La estancia azul (11 page)

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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

BOOK: La estancia azul
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«Otra vez ese maldito fantasma…

Quizá lo mejor era olvidarse de todo. Estaba harto de tener miedo, harto de tener frío. Quizá lo mejor era largarse de allí, ir al encuentro de Dave, de Totter o de los chicos del Club Francés. Sus manos se posaron sobre el teclado para detener el Crack–er e iniciar un programa de enmascaramiento que destruiría u ocultaría cualquier prueba de sus correrías informáticas.

Y entonces ocurrió algo.

El directorio raíz del ordenador universitario apareció de pronto en la pantalla frente a la que se encontraba. ¿Cómo había sucedido? Él no había pulsado ningún comando. Y, de pronto, se abrió un subdirectorio: el de los archivos de comunicación. Ese ordenador llamó entonces a otro. Se dieron un apretón de manos electrónico y en un santiamén tanto el Crack–er de Jamie Turner como el fichero de contraseñas de Booty eran transferidos al segundo ordenador.

¿Cómo demonios había sucedido?

Jamie Turner era un experto en cuestiones de informática, pero nunca había visto nada igual. La única explicación posible era que el primer ordenador (el universitario) tuviera algún tipo de arreglo con otros departamentos de informática para que las tareas que llevaran mucho tiempo fueran transferidas automáticamente a ordenadores más rápidos.

Pero lo verdaderamente raro era que el software de Jamie hubiera acabado en el gigantesco vector de datos paralelo del Centro de Investigación para la Defensa, donde había un dispositivo de superordenadores que se contaba entre los sistemas informáticos más rápidos del mundo. También era uno de los más seguros, y colarse en él resultaba casi imposible (Jamie lo sabía: lo había intentado). Contenía información altamente clasificada y en el pasado se había prohibido el acceso tanto a civiles como a departamentos universitarios. Jamie supuso que habían comenzado a alquilarlo para financiar los enormes gastos de mantenimiento de este gigantesco vector de datos paralelo.

Bueno, se le ocurrió que si, después de todo, había un fantasma, tal vez era un fantasma benévolo. Rió pensando que quizá era también fan de Santana.

Jamie se volcó ahora en su segunda tarea necesaria para completar la Gran Evasión. En menos de sesenta segundos se había convertido en un técnico de servicios de mediana edad con excesivo trabajo, en un empleado de la West Coast Security Systems, Inc. que no sabía dónde había puesto el diagrama esquemático del modelo de puerta de incendios con alarma WCS 8872 que estaba tratando de reparar, y que necesitaba que le echara una mano el supervisor técnico, quien —por otra parte— estaba encantado de hacerlo.

* * *

Sentado en su despacho de la sala de estar, Phate observaba trabajar al programa de Jamie en los superordenadores del Centro de Investigación para la Defensa, adonde lo había enviado junto con el fichero de la contraseña.

Sin que el administrador de sistemas tuviera noticia de ello, él poseía el control del directorio raíz de los superordenadores del Centro, que en estos momentos estaban gastando unos veinticinco mil dólares de tiempo de ordenador con el único propósito de permitir que un estudiante de segundo curso pudiera abrir una sola puerta cerrada.

Phate había echado una ojeada al progreso del primer superordenador que Jamie había usado en una universidad cercana y se había dado cuenta de que el chaval no conseguiría la clave para salir del colegio a tiempo para la cita de las seis y media con su hermano.

Eso significaba que el muchacho permanecería dentro del colegio y que Phate perdería ese asalto de su juego. Y eso no se podía permitir.

Pero, como había intuido, el vector de datos paralelo del Centro de Investigación para la Defensa lograría esa contraseña antes de la hora límite.

Si esa noche Jamie Turner hubiera llegado a asistir al concierto (algo que no iba a suceder) habría sido gracias a la ayuda de Phate.

Acto seguido, Phate se metió en la página del Consejo de Planificación y Zonificación de la Ciudad de San José y encontró una propuesta de edificación que había sido enviada por el rector de la Academia St. Francis. Quería construir otro muro de entrada y necesitaba la aprobación del Consejo. Se descargó de la red los documentos y los planos, tanto del colegio como de los patios.

Mientras examinaba los planos, su ordenador emitió un pitido y se abrió una ventana, alertándole de que había recibido un mensaje de Shawn.

Sintió la punzada de excitación que le acometía cada vez que Shawn le enviaba un mensaje. Le parecía que esta reacción era significativa, una clave importante para el desarrollo personal de Phate: no, digamos mejor de Jon Holloway. Se había criado en una casa en la que el afecto y el amor eran tan inusuales como abundante era el dinero, y era consciente de que eso le había llevado a convertirse en una persona fría y distante. Así se comportaba con todo el mundo: familia, amigos, compañeros de trabajo, condiscípulos y las pocas personas con las que había tratado de mantener una relación.

Y, aun así, la hondura de lo que Phate sentía por Shawn le demostraba que no estaba muerto emocionalmente, que dentro de él fluía un enorme reguero de amor.

Deseoso de leer el e–mail, salió de la página de Planificación y Zonificación y se conectó a su servidor de correo.

Pero mientras leía esas palabras lúgubres se le borró la sonrisa de la boca y su respiración se aceleró, así como su pulso.

—¡Dios! —murmuró.

El asunto del correo era que la policía había progresado en sus investigaciones mucho más de lo que él había supuesto. Sabían incluso lo de los asesinatos de Portland y Washington D. C.

Luego echó una ojeada al segundo párrafo y no llegó más allá de la referencia a Milliken Park.

«No, no…

Ahora sí que tenía un problema.

Phate se levantó de su asiento y echó a correr al sótano de su casa. Divisó otra manchita de sangre seca en el suelo (proveniente del personaje de Lara Gibson) y luego abrió un taquillón. De éste extrajo su cuchillo manchado y oscuro. Fue hacia su armario, lo abrió y dio la luz. Diez minutos después estaba en el Jaguar, corriendo por la autopista.

* * *

En el comienzo Dios creó el sistema de redes de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (llamado ARPAnet) y ARPAnet floreció y engendró a Milnet, y entre ARPAnet y Milnet crearon Internet y su proyecto, los foros de discusión de Usenet y la World Wide Web, y llegaron a ser la trinidad que cambió la vida de Su pueblo por siempre jamás.

Andy Anderson, quien solía describir así la red cuando enseñaba Historia de la Informática, pensó que ésa era una descripción demasiado halagüeña, mientras conducía por Palo Alto y pasaba frente a la Universidad de Stanford. Pues había sido en el cercano Instituto de Investigación de Stanford donde el Departamento de Defensa creara el predecesor de Internet en 1969, para enlazar dicho instituto con la UCLA, la Universidad de California en Santa Bárbara y con la Universidad de Utah.

La reverencia que sentía por ese lugar disminuyó, sin embargo, a medida que conducía bajo el sirimiri y enfrente veía la colina desierta del Otero de los Hackers, en Milliken Park. De haber sido un día normal, el lugar habría estado abarrotado de jóvenes intercambiando software e historias de sus andanzas y hazañas en la red y en los paneles de anuncios cibernéticos de todo el mundo. Hoy, la llovizna fría de abril había dejado el lugar vacío.

Aparcó, se puso un arrugado gorro gris para la lluvia que le había regalado su hija de seis años por su cumpleaños y salió del coche, cruzando por el césped y desplazando agua con los zapatos. Le descorazonaba la ausencia de un posible testigo que pudiera darle alguna pista sobre Peter Fowler, el vendedor de armas. En cualquier caso existía un puente cubierto en el medio del parque y a veces los chavales se reunían allí aunque hiciera frío o estuviera lloviendo.

Pero al acercarse Anderson comprobó que el lugar también estaba vacío.

Se paró y miró a su alrededor. Se veía que los pocos individuos que allí se encontraban no eran hackers: una señora mayor paseando a su perro y un ejecutivo que llamaba desde su móvil bajo la marquesina de un edificio cercano de la universidad.

Anderson pensó en una cafetería que había en el centro de Palo Alto, cercana al hotel California. Era un sitio donde se juntaban geeks para beber café cargado e intercambiar cuentos de sus tremendas hazañas. Decidió ir allí para preguntar si alguien sabía algo de Peter Fowler o de otra persona que vendiera armas o cuchillos. Y si no, lo intentaría en el edificio de Informática, y preguntaría a algunos profesores y estudiantes graduados con los que había trabajado si habían visto a alguien que…

Entonces el detective advirtió que algo se movía cerca de allí.

A unos quince metros había un joven que se encaminaba subrepticiamente hacia el puente bajo la lluvia. Miraba a un lado y a otro, y se veía que estaba paranoico.

Anderson se deslizó detrás de un macizo frondoso de enebro y se agachó. Anderson supo que ése era el asesino de Lara Gibson. Tenía unos veintitantos y vestía una chaqueta vaquera de la que de seguro provenían las fibras encontradas en el cadáver de la mujer. Era rubio e iba bien afeitado: la perilla que lució en el restaurante era falsa a todas luces, y se la había pegado con adhesivo teatral.

Ingeniería social

Entonces la chaqueta del hombre se abrió por un instante y Anderson pudo avistar la funda nudosa de un cuchillo Ka–bar colgando de la pretina de sus vaqueros. El asesino se cerró la chaqueta con rapidez y prosiguió acercándose al puente, donde se adentró en las sombras y se puso a observar algo.

Seguro que había venido a comprar más armas a Fowler.

Anderson continuó fuera de su ángulo de visión. Llamó al despacho central de operaciones de la policía del Estado. Confiaba en que Nokia hiciera teléfonos a los que un poco de precipitación no les interfiriera.

Un segundo después escuchaba la contestación de la Central que le preguntaba por su número de placa.

—Cuatro, tres, ocho, nueve, dos —susurró Anderson como respuesta—. Solicito apoyo inmediato. Tengo a la vista a un sospechoso de asesinato. Estoy en Milliken Park, Palo Alto, en el extremo sureste.

—Entendido, cuatro tres ocho —contestó el hombre—, ¿está armado el sospechoso?

—Veo un cuchillo. No sé si llevará armas de fuego.

—¿Está en un vehículo?

—Negativo —dijo Anderson, con el corazón a cien—. Por el momento va a pie.

Su interlocutor le pidió que esperara unos segundos. Anderson miraba fijamente al asesino, entornando los ojos, como si eso pudiera dejarlo helado en ese mismo sitio sin moverse. Susurró a Central:

—¿Cuál es el tiempo estimado de llegada para esos refuerzos?

—Un momento, cuatro tres ocho…Vale, le informo: estarán allí en veinte minutos.

—¿Es que nadie puede venir un poco más rápido?

—Negativo, cuatro tres ocho. Es todo lo que podemos hacer. ¿Procurará no perderle de vista?

—Lo intentaré.

Pero justo en ese instante el hombre volvió a ponerse en marcha. Dejó el puente y caminó por la acera.

—Se mueve, Central. Se dirige hacia el oeste a través del parque hacia los edificios de la universidad. Voy a seguirlo y le tendré informado de su localización.

—Oído, cuatro tres ocho. La UDC va para allá.

¿UDC? ¿Qué era eso ahora? Ah, vale: la Unidad Disponible más Cercana.

Anderson se acercó al puente, rozándose al agarrarse a los árboles al tratar de que el asesino no pudiera verlo. ¿Para qué habría vuelto? ¿A encontrar otra víctima? ¿Para ocultar las señales de algún crimen anterior? ¿Tendría acceso al envidiable departamento informático de Stanford, se habría servido de eso para poder escribir su virus?

Miró el reloj. Había pasado menos de un minuto. ¿Debería llamar otra vez y pedir que la unidad se acercara en silencio? No lo sabía. Quizá eso retrasara aún más su llegada. Seguro que había procedimientos establecidos para este tipo de situaciones: procedimientos que policías como Frank Bishop y Bob Shelton conocerían al dedillo. Anderson estaba acostumbrado a un tipo de trabajo policial muy diferente. Sus emboscadas se dirigían desde furgonetas, mientras uno ojeaba la pantalla de un portátil Toshiba conectado a un sistema de búsqueda radiodireccional Cells–cope.

No creía haber sacado en dos años ni su pistola ni sus esposas de sus respectivas fundas.

Lo que le recordó: arma…

Miró la rechoncha empuñadura de su Glock. La extrajo de su cartuchera y apuntó hacia el suelo, con el dedo fuera del gatillo, tal como recordaba vagamente que había que hacer.

Quedaban diez minutos para que llegara la maldita UDC.

Entonces oyó un pequeño pitido electrónico a través de la bruma.

El asesino tenía un teléfono móvil. Se lo sacó del cinturón y se lo llevó a la oreja. Echó una ojeada al reloj y dijo unas palabras. Luego guardó el móvil y se fue por donde había venido.

«Vuelve a su coche», pensó el detective. «Lo voy a perder.»

Ocho minutos para que llegaran los refuerzos.

Andy Anderson decidió que no tenía alternativa. Iba a realizar algo que nunca antes había llevado a cabo: hacer un arresto en solitario.

Capítulo 00001001 / Nueve

Anderson fue hacia un pequeño arbusto.

El asesino se acercaba caminando rápidamente por el sendero, con las manos en los bolsillos.

Anderson consideró que eso era bueno: con las manos trabadas le sería más difícil sacar el cuchillo.

Pero, considerándolo, se detuvo: ¿qué pasaría si en realidad escondía una pistola?

Bueno, tengámoslo presente.

Y recuerda también que puede tener Mace, o un spray antiagresores o gas lacrimógeno.

Y recuerda que puede que de pronto salga en estampida. El policía se planteó qué haría en ese caso.

¿Cuáles eran las reglas ante un criminal en fuga? ¿Podría dispararle por la espalda? No tenía ni idea.

Había perseguido a docenas de delincuentes durante los últimos años, pero siempre arropado por agentes como Bishop, para quienes las armas y los arrestos de alto riesgo eran tan normales como lo era para Anderson recopilar un programa en C++.

Ahora el policía se movía más cerca del asesino, agradeciendo que lloviese así, pues eso silenciaba el sonido de sus pisadas. Se encontraban paralelos en lados opuestos de una hilera de crecidos setos de boj. Anderson se mantuvo agazapado y cerró un poco los ojos para ver a través de la lluvia. Pudo observar el rostro del asesino con claridad. Le recorrió una curiosidad intensa: ¿qué razón impulsaba a ese joven a cometer esos crímenes que se le imputaban?

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