando gritó:
—¡Quieto ahí, Gillette! ¡Quieto!
Los dos hombres que aparentaban estar arreglando el coche también sacaron sus armas y se le acercaron, cegándolo con sus linternas.
Deslumbrado, Gillette dejó caer el paraguas y la bolsa. Alzó las manos y se volvió poco a poco. Sintió que alguien lo agarraba del hombro: Frank Bishop lo había alcanzado por detrás. Bob Shelton también estaba allí apuntándolo a la altura del pecho con una gran pistola negra.
—¿Cómo es que… —comenzó a decir Gillette.
Pero Shelton le lanzó un puñetazo que lo alcanzó de lleno en toda la mandíbula. Su cabeza acusó el golpe y, conmocionado, cayó sobre la acera.
Frank Bishop le pasó un kleenex y señaló su mandíbula:
—Aún te queda un poco. No, a la derecha.
Gillette se limpió la sangre.
El puñetazo de Shelton no había sido tan fuerte pero sus nudillos le habían levantado la piel y la lluvia le había hecho correr la sangre, lo que hacía que la herida le escociera.
Bishop no mostró otra reacción ante el puñetazo de su compañero que ofrecerle un kleenex, si bien tampoco pareció sentirse complacido por el porrazo que se había llevado Gillette. Bishop no tenía paraguas pero parecía impermeable a la lluvia. Su fijador de pelo debía de ser también impermeable.
Se agachó y abrió la bolsa de deporte. Sacó la placa de circuitos. Le dio vueltas y vueltas con las manos.