Faetón caminó por el parque, alejándose del espectáculo. A poca distancia había un campo de placer donde llegaban o se activaban invitados. Varios Estratosferianos habían plegado sus prótesis volantes como paraguas y las colgaban de las ramas de un roble nexo. Frente a las raíces del roble había varios estanques escénicos.
Faetón entró y se sumergió en el líquido. Enjambres de máquinas diminutas lo rodearon, extrajeron carbono del agua y lo solidificaron en una cáscara de diamante protector.
Tuvo la impresión de emerger. Al levantarse, estaba en un paisaje puramente onírico. Había dejado el maniquí entre otras formas durmientes, todas protegidas con diamante en el fondo del estanque.
Radamanto lucía una expresión de serenidad etérea; señaló el este con majestuosa lentitud. Entre las nubes, más allá de la montaña, Faetón vislumbró torres y ventanas sobre los árboles.
Aunque era extraño, no había ninguna violación de la continuidad visual.
Faetón caminó. Atravesó un bosquecillo y descubrió que la mansión estaba mucho más cerca de lo que parecía antes.
Al final del sendero había un pórtico. Columnas de mármol gris veteado sostenían un techo con tejas plateadas; el emblema radamantino estaba tallado en el entablamento. Sonó un gong, y las altas puertas principales se abrieron.
Faetón estaba o parecía estar en su cámara de recuerdos, con un cofre de memoria en la mano. Una leyenda decía en letras de oro sobre la tapa del cofre: «Una gran aflicción, y actos de renombre sin par, duermen dentro de mí; pues aquí está la verdad. La verdad destruye lo peor del hombre; el placer destruye lo mejor. Si amas la verdad más que la felicidad, ábrela; de lo contrario, déjala en paz».
Su curiosidad se agudizó. Faetón hizo girar la llave, pero no abrió la tapa.
Un fuego relampagueó sobre la tapa del cofre: «¡Advertencia! Lo siguiente contiene plantillas mnemónicas que pueden afectar tu presente personalidad, máscara o consciencia. ¿De veras deseas continuar? (Quitar la llave para cancelar.)»
Faetón permaneció inmóvil largo tiempo, mirando por las ventanas.
Fuera, la arquitectura y todo lo que veía era de auténtico estilo inglés Victoriano, que databa de la era de la Segunda Estructura Mental, o principios de la Tercera.
Las ventanas eran arcos picudos con paneles romboidales. En el marco de las ventanas del oeste se elevaban las montañas de Gales, rojas como cerezas y etéreas contra el crepúsculo morado, coronadas por la luz del poniente. En las ventanas de enfrente una pálida luna llena, borrosa como un fantasma en el ocaso, flotaba en el profundo atardecer azul.
En el espacio onírico de la Mansión Radamanto, el sol siempre se ponía en el oeste, y había uno solo. La luna no mostraba luces urbanas ni cristales de jardín; fiel a este período, exponía un mundo muerto y gris. Fuera de las ventanas, cada detalle de perspectiva, proporción y coherencia era correcto. Cada hoja de árbol y cada brizna de hierba arrojaba su sombra en el ángulo apropiado, y el juego de luces y sombras era tal como debía ser. El modelo informático que determinaba la apariencia, textura y color llegaba hasta el nivel molecular de los detalles.
Si hubiera bajado al jardín y hubiera arrancado una hoja de los rosales, la hoja aún estaría ausente en su próxima visita; si echaba a volar con el viento, el ordenador simularía su trayectoria; si se pudría en el moho, el peso y la consistencia adicionales del suelo se medirían y se tendrían en cuenta. Tal era la precisión realista por la cual eran famosas las mansiones de la Escuela Gris Plata.
La cámara de recuerdos estaba en el oniroespacio profundo. Era tan real, y tan irreal, como todo lo demás en la Mansión Radamanto.
Por cierto, en alguna parte de la realidad, tenía que haber un alojamiento real para la sofotecnología consciente de la mansión; una fuente de energía, cables, conductos neurales, placas de ordenador, informátums, cajas de acción-decisión, nódulos de pensamiento y demás. En alguna parte una maquinaria de interfaz real y física alimentaba configuraciones atentamente controladas de electrones en circuitos realmente insertados en los nervios visuales y auditivos reales de Faetón, su hipotálamo, tálamo y córtex.
Y en alguna parte del mundo real estaba su cuerpo real. Su yo real. Pero, ¿cuál era su yo real?
—Dime, Radamanto —dijo Faetón en voz alta.
—¿Amo?
—¿Era mejor hombre… antes?
Polonio fue reemplazado por un mayordomo Victoriano con una chaqueta negra de cuello rígido que mostraba una doble hilera de botones de plata bruñidos. El mayordomo era rubicundo y obeso. Tenía la barbilla impecablemente rasurada, pero el bigote curvo se unía con enormes patillas antes de apuntar en ambas direcciones casi hasta los hombros.
El mayordomo se quedó en la jamba de la puerta. A sus espaldas había una escalera angosta pintada de blanco, pero él no quería o no podía entrar en la habitación.
—En muchos sentidos, sí —respondió Radamanto con voz amable, endurecida por un leve acento irlandés—, joven amo.
—¿Y era más feliz?
—Ciertamente, no.
—¿Infelicidad en la edad de oro? ¿En esta Arcadia pura e impecable? ¿Cómo es posible?
—Entonces no considerabas que nuestra época fuera tan perfecta, joven amo; y lo que buscabas no era precisamente la felicidad.
—¿Qué buscaba? —Pero Faetón lo sabía. Lo decía la leyenda del cofre:
actos de renombre sin par.
—Sabes que no puedo decirlo. Tú mismo diste la orden que me impone silencio. —El mayordomo se inclinó levemente, sonriendo sin alegría, con ojos graves—. Pero la respuesta está dentro de ese cofre.
Faetón miró las palabras de la tapa. Trató de sentir duda. Actos de renombre sin par. En esta edad de oro, los hombres no podían hacer nada que las máquinas no pudieran hacer mejor. ¿Por qué la frase le provocaba un cosquilleo de placer en la espalda?
Miró a izquierda y derecha. En los estantes y vitrinas que lo rodeaban había otros recuerdos. Pero los otros cofres, cajas y baúles de memoria de la cámara de archivos estaban etiquetados, marcados y fechados. No proponían acertijos crípticos.
Y presentaban sellos o declaraciones de la Mente Legal de Radamanto que testimoniaban que los recuerdos editados habían sido tomados de él con su consentimiento, no para escapar de una deuda u obligación legal, ni para otro propósito indigno. La mayoría de las cajas tenía el sello verde bajo el cual se almacenaban recuerdos de sus treinta siglos de vida, eliminados de su cerebro orgánico sólo para ahorrar espacio e impedir una sobrecarga de senilidad. Otras llevaban el sello azul de un pequeño juramento u obligación voluntaria, bien un trabajo mental cuyos derechos él había vendido a otro, bien una riña de amantes que él y su esposa habían convenido en olvidar. Ninguno era peligroso ni ominoso.
—Radamanto, ¿por qué esta caja no dice qué es?
Oyó pasos leves y rápidos en la escalera que había detrás de Radamanto.
Se volvió cuando una mujer morena de rasgos vividos pasó junto a Radamanto y entró en la habitación. Usaba una larga chaqueta negra con un volante de encaje en la garganta, y en una mano llevaba su máscara como un par de impertinentes.
—¡Faetón! ¡Deja esa caja! ¡No sabes dónde ha estado! —exclamó, y sus ojos verdes, luminosos y danzarines ardieron de júbilo, quizá de temor o de ira.
Faetón sacó la llave y las letras rojas se desvanecieron, pero conservó la caja en la mano.
—Hola, querida. ¿Quién eres?
—Ao Enwir la Ilusionista. ¿Ves?
Ella echó la cabeza hacia atrás y abrió una solapa de la chaqueta para exhibir su chaleco ceñido a la cintura, entrecruzado de signos de los Taumaturgos y tachonado de respondedores. El corte masculino de la vestimenta se había morigerado con algunas curvas. Sólo sus zapatos eran femeninos; una proyección o pincho del talón la obligaba a caminar de puntillas.
—Enwir era un hombre.
Ella cabeceó, agitando un mechón de pelo.
—Sólo cuando escribió sus discursos. Cuando arregló la
Marcha de las diez fantasías,
era mujer. ¿Se supone que eres Demontdelune?
—El Hamlet de Shakespeare.
—Ah.
Hubo un instante de silencio.
A diferencia de otras mujeres que conocía, su esposa no adaptaba su cuerpo ni su estilo a los cambios de la moda. Había conservado el mismo rostro durante siglos: huesos finos, barbilla menuda, frente ancha. Su tez morena era lustrosa y dorada; su cabello, negro y reluciente como azabache, caía sobre los hombros.
Pero su personalidad asomaba en el destello y el movimiento de sus ojos grandes y relucientes, a veces picaros y a veces soñadores. Sus labios eran un poco anchos, y por momentos su boca temblaba en una sonrisa traviesa, en solemnes mohines de dríada o sensuales sonrisas de ninfa, todo en rápida sucesión. Ahora su rostro estaba tranquilo y calmo, salvo por el tic escéptico con que alzaba una ceja.
Se encogió de hombros y señaló el cofre de Faetón con el antifaz.
—¿Y qué te proponías?
—Sentía curiosidad…
—¡Pues desde ahora te llamaremos Pandora! —Ella frunció la nariz, agitó el cabello y revolvió los ojos—. ¿El gordo Radamanto no te advirtió que te expulsarían como basura si abres esos viejos recuerdos?
—Mmm —murmuró Radamanto desde la puerta—. Creo que no usé esas palabras, señora…
Faetón alzó el cofre pensativamente, frunció los labios. Su esposa avanzó un paso.
—No me gusta tu expresión, querido. ¡Tienes pensamientos demasiado osados!
Faetón entornó los ojos.
—Sólo me pregunto por qué, cuando buscaba el modo de descubrir al responsable de mi amnesia, apareciste tú…
Ella se apoyó los puños en las caderas y le clavó los ojos, frunciendo la boca con disgusto.
—¿Conque ahora sospechas de mí? ¡Magnífico! ¡Fuiste tú quien me encomendó que te mantuviera alejado del cofre! ¡No cuentes con que te haga más favores! —Cruzó los brazos sobre el pecho y cabeceó con enfado, haciendo un gruñido nasal de exasperación.
—Lo que quiero saber —dijo Faetón con impaciencia— es cuánto tiempo me ibas a dejar vivir mi vida sin contarme que es falsa. ¿Cuánto tiempo me ibas a dejar estar a ciegas?
—¿Falsa? —exclamó ella, pateando el suelo—. ¿Y te crees que yo viviría con una mera copia de mi esposo? Si amas a alguien, si lo amas de veras, no puedes amar una copia. —Pero no pudo ocultar la extraña expresión de culpa e incertidumbre que le cruzó el rostro.
—¿Mi amor es real? —preguntó Faetón con voz huraña y remota—. ¿O era también un recuerdo falso?
—Eres el mismo de antes. No hay nada importante en esa maldita caja. —Se volvió hacia Radamanto—. ¡Díselo!
—No se añadieron recuerdos falsos —dijo Radamanto—. Tu personalidad no ha sufrido ningún cambio importante; tus valores y actitudes básicas son las mismas. Los recuerdos que representa ese icono cofre son sólo recuerdos de estructura superficial.
Faetón agitó la caja ante su esposa.
—¡No se trata de eso!
—¿Y de qué se trata? —preguntó ella con tono desafiante.
—¿Qué hay en esta caja? Tú lo sabes y yo no. ¿Nunca ibas a decírmelo?
—¡Ya lo sabes! En esa caja hay exilio y privación. ¿No te basta? ¿Nunca re basta nada? Si abres esa caja, me perderás. ¿No es suficiente?
—¿Te perderé…? ¿No vendrías conmigo? ¿Al exilio?
—No. ¿Me lo estás pidiendo? ¿Quieres que vaya? No, qué idea estúpida. ¿De qué viviríamos?
—Bien… —Faetón parpadeó—. Suponía que me dejarían llevar mis propiedades, o que podría vender o convertir algunos de mis bonos a…
El rostro de Dafne se aquietó como un estanque en invierno.
—Querido —murmuró—, no tienes bonos. Los vendiste todos. Ambos vivirnos de la caridad de Helión. Sólo vives aquí porque él no nos ha echado.
—¿Qué estás diciendo? Soy uno de los hombres más ricos de la Ecumene.
—Eras, querido, eras.
Faetón miró a Radamanto, quien asintió tristemente.
—¿Qué hay de mi trabajo? —dijo Faetón—. He vivido tres mil años, y no estuve ocioso todo ese tiempo. Recuerdo mis aprendizajes, y los injertos de memoria para aprender finanzas terrestres y trascendentales; ingeniería, filosofía, persuasión y artesanía mental. Mi proyecto contribuyó a mejorar la nueva órbita de la Luna. ¡Fue uno de mis primeros trabajos! Cuando Helión inauguró un proyecto en Oberón, sólo yo estaba dispuesto a ir a Urano. Aprobé estudios de mecánica orbital para la ciudad anular, e hice la simulación para el proyecto de poner una ciudad anular alrededor del ecuador del Sol. Ese estudio condujo a la actual Plataforma Solar. Y luego yo… luego… —Por un instante quedó desconcertado—. ¿Qué hice entre la época 10165 y 9915? Es una laguna de doscientos cincuenta años.
Nadie habló.
—Qué raro —dijo Faetón—. Recuerdo las noticias y los rumores. Época 10135. Fue el año en que la Supercomposición Matemática salió de su meditación y anunció la solución de la paradoja de Ouryinyang sobre compresión de la información. Recuerdo otras cosas. Pero no lo que hice. Yo vivía en mi castillo llamado Distanciamiento, en la Equilateral L-5 de Mercurio, un hogar que tallé en un asteroide sin dueño, puesto en el sistema por los neptunianos. Mil ochocientos kilómetros cuadrados de conversores solares, semejantes las velas de un clíper, bebían el sol. Tremenda energía. Pero, ¿qué hacía entonces con mi vida? Estaba demasiado lejos de la Tierra para mantener una telepresencia o un maniquí. ¿Me había retirado de la Escuela Gris Plata? Entonces no era pobre.
Faetón movió los ojos, mirando el vacío.
—¿Y qué hice entre 10050 y 10200, durante la Primera y Segunda Reconsideraciones? Todos recuerdan dónde estaban o qué hacían durante la Ignición de Júpiter. Eso fue en la época 7143, poco después de mi centenario. O cuando oyeron la primera canción de Ao Ainur, el "Lamento por los cisnes negros", en 10149. Todos menos yo. ¿Por qué se editaron esos recuerdos, no los hechos sino mis reacciones ante ellos? ¿Dónde estaba yo? ¿Qué estaba haciendo? ¿Esa información también está en la caja? ¿Cuánto se me arrebató de mi vida?
Su expresión se volvió aún más hueca.
—Dafne, ¿por qué no tenemos hijos? No recuerdo por qué tomamos esa decisión. La decisión más importante que una pareja puede tomar, fundar o no una familia. Y no la recuerdo. Mi vida fue borrada.
El silencio era pétreo.
—Querido, quiero que me escuches. —Dafne se inclinó hacia él. Su rostro estaba petrificado; miraba la caja como si fuera una plantilla de importación contaminada, dispuesta a descargar un virus mortífero—. No tomes una decisión precipitada… eres el mismo de siempre… aún eres el hombre que nací para amar y desposar… En esa caja no hay nada que necesites.