La estancia azul (22 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
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—Conozco un poco la zona —dijo Shelton—. Allí cerca hay muchos bloques de apartamentos. Algunos colmados y un par de licorerías. Es un barrio de renta muy baja.

Pero entonces Bishop golpeó con el dedo un pequeño rectángulo del mapa. Gillette se fijó en que tenía una etiqueta: «Academia St. Francis».

—¿Te acuerdas de los asesinatos de hace unos años? —le preguntó el detective a Shelton.

—Sí.

—Un loco entró en el internado y mató a un par de estudiantes o de profesores. El rector lo llenó todo de altas medidas de seguridad. Salió en los periódicos —señaló la pizarra blanca—: A Phate le gustan los desafíos, ¿verdad que sí?

—Dios mío —musitó Shelton, enojado—. ¿Es que ahora ataca a chavales?

Bishop llamó a la operadora de la Central para mandar un código que informara de que se estaba llevando a cabo una agresión en ese momento.

Nadie se atrevió a decir en voz alta lo que todos pensaban: que el informe del LEV había sido efectuado hacía media hora. Lo que le habría dejado a Phate treinta minutos para llevar a cabo su macabro juego.

* * *

Jamie Turner pensó que había sido algo real como la vida misma.

El indicador encendido de la puerta de incendios se había apagado sin jarana ni zumbidos ni los satisfactorios efectos de las películas: ni siquiera había sonado un apagado clic.

En el Mundo Real no hay efectos de sonido. Uno hace lo que se ha propuesto hacer y nada lo celebra, salvo una pequeña luz que se extingue lentamente.

Se irguió y escuchó con atención. A través de las paredes se oía música lejana, y algunos gritos, risas, y discusiones en torno a un programa de radio.

Y él dejaba atrás todo eso, camino de una noche perfecta en compañía de su hermano.

Para su alivio, la puerta se abrió.

Silencio: ni alarmas ni gritos de Booty.

El olor a hierba de la fresca noche aromatizada le entró por la nariz. Le recordaba a aquellas largas horas nocturnas de sobremesa veraniega en la casa que sus padres tenían en Mili Valley: cuando su hermano Mark trabajaba en Sacramento y no podía aguantar hacer una visita a sus viejos. Esas noches eternas…Con su madre dándole postres y aperitivos para quitárselo de encima y su padre que le decía «Sal afuera a jugar», mientras ellos y sus amigos contaban historias anodinas que se volvían cada vez más ofuscadas a medida que iban catando los vinos locales.

Sal afuera a jugar

¡Como si estuviera en la puta guardería!

Bueno, aquella noche Jamie no había salido. Había entrado en la red para piratear como un loco.

Eso es lo que le evocaba el aire fresco de la primavera. Pero en ese momento era inmune a esos recuerdos. Estaba emocionado por haberlo conseguido y por poder pasar la noche con su hermano.

Manipuló el picaporte de la puerta para poder entrar de nuevo al internado cuando estuviera de vuelta.

Jamie se volvió, se detuvo y escuchó. No se oían pisadas, ni había ningún Booty ni fantasmas. Dio un paso adelante.

Era su primer paso hacia la libertad.

De pronto apareció una mano de hombre que le sujetó la boca con fuerza.

Señor, Señor, Señor…

Jamie trató de escabullirse pero su atacante, que vestía un uniforme de hombre de mantenimiento, era más fuerte y lo inmovilizó en el suelo. El hombre le arrancó las gruesas gafas de seguridad de la nariz.

—Mira qué es lo que tenemos aquí —dijo, arrojando las gafas al suelo y acariciando los párpados del chico.

—¡No, no! —gritó Jamie, amordazado por una mano musculosa mientras procuraba alzar los brazos para proteger sus preciados ojos—. ¿Qué está haciendo?

El hombre sacó algo de un bolsillo del mono que llevaba puesto. Parecía un spray. Lo acercó al rostro de Jamie. ¿Qué era?…

El pitorro escupió un chorro de líquido lechoso sobre sus ojos.

En un segundo le ardían terriblemente y el chico empezó a llorar y a revolverse movido por el pánico. Su peor pesadilla se había hecho realidad.

Jamie Turner sacudió la cabeza con fuerza para tratar de alejar el dolor, pero éste sólo empeoró. Estaba gritando «No, no, no», pero la fuerte presión de la mano del hombre sobre su boca amortiguaba sus palabras.

El hombre se agachó y comenzó a susurrar palabras en su oreja, pero el chico no tenía ni idea de lo que le decía; el miedo (y el horror en aumento) lo consumía como el fuego que abrasa matojos secos.

Capítulo 00010001 / Diecisiete

Frank Bishop y Wyatt Gillette penetraron bajo los arcos de la entrada de la Academia St. Francis, y sus pasos resonaban sobre el camino de guijarros como rasguños arenosos.

Bishop hizo una seña a Huerto Ramírez a modo de saludo, cuya enorme figura llenaba prácticamente la mitad de la bóveda, y dijo:

—¿Es cierto?

—Sí, Frank. Perdona, se nos escapó.

Ramírez y Tim Morgan, que ahora se encontraba sonsacando a los testigos de las calles que rodeaban el internado, habían estado entre los primeros en personarse en la escena del crimen.

Ramírez se volvió y condujo a Bishop y a Gillette, y también a Patricia Nolan y a Bob Shelton, que iban algo rezagados, hasta el interior del colegio. Linda Sánchez los seguía llevando un maletón con ruedas.

Fuera había dos ambulancias y una docena de coches patrulla, con las luces girando en silencio. Un gran grupo de curiosos formaba un semicírculo esparcido por la acera de enfrente.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Shelton.

—Por ahora sabemos que el Jaguar estaba pasando esta puerta de ahí —señalaba un patio con un muro alto que lo separaba de la calle—. Todos marchábamos procurando no hacer ningún ruido, pero parece ser que ha oído que veníamos y ha echado a correr fuera del colegio y se ha largado. Hemos puesto controles a ocho y dieciséis manzanas de aquí pero no ha habido suerte.

Nolan se puso a la altura de Gillette mientras recorrían aquellos pasillos pobremente iluminados. Parecía que iba a decir algo pero cambió de idea y siguió en silencio.

Gillette no vio estudiantes mientras avanzaban por los pasillos: tal vez los profesores los mantenían en sus habitaciones hasta que llegaran padres y orientadores.

—¿Los de Escena del Crimen han hallado algo? —preguntó Bishop a Ramírez.

—Nada que, ya sabes, lleve escrita la dirección del asesino.

Torcieron y al final del nuevo pasillo vieron una puerta abierta. Fuera había docenas de oficiales de policía y algunos técnicos médicos. Ramírez miró a Bishop y le susurró algo. Bishop le hizo una seña de asentimiento y le habló a Gillette:

—Lo de ahí dentro no tiene buena pinta. El asesino ha vuelto a usar el cuchillo en el corazón: como con Andy Anderson y Lara Gibson. Pero parece ser que morir le llevó un buen rato. Está todo bastante asqueroso. ¿Por qué no esperas fuera? Cuando te necesitemos para ojear el ordenador te lo haré saber.

—Puedo soportarlo.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—¿Cuántos años? —le preguntó Bishop a Ramírez.

—¿Te refieres al chico? Quince.

Bishop levantó una ceja mirando a Patricia Nolan y le preguntó si ella también era capaz de presenciar la carnicería.

—Está bien —contestó ella.

Entraron en el aula.

A pesar de lo mesurado de su respuesta a Bishop, Gillette quedó aturdido. Había sangre por todas partes. Una cantidad increíble de sangre: en el suelo y en las paredes, en las sillas y en los marcos, en la pizarra y en el atril. El color variaba dependiendo del material que la sangre cubriera, e iba desde un rosa brillante hasta casi el negro.

En mitad de la estancia, sobre el suelo, yacía el cadáver cubierto por una manta verde. Gillette miró a Nolan, a quien esperaba ver también horrorizada. Pero, tras haber echado una ojeada a las salpicaduras, las manchas y los charcos que había en la habitación, ella parecía estar escudriñando el aula, quizá en busca del ordenador que había que analizar.

—¿Cómo se llama el chico? —preguntó Bishop.

—Jamie Turner —dijo una oficial del Departamento de San José.

Linda Sánchez entró en el aula y tomó aire con fuerza cuando vio el cadáver. Parecía estar decidiendo si desmayarse o no. Volvió a salir.

Frank Bishop susurraba algo a un hombre de mediana edad que vestía un jersey Cardigan y que, al parecer, era uno de los profesores, y luego fue al aula contigua a la del crimen, donde estaba sentado un quinceañero con los brazos pegados al torso y que se columpiaba adelante y atrás sobre la silla. Gillette se unió al policía.

—¿Jamie? —preguntó Bishop—. ¿Jamie Turner?

El chico no respondió. Gillette observó que tenía los ojos muy rojos y que la piel que los rodeaba parecía inflamada.

Bishop miró a otro hombre que también se encontraba en la habitación. Era delgado y de unos veintitantos años. Estaba a un lado de Jamie y había posado una mano sobre el hombro del chico. El hombre dijo:

—Sí, éste es Jamie. Yo soy su hermano, Mark Turner.

—Booty ha muerto —susurró un dolorido Jamie que se aplicaba un paño húmedo en los ojos.

—¿Booty?

Otro hombre (de unos treinta años y que vestía Chinos y una camisa Izod) se identificó como el administrador del colegio.

—Era el mote que el chaval le había colgado —añadió, observando la bolsa donde descansaba el cadáver—: Ya saben, al rector.

Bishop se agachó.

—¿Cómo te encuentras, joven?

—Lo ha asesinado. Tenía un cuchillo. Lo acuchilló y el señor Boethe no paraba de gritar y de correr de un lado para otro, para escaparse. Yo…—su voz se convirtió en una cascada de sollozos. Su hermano le agarró los hombros con fuerza.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Bishop a una paramédica, una mujer cuya chaqueta lucía un estetoscopio y unas pinzas hemostáticas.

—Se pondrá bien —dijo ella—. Parece que el asesino le ha rociado los ojos con agua que contenía un poco de Tabasco y amoniaco. Lo justo para que le picara pero no tanto como para causarle daño.

—¿Por qué? —preguntó Bishop.

—Me ha pillado —respondió ella, encogiéndose de hombros.

Bishop agarró una silla y se sentó.

—Lamento muchísimo lo ocurrido, Jamie. Pero es de vital importancia que nos digas lo que sabes.

Unos minutos después el chico se calmaba y les explicaba que se había escapado del colegio para ir a ver un concierto con su hermano. Pero, nada más salir por la puerta, lo agarró un hombre vestido con un uniforme como el de un operario y le roció esa cosa en los ojos. Le dijo a Jamie que era ácido y que si le conducía hasta el señor Boethe le daría un bote que contenía un antídoto. Pero que, si se negaba, el ácido le comería los ojos.

Le empezaron a temblar las manos y se echó a llorar.

—Ése es su mayor temor —dijo su hermano Mark con indignación—, quedarse ciego. El asesino lo sabía.

Bishop asintió.

—Su objetivo era el rector. Es un internado muy grande: y Phate necesitaba a Jamie para encontrar a su víctima rápidamente.

—Me dolía tanto, de verdad…Yo dije que no le iba a ayudar. No quería, no quería, lo intenté pero no pude evitarlo. Yo…—en ese momento calló.

Gillette sentía que Jamie quería trasmitir algo más pero que no se atrevía a decirlo.

Bishop asió el hombro del chico.

—Has hecho lo correcto. No te preocupes por eso. Has hecho lo que hubiera hecho yo. Dime, Jamie, ¿mandaste algún correo electrónico en el que le dijeras a alguien lo de tus planes para esta noche? Tenemos que saberlo.

El chico tragó saliva y miró al suelo.

—No te va a pasar nada, Jamie. Pierde cuidado. Sólo queremos encontrar a ese tipo.

—Supongo que a mi hermano. Y luego…

—Adelante, sigue.

—Bueno, es que creo que me conecté a la red para encontrar unas claves de acceso y alguna otra cosa. Este tipo lo habrá visto y es así como se metió en el patio.

—¿Y cómo sabía que tienes miedo a quedarte ciego? —preguntó Bishop—. ¿Pudo leer acerca de eso en la red?

Jamie asintió de nuevo.

—Es como si hubiera forzado a Jamie para que se convirtiera en su propio Trapdoor para conseguir entrar dentro —dijo Gillette.

—Has sido muy valiente, Jamie —afirmó Bishop.

Pero nada de lo que dijeran podía consolar al chico.

Los técnicos médico–forenses se llevaron el cadáver del rector y los policías se reunieron en el pasillo, en compañía de Gillette.

Shelton comentó lo que había averiguado de los técnicos forenses:

—Los de Escena del Crimen están a dos velas. Unas cuantas docenas de huellas obvias, que piensan investigar pero que no nos sirven porque ya sabemos que se trata de Holloway. Sus zapatos no dejan una huella reconocible. Y en el aula debe de haber al menos un millón de fibras: lo bastante como para tener ocupados a los chicos del FBI por todo un año. Vaya, y han encontrado esto.

Dio un pedazo arrugado de papel a Bishop, quien se encogió de hombros y se lo pasó a Gillette. Parecían las notas del chaval, referentes a descifrar contraseñas y a desactivar la alarma de la puerta.

—Nadie sabe con certeza dónde estaba aparcado el Jaguar —les comentó Huerto Ramírez—. Y, en cualquier caso, la lluvia ha borrado las huellas de los neumáticos. Como sucede con las fibras, tenemos un millón de cosas en la carretera para analizar pero ¿quién sabe si fue el asesino quien las dejó allí o no?

—Es un hacker —dijo Nolan—. Eso significa que es un delincuente organizado. No va a andar tirando correos basura por ahí mientras anda al acecho de una nueva víctima.

—Estamos interrogando a la gente —prosiguió Ramírez—. Tim sigue pateando la acera con dos o tres agentes de la Central pero nadie parece haber visto nada.

—Vale, tomad el ordenador del chico y nos largamos —les dijo Bishop a Nolan, Sánchez y Gillette.

—¿Dónde está? —preguntó Sánchez.

El administrador dijo que los acompañaría hasta el departamento informático del internado. Gillette volvió al aula donde se encontraba Jamie Turner y le preguntó qué ordenador había utilizado.

—El número tres —respondió el chico, y siguió aplicándose el paño húmedo sobre los ojos.

El equipo vagó por el pasillo en penumbra. Mientras caminaban, Linda Sánchez hizo una llamada desde su teléfono móvil. Así supo (según intuyó Gillette de lo que oía) que su hija aún no estaba de parto. Colgó diciendo: «Dios….

Una vez en la sala de ordenadores del sótano, un sitio gélido y deprimente, Gillette, Nolan y Sánchez se desplazaron hasta la máquina número tres. Sánchez le ofreció un disco de inicio al hacker, pero éste negó con la cabeza.

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