—¿De qué se trata? ¿De una bomba? —preguntó, con cierto letargo que denunciaba que él mismo no pensaba que pudiera tratarse de ningún explosivo.
—Sólo es algo que he hecho —respondió Gillette, llevándose la mano al puente de la nariz—. Y que preferiría que no se mojara.
Bishop se puso recto y se metió la placa en el bolsillo. Shelton, con la cara picada enrojecida y mojada, no le quitaba ojo de encima. Gillette se tensó un poco sin saber si el policía volvería a perder los estribos y a golpearlo de nuevo.
—¿Cómo? —preguntó Gillette.
—Ya corríamos camino del aeropuerto cuando me puse a pensar —respondió Bishop—. Si de verdad hubieras ido on–line y hubieras deseado que no nos enterásemos, habrías destruido el disco duro cuando te marchaste. Nada de iniciar un programa de borrado media hora más tarde. Que, por otra parte, no hacía otra cosa que lanzarnos hacia las huellas que habías dejado para seguirte al aeropuerto. Justo como habías planeado, ¿no?
Gillette asintió.
—¿Y para qué ibas a largarte a Europa? —continuó el policía—. Te habrían detenido en la aduana.
—No tenía mucho tiempo para planearlo todo…—murmuró Gillette.
El detective miró la calle.
—Quieres que te diga cómo supimos que vendrías aquí, ¿no?
Pues lo había sabido. Llamó a la compañía telefónica y le dijeron el número que se había marcado desde el laboratorio de análisis antes de que llamara a Goodwill.
Y luego Bishop había llamado a Pac Bell para conseguir la dirección y había mandado vigilar las proximidades, una vez supuesto que se pasaría por allí.
Si la manera de reaccionar de Bishop ante su huida hubiera sido software, Gillette habría dicho que se trataba de un
kludge
fuera de serie.
—Tendría que haber entrado en el conmutador de Pac Bell y alterar los registros de las llamadas locales. Lo habría hecho de haber tenido tiempo…
A medida que disminuía la impresión causada por el arresto le nacía una sensación de impotencia: sobre todo al observar la silueta de su creación electrónica marcándose en el bolsillo de la gabardina de Bishop. ¡Había estado tan cerca de cumplir el objetivo que lo llevaba obsesionando desde hacía meses! Miró la casa a la que se había encaminado. Tenía algunas luces tenues, que lo llamaban por señas como los ojos de una amante.
—Eres Shawn, ¿verdad? —le preguntó Shelton.
—No. No lo soy. Y no sé quién es.
—Pero tú eras Valleyman, ¿no?
—Sí, y formé parte de los
Knights of Access
.
—¿Y conocías a Holloway?
—Sí, lo conocí. En pasado.
—¡Dios mío! —exclamó el detective rechoncho—. ¡Claro que eres Shawn! Todos vosotros sois unos imbéciles con media docena de nombres distintos: tú eres él. Y ahora mismo vamos a buscar a Phate.
Agarró al hacker por el cuello de su chaqueta de empollón.
Esta vez intervino Bishop y tocó el hombro de Shelton. El policía grande soltó al hacker, pero siguió hablando con su voz grave y amenazadora, mientras señalaba la casa:
—Phate se esconde bajo la identidad de Donald Papandolos. A él es a quien llamaste: y ya antes lo habías telefoneado desde la UCC. Para advertirle sobre nosotros. Hemos visto los putos registros de las llamadas.
Gillette negó con la cabeza.
—No, yo…
—Tenemos tropas tácticas rodeando la casa —prosiguió Shelton—. Y nos vas a ayudar a sacarlo de ahí.
—No tengo ni idea del paradero de Phate. Pero te garantizo que aquí no está.
—¿Y de quién se trata, entonces? —preguntó Bishop.
—De mi esposa. Ésta es la casa de su padre.
—A quien llamé fue a Ellie —explicó Gillette. Se volvió hacia Shelton—. Y llevabas razón. Es cierto que me conecté a la red nada más entrar en la UCC. Mentí. Me metí en el Departamento de Facturas de la compañía telefónica para ver si ella seguía viviendo con su padre. Y la he llamado esta noche para asegurarme de que estaba aquí.
—Pensaba que estabas divorciado —dijo Bishop.
—Y lo estoy —replicó Gillette—. Pero aún pienso en ella como mi esposa.
—Elana —dijo Bishop—. ¿Se apellida Gillette?
—No. Recuperó su apellido de soltera. Papandolos.
—Busca el nombre —le dijo Bishop a Shelton.
El policía hizo una llamada y momentos después asentía con la cabeza.
—Es su nombre. Vive en esta dirección.
Bishop se colocó un micro con auriculares. Dijo:
—¿Alonso? Bishop al habla. Estamos seguros de que dentro de la casa sólo hay inocentes. Echa una ojeada y dime lo que ves…—pasaron unos minutos. Luego escuchó la voz que le hablaba por los auriculares. Miró a Gillette.
—Hay una mujer de unos sesenta años, pelo cano.
—Es su madre, Irene.
—Un hombre de unos veinte años.
—¿Con pelo moreno y rizado?
Bishop repitió la pregunta, escuchó lo que le decía y asintió.
—Ése es su hermano, Christian.
—Y una rubia de unos treinta y tantos. Les está leyendo a dos niños.
—Elana es morena. Lo más seguro es que se trate de su hermana Camilla. Antes era pelirroja pero cambia de color de pelo cada pocos meses. Los niños son suyos. Tiene cuatro hijos.
Bishop habló al micrófono:
—Vale, suena legal. Diles a todos que se queden quietos. Voy a desmontar la operación —el detective se dirigió a Gillette—: ¿De qué va todo esto? Se supone que ibas a investigar el ordenador de St. Francis y en vez de eso te escapas.
—Pero es cierto que exploré el ordenador. No había nada que pudiera ayudarnos a cazarlo. Tan pronto como lo inicié, el demonio percibió algo (que habíamos desconectado el módem, lo más probable) y se suicidó. Si hubiera encontrado algo de valor os habría dejado una nota.
—¿Dejarnos una nota? —se revolvió Shelton—. Te has cargado la puta tutela y hablas de ello como si te hubieras ido al 7–Eleven por tabaco.
—No me he escapado —señaló la tobillera—. Comprobad el sistema de rastreo. Lo programé para que volviera a funcionar en una hora. Os iba a llamar desde su casa para que viniera alguien a llevarme de vuelta a la UCC. Sólo necesitaba tiempo para ver a Ellie y sabía que no me dejaríais marchar.
Bishop miró al hacker a los ojos y preguntó:
—¿Ella quiere verte?
Gillette tardó en responder.
—Probablemente no. No sabe que he venido.
—Pero tú has admitido que la has llamado por teléfono —señaló Shelton.
—Y he colgado en cuanto se ha puesto al aparato. Sólo quería cerciorarme de que esta noche se quedaría en casa.
—¿Por qué vive con sus padres?
—Es por mi culpa. Ella no tiene dinero. Lo gastó todo en fianzas y abogados…—hizo un gesto señalando el bolsillo de Bishop—. Por eso he estado trabajando en eso, en lo que saqué de la cárcel.
—Lo tenías oculto bajo esa caja de teléfono que guardabas en el bolsillo, ¿verdad?
Gillette asintió.
—Tendría que haber ordenado que te pasaran el detector dos veces. Me estoy haciendo descuidado. ¿Y qué tiene que ver esa cosa con tu esposa?
—Se lo iba a dar a Ellie. Ella lo puede patentar y conseguir la licencia con una empresa de hardware. Y ganar algo de dinero. Es un nuevo tipo de módem inalámbrico que se puede aplicar a los ordenadores portátiles. Uno puede conectarse a la red cuando viaja sin necesidad de usar el teléfono móvil. Se sirve del posicionamiento global para decirle a un conmutador celular dónde te encuentras y así conectarte automáticamente a la mejor señal para transmisión de datos. Y es…
Bishop hizo un gesto para señalar que ya bastaba de lenguaje técnico.
—¿Lo has hecho tú? ¿Con cosas que encontraste en la cárcel?
—Que encontré o que compré.
—O que robaste —dijo Shelton.
—Que encontré o que compré —repitió Gillette.
—¿Por qué no nos dijiste que eras Valleyman? —preguntó Bishop—. ¿Y que habías estado con Phate en
Knights of Access?
—Porque me habríais mandado de vuelta a la cárcel. Y entonces no habría podido ayudaros a cazarlo —hizo una pausa—. Y no habría tenido ocasión de ver a Ellie…Mirad, si hubiera sabido algo sobre Phate que os hubiera ayudado a echarle el guante os lo habría dicho. Claro que estuvimos juntos en KOA, pero eso fue hace años. En las bandas cibernéticas nunca ves a la gente con la que te mueves: ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Todo lo que sabía era su nombre real y que provenía de Massachusetts. Pero eso ya lo habíais descubierto al mismo tiempo que yo.
—¿Tú eras uno de esos cabrones que lo acompañaban —preguntó Shelton con furia—, uno de esos que enviaban virus e instrucciones para construir bombas y que desactivaban los teléfonos de urgencias?
—No —respondió Gillette con convicción. Les explicó que durante el primer año los
Knights of Access
habían sido una de las bandas de cibernautas más potentes pero que nunca hicieron nada que perjudicara a civiles. Mantenían peleas con otras ciberbandas y se infiltraban en los típicos sistemas de empresas o del gobierno—. Lo peor que hicimos fue escribir nuestro propio free–ware, que hacía lo mismo que cierto software comercial, y distribuimos algunas copias. Así que media docena de grandes empresas perdieron unos cuantos dólares de beneficios. Eso es todo.
Pero entonces, prosiguió, se dio cuenta de que dentro de CertainDeath (el nombre de pantalla de Phate, por aquel entonces) había otra persona. Alguien más peligroso y vengativo que cada vez buscaba un tipo de acceso más y más peculiar: el que te permite hacer daño a la gente. «Cada vez discernía peor quién era real y quién un personaje de los juegos de ordenador a los que jugaba.»
Desde los
instant messages,
Gillette invirtió largas horas tratando de convencer a Holloway de que se alejara de sus pirateos vengativos y de sus planes de «dar una lección» a quienes veía como enemigos.
Por fin se infiltró en la máquina de Holloway y, para su pasmo, descubrió que éste había escrito virus letales: programas como el que cerró el sistema del teléfono de urgencias de Oakland, o que bloqueaban las transmisiones entre los controladores aéreos y los pilotos. Descargó los virus, escribió antídotos y los colgó en la red. Gillette también encontró software robado de Harvard en el ordenador de Holloway. Envió una copia a la universidad y a la policía del Estado de Massachusetts junto a la dirección de e–mail de CertainDeath y éste fue arrestado.
Gillette jubiló a Valleyman como nombre de usuario y (siendo perfectamente consciente de la naturaleza vengativa de Holloway) adoptó otra serie de identidades y siguió
hackeando.
—No me sorprendió oír que era el asesino —dijo el hacker a Bishop con franqueza—. Pero juro que antes de saberlo no tenía ni idea. Durante un par de años hubo rumores que apuntaban a que andaba en mi busca pero eso es todo lo que había escuchado sobre él.
No podía saber si Bishop lo creía, pero parecía claro que Shelton no: el fornido detective dijo:
—Devolvamos a este saco de mierda a San Ho. Ya hemos perdido demasiado tiempo con él.
—¡No! ¡Por favor, no!
Bishop lo estudió asombrado.
—¿Quieres seguir trabajando con nosotros?
—Tengo que hacerlo. Ya habéis visto que es muy bueno. Necesitáis a alguien tan bueno como él para pararle los pies.
—¡Vaya! —dijo Shelton—. Hay que joderse.
—Sé que eres bueno, Wyatt —dijo Bishop—. Pero también que has escapado de mi custodia y que eso me podría haber costado el puesto. Y creerte a partir de ahora se va a hacer muy cuesta arriba, ¿no? Será mejor que intentemos con otro.
—Cuando se trata de Phate no puedes «intentarlo» con otro. A Stephen Miller le queda grande. Patricia Nolan es de seguridad; y por muy buenos que sean los de seguridad siempre andan por detrás de los hackers. Necesitas a alguien que haya estado en las trincheras.
—Trincheras —repitió con suavidad Bishop, como si el comentario le hubiera divertido. Se lo pensó y dijo—: Creo que te voy a dar otra oportunidad.
Los ojos de Shelton delataron un oscuro resentimiento.
—Craso error.
Bishop hizo un gesto de aprobación, como si aceptara que lo que decía su compañero bien pudiera ser verdad. Y luego le dijo a Shelton:
—Que todos cenen algo y descansen. Yo llevo a Wyatt a San Ho para que pase la noche allí.
Shelton movió la cabeza desalentado por los planes de Bishop, pero fue a hacer lo que se le había pedido que hiciera.
Bishop despojó a Gillette de las esposas. Éste se frotó las muñecas y dijo:
—Dame diez minutos con ella.
—¿Con quién?
—Con mi mujer.
—Lo dices en serio, ¿no?
—Sólo pido diez minutos.
—Hace menos de una hora me ha llamado un tal David Chambers, del Departamento de Defensa, y estaba a un pelo de rescindir la orden de excarcelación.
—¿Lo saben?
—Sí. Así que, hijo, deja que te diga que este aire puro que respiras y esas manos libres son agua pasada. Por derecho, ahora mismo tendrías que estar durmiendo en tu colchón de la cárcel —el detective le agarró la muñeca. Pero antes de que el metal se cerrara sobre ella, Gillette preguntó:
—¿Estás casado, Bishop?
—Sí, lo estoy.
—¿Y amas a tu esposa?
El policía no dijo nada durante un rato. Luego alejó las esposas.
—Diez minutos.
* * *
Lo primero que vio fue su silueta, iluminada desde atrás.
Pero no cabía duda de que era Ellie. Su figura sensual, esa masa de pelo negro que se volvía más retorcido y salvaje cuanto más se acercaba al final de su espalda. Su cara redonda.
La única prueba de que se hallaba en tensión se observaba en la forma en la que había aferrado la jamba de la puerta desde el otro lado de la cortina metálica. Sus dedos de pianista estaban rojos por la presión feroz que estaba ejerciendo.
—Wyatt —susurró—. ¿Te han…
—¿Soltado? —negó con la cabeza.
Él vio un destello en sus ojos cuando miró por encima de su hombro y advirtió la presencia en la acera del vigilante Frank Bishop.
—Sólo estaré fuera unos días —continuó Gillette—. Es una especie de libertad condicional transitoria. Les estoy ayudando a encontrar a alguien: a Jon Holloway.
—Tu amigo de la banda —murmuró ella.
—Hace ya mucho tiempo. Y no somos amigos.
Ella se encogió de hombros como queriendo indicar que la aclaración carecía de importancia.