—¿Has oído algo sobre él?
—¿Yo? No. ¿Por qué tendría que haber oído algo de él? No he vuelto a ver a ninguno de tus «amigos» —miró a sus sobrinos y salió afuera, cerrando la puerta a su paso, como si quisiera separar con firmeza a Gillette (y al pasado) de su vida actual.
—¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo sabías que yo… Espera. Esos telefonazos en los que no contestaba nadie. Y la señal de «Número bloqueado» en el identificador de llamadas…Eras tú.
—Quería cerciorarme de que te encontraría en casa —asintió él.
—¿Por qué? —preguntó ella con acritud.
El odió el tono de voz que ella estaba empleando. Lo recordaba del juicio. Recordaba esa misma pregunta: «¿Por qué?». Se la había repetido sin descanso en los días previos a ingresar en prisión.
«¿Por qué no dejaste tus malditas máquinas? Si lo hubieras hecho ahora no irías a la cárcel, no me estarías perdiendo. ¿Por qué?»
—Quería hablar contigo —dijo él.
—No tenemos nada de qué hablar, Wyatt. Tuvimos años para hablar, pero tú estabas muy ocupado con tus asuntos.
—Por favor —dijo él, intuyendo que ella estaba a punto de volver dentro. Gillette advertía que su voz sonaba desesperada pero se había despojado de su orgullo.
Lo único que sabía era que se encontraba en presencia de la mujer que amaba, y que ansiaba tener una oportunidad para abrigarla entre sus brazos, sentir su piel y saborear el aroma de su pelo…A pesar de que en la presente situación todos esos deseos estuvieran fuera de su alcance.
—Han crecido las plantas —dijo, señalando unos arbustos de boj. Elana los miró y por un segundo la expresión de su rostro se suavizó. Nueve años atrás, habían hecho el amor junto a esos mismos arbustos en una fragante noche de noviembre, mientras los padres de ella veían los resultados de las elecciones en televisión.
Los pensamientos de Gillette se vieron inundados de recuerdos de su vida en común: el restaurante vegetariano de Palo Alto donde cenaban todos los viernes, las escapadas nocturnas para comprar Pop–Tarts y pizza, los paseos en bicicleta por el campus de Stanford. Durante un rato, Wyatt Gillette se vio aturdido por todos esos recuerdos.
Y entonces la expresión del rostro de Elana se endureció de nuevo. Echó otra ojeada dentro, por la ventana con cortinas de encaje. Los niños ya se habían puesto sus pijamas y trotaban fuera de su ángulo de visión. Se volvió y miró el tatuaje con la gaviota y la palmera que él tenía en el brazo. Años atrás, él le había dicho que tenía ganas de quitárselo y le pareció que era una buena idea, pero no lo había llevado a cabo. Y sintió que la había decepcionado.
—¿Cómo están Camilla y los críos?
—Bien.
—¿Y tus padres?
Exasperada, Elana le preguntó:
—¿Qué es lo que quieres, Wyatt?
—Te he traído esto.
Le pasó la placa de circuitos y le explicó lo que era.
—¿Y por qué me lo das?
—Vale un montón de pasta —le pasó una hoja de explicaciones técnicas que había escrito en el autobús de camino de la tienda Goodwill—. Búscate un abogado de Sand Hill Road y obtén la licencia con una de las grandes empresas: Compaq, Apple, Sun…Lo querrán vender bajo licencia y eso está bien, pero que antes te paguen una buena suma como anticipo. No restituible. Y no como royalties solamente. El abogado tiene que saber todo eso.
—No lo quiero.
—No es un regalo. Sólo te estoy devolviendo algo. Perdiste tu casa y tus ahorros por mi culpa. Con esto deberías recuperarlo.
Ella miró la placa en la mano que él le ofrecía pero no la guardó.
—Tengo que irme.
—Espera —le dijo él. Tenía muchas, muchas más cosas que decirle. Había estado ensayando su discurso en la cárcel durante horas, había intentado buscar la mejor manera de explicarse.
Los dedos de ella, pintados con esmalte morado, asían ahora el húmedo pasamanos del porche. Miraba hacia el patio mojado.
Él la observaba: sus manos, su pelo, su barbilla, sus pies.
«No se lo digas», se ordenó. «Díselo. No. Dilo. Di.»
Pero se lo dijo.
—Te quiero.
—No —contestó ella con severidad, alzando una mano como para borrar sus palabras.
—Quiero intentarlo de nuevo.
—Es demasiado tarde, Wyatt.
—Me equivoqué. No volveré a hacerlo.
—Demasiado tarde —repitió ella.
—Me dejé llevar. No supe estar a tu lado. Pero lo estaré. Te lo prometo. Tú querías tener hijos. Podemos tenerlos.
—Ya tienes tus máquinas. ¿Para qué quieres hijos?
—He cambiado.
—Has estado en la cárcel. No has tenido ninguna oportunidad para demostrar a nadie (ni siquiera a ti mismo) que puedes cambiar.
—Quiero que formemos una familia.
Ella caminó hacia la puerta, abrió la mampara de malla.
—Yo también quería todo eso. Y mira qué pasó.
—No te mudes a Nueva York —barbotó él.
Elana se paró en seco. Se volvió.
—¿Nueva York?
—Te vas a mudar a Nueva York. Con tu amigo Ed.
—¿Y qué sabes tú sobre Ed?
Él estaba fuera de sí y preguntó:
—¿Piensas casarte con él?
—¿Y qué sabes tú sobre Ed? —repitió ella—. ¿Cómo te has enterado de lo de Nueva York?
—Elana, no lo hagas. Quédate. Dame una…
—¿Cómo? —saltó ella.
Gillette bajó la vista, miró la pintura gris del suelo del porche.
—Me metí en tu servidor de correo y leí tus e–mails.
—¿Que hiciste qué? —ella cerró la mampara de malla a su paso y lo miró. El exuberante genio griego inundaba su bello rostro.
Ahora no había manera de echarse atrás.
—¿Amas a ese Ed? ¿Vas a casarte con él? —balbuceó Gillette.
—Dios mío, ¡no lo puedo creer! ¿Desde la cárcel? ¿Te metiste en mi correo desde la cárcel?
—¿Lo amas?
—Eso no es de tu incumbencia. Tuviste todas las oportunidades del mundo para formar una familia conmigo y decidiste no hacerlo. ¡Y ahora no tienes ningún maldito derecho a inmiscuirte en mi vida privada!
—Por favor…
—¡No! Bien, Ed y yo nos vamos a Nueva York. Y salimos dentro de tres días. Y no hay una puñetera cosa que puedas hacer para impedirlo. Adiós, Wyatt. No vuelvas a molestarme.
—Te quie…
—Tú no quieres a nadie —le interrumpió—. Sólo les aplicas tu ingeniería social.
Ella entró en la casa, cerrando la puerta con cuidado.
Él bajo los escalones para reunirse con Bishop.
—¿Cuál es el número de teléfono de la UCC? —preguntó Gillette.
Bishop se lo dio y el hacker le pidió prestado un bolígrafo. Escribió el número en la hoja de instrucciones de la placa y añadió: «Por favor, llámame». Envolvió la placa en la hoja y la dejó en el buzón.
Bishop lo acompañó hasta la acera húmeda y arenosa. No mostraba ninguna reacción ante lo que acababa de presenciar en el porche.
Mientras los dos se acercaban al Crown Victoria, el uno caminando perfectamente erguido y el otro totalmente desgarbado, entre las sombras apareció un hombre del otro lado de la calle de la casa de Elana.
Tendría unos treinta y tantos años y llevaba el pelo muy corto y bigote. La primera impresión de Gillette fue que el tipo era gay. Vestía gabardina pero no llevaba paraguas. Gillette advirtió que al detective la mano se le iba a la pistola mientras el otro se aproximaba.
El extraño se detuvo y con cuidado sacó la cartera, en la que se veía una placa y un carné.
—Soy Charlie Pittman. Del Departamento del sheriff de Santa Clara.
Bishop leyó atentamente el carné y quedó satisfecho con las credenciales de Pittman.
—¿Es de la policía del Estado? —preguntó Pittman.
—Frank Bishop.
Pittman miró a Gillette.
—¿Y usted es…
Antes de que Gillette tuviera ocasión de responder, Bishop preguntó:
—¿Qué podemos hacer por ti, Charlie?
—Estoy investigando el caso Peter Fowler.
Gillette recordó que se trataba del vendedor de armas que Phate había asesinado ese mismo día cuando mató a Andy Anderson en el Otero de los Hackers.
—Hemos oído que esta noche ha habido aquí una operación que guardaba relación con el caso —explicó Pittman.
—Falsa alarma —replicó Bishop negando con la cabeza—. Nada que pueda serte de ayuda. Buenas noches —comenzó a andar mientras le hacía un gesto a Gillette para que lo siguiera cuando Pittman dijo:
—Frank, aquí estamos yendo contra corriente. Cualquier cosa que nos diga nos será de ayuda. La gente de Stanford anda atemorizada porque alguien se dedicaba a vender armas en su campus. Y nos echan la culpa a nosotros.
—Nosotros no tocamos el lado de la investigación relacionado con las armas. Nosotros vamos tras el tipo que asesinó a Fowler; si quieres alguna información tendrás que dirigirte a la Central de San José. Conoces el procedimiento.
—¿Está trabajando usted con ellos?
Bishop debía de conocer la política entre departamentos de policía tan bien como las salvajes calles de Oakland. Resultó convenientemente evasivo cuando dijo:
—Es con ellos con quienes tienes que hablar. El capitán Bernstein te echará una mano.
Los profundos ojos de Pittman estudiaban a Gillette de arriba abajo. Luego miró el cielo encapotado.
—Vaya noche de perros.
—Así es.
Volvió la vista hacia Bishop.
—Sabes, Frank, a nosotros, los del campo, nos toca el trabajo sucio. Siempre acabamos perdidos entre tanto barullo, teniendo que hacer lo que otros ya han hecho antes. A veces es un poco aburrido.
—Bernstein habla claro. Si puede te echará un cable.
Pittman volvió a observar a Gillette: probablemente se preguntaba qué pintaba allí un tipo con una cazadora marrón, que a la vista estaba que no era policía.
—Que tengas suerte —dijo Bishop.
—Gracias, detective —respondió Pittman, y se perdió en la noche.
—No quiero volver a San Ho —dijo Gillette cuando entraron en el coche del policía.
—Bueno, yo ahora regreso a la UCC para echar una ojeada a las pruebas y dar una cabezada. Y allí no he visto nada parecido a un calabozo.
—No voy a volverme a escapar —afirmó Gillette.
Bishop no respondió.
—No quiero volver a la cárcel, de verdad —el detective seguía en silencio y el hacker añadió—: Espósame a una silla si no me crees.
—Ponte el cinturón —respondió Bishop.
El colegio Junípero Serra parecía un lugar idílico con la bruma del alba.
Era un colegio privado muy exclusivo que se extendía por unos 32.000 metros cuadrados y que estaba ubicado entre el Centro de Investigación de Xerox de Palo Alto y las dependencias de Hewlett–Packard cercanas a la Universidad de Stanford. Disfrutaba de una magnífica reputación, pues prácticamente lanzaba a todos los alumnos para que consiguieran acceder a los colegios avanzados en los que (ellos o, mejor dicho, sus padres) deseaban inscribirse. El emplazamiento era precioso y pagaban muy bien al profesorado.
Sin embargo, la mujer que hacía las veces de recepcionista desde hacía años no parecía estar gozando de los beneficios de su entorno profesional en ese mismo momento: tenía los ojos llenos de lágrimas y procuraba acallar las convulsiones que se delataban en su voz.
—Por Dios, por Dios —susurraba—. Joyce lo ha traído hace apenas media hora. La he visto. Ella estaba bien. Vamos, hace sólo media hora de esto.
Enfrente de ella se encontraba un hombre joven de cabello pelirrojo y bigote, que vestía un caro traje de ejecutivo. Tenía los ojos rojos, como si hubiera llorado, y cerraba las manos de un modo que revelaba que se encontraba muy enfadado.
—Don y ella viajaban camino de Napa. Iban a las bodegas, debían encontrarse con unos inversores de Don para almorzar con ellos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó la mujer, sin aliento.
—Ha sido culpa de uno de esos autobuses llenos de trabajadores inmigrantes: ha virado justo enfrente de ellos.
—Dios mío —musitó ella de nuevo. Otra mujer pasó por delante de ellos y la recepcionista dijo—: Ven, Amy.
La mujer, que llevaba un vestido rojo chillón y portaba una hoja de papel donde se leía «Plan de estudios», se acercó al escritorio.
—Don y Joyce Wingate han sufrido un accidente —le susurró la recepcionista.
—¡No!
—No tiene buena pinta —dijo la recepcionista haciendo un gesto—. Éste es Irv, el hermano de Don.
Se saludaron y Amy preguntó:
—¿Cómo se encuentran?
—Vivirán. Al menos es lo que dice el doctor, por ahora. Pero ambos continúan inconscientes. Mi hermano tiene la espalda rota.
Rompió a llorar. La recepcionista se secaba las lágrimas.
—Joyce era tan activa en el PTO. Todo el mundo la quiere. ¿Qué podemos hacer?
—Todavía no lo sé —respondió Irving, moviendo la cabeza—. No puedo pensar con claridad.
—No, no, claro que no.
—Pero aquí estamos —dijo Amy—. Cuenta con todos nosotros para lo que sea —Amy llamó entonces a una mujer rechoncha de unos cincuenta años—: ¡Oh, señora Nagler!
La mujer, que vestía un traje gris, se acercó y echó una ojeada a Irv, quien la saludó con la cabeza:
—Señora Nagler —dijo—. Usted es la directora, ¿verdad?
—Así es.
—Soy Irv Wingate, el tío de Sammy. Nos conocimos en el festival de primavera del año pasado.
Ella asintió y estrechó su mano.
Wingate resumió la historia del accidente.
—No, por Dios, no —susurró la señora Nagler—. Lo siento muchísimo.
—Mi mujer, Kathy —dijo Irv—, está allí ahora. Yo he venido a recoger a Sammy.
—Por supuesto.
Pero la señora Nagler, por muy comprensiva que fuera, llevaba su trabajo de forma muy estricta y no estaba dispuesta a desviarse de las reglas, por muchas tragedias que les sucedieran a los padres de sus alumnos. Se acercó al teclado de un ordenador y golpeó las teclas con las uñas bien cortadas y sin esmalte. Leyó la pantalla y dijo: «Se encuentra en la lista de familiares autorizados para recoger a Sammy». Golpeó otra tecla y esta vez apareció en la pantalla la fotografía de la licencia de conducir de Irving Wingate que habían escaneado meses atrás. Ella lo observó. Era él, no cabía duda. Y luego dijo:
—¿Me permite su licencia de conducir, por favor?
—Claro —él sacó la licencia. Se correspondía tanto con su rostro como con la fotografía del ordenador.