La dama zorro (6 page)

Read La dama zorro Online

Authors: David Garnett

BOOK: La dama zorro
11.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

Prosiguieron el viaje y empezó a nevar tan fuertemente que el señor Tebrick empezó a temer que no llegarían. Sin embargo, llegaron poco después del crepúsculo, y él se alegró de poder dejar la tarea de desenganchar los caballos y darles de comer a Simon, el hijo de la señora Cork. La zorra estaba cansada y él también, de modo que durmieron tranquilamente, él en su cama y ella debajo.

A la mañana siguiente, inspeccionó el lugar y encontró lo que más deseaba: un pequeño jardín cercado por el que su esposa podría correr libremente y estar segura.

Después del desayuno, el animal estaba ansioso por salir a la nieve. Salieron ambos: nunca había visto él una criatura tan excitada en toda su vida. Corría de un lado a otro como loca, mordisqueaba la nieve y se revolcaba en ella, corría en círculos a su alrededor y luego hacia él, como si quisiera morderle. El se unió a sus juegos y empezó a tirarle bolas de nieve, hasta que ella se puso tan frenética que apenas pudo calmarla y hacerla entrar en casa para el almuerzo. El animal, con sus saltos, había dejado sus huellas en todo el jardín: el marido podía ver dónde se había revolcado sobre la nieve y dónde había bailado. La visión de todas estas huellas le produjo tristeza, sin que supiera por qué.

Pasaron el primer día en la casita de la niñera de manera bastante feliz y sin sus habituales peleas, debido a la novedad de la nieve que les había divertido. Por la tarde presentó su esposa a la pequeña Polly, que se la miró con curiosidad aunque permaneció tímidamente retraída: parece que el zorro le daba miedo. Pero el señor Tebrick cogió un libro y las dejó que hicieran amistad solas. Al poco rato levantó la vista de su lectura y vio que estaban juntas. Polly acariciaba a su esposa, le daba palmaditas y recorría su piel con los dedos. Luego empezó a hablarle al zorro y le llevó su muñeca para enseñársela, de modo que pronto fueron muy buenas compañeras de juegos. Mucho se deleitaba el señor Tebrick mirándolas y sobre todo cuando se dio cuenta de que había algo muy maternal en su zorra. En efecto, estaba muy por encima de la niña en inteligencia y procuraba evitar cualquier movimiento brusco. Aunque parecía limitarse a observar el placer de Polly, siempre conseguía dar un giro al juego, cualquiera que éste fuese, que no dejaba de entusiasmar a la pequeña. En pocas palabras: en muy poco tiempo Polly se acostumbró tanto a su nueva compañera de juegos que lloraba cuando las separaban y deseaba estar siempre con ella. Esta disposición de la señora Tebrick hacía a la señora Cork más agradable de lo que había sido en los últimos tiempos, tanto respecto del marido como de la esposa.

Tres días después de su llegada a la casa, el tiempo cambió. Una mañana, al despertar, se encontraron con que la nieve había desaparecido, y soplaba el viento del sur y brillaba el sol. Parecía el principio de la primavera.

El señor Tebrick dejó que la zorra saliera al jardín después del desayuno, estuvo con ella un rato y volvió a entrar para escribir algunas cartas.

Cuando volvió a salir, no vio rastro de ella por ninguna parte, de manera que corrió de un lado a otro, aturdido, llamándola. Al fin descubrió un montón de tierra recién removida junto al muro, en una esquina del jardín, y corriendo hacia allí, descubrió que había un hoyo recién excavado que parecía discurrir por debajo de la pared. Al verlo salió del jardín corriendo hasta llegar al otro lado del muro, pero no había allí hoyo alguno, de lo que extrajo la conclusión de que aún no había salido. Así resultó ser porque, al meter la mano en el agujero, tocó la cola y pudo oír cómo se abría paso con sus garras. Entonces la llamó, diciendo:

—Silvia, Silvia, ¿por qué haces esto? ¿Estás intentando escapar de mí? Soy tu marido y, si te mantengo encerrada, es para protegerte, para que no te metas en peligros. Enséñame cómo puedo hacerte feliz y lo haré, pero no trates de escapar de mí. Te quiero, Silvia, ¿es ésta la razón de que quieras huir de mí e irte a recorrer mundo, un mundo en el que tu vida peligra? Hay perros por todas partes y te matarían si no fuera por mí. Sal, Silvia, sal.

Pero Silvia no le escuchaba, de modo que esperó en silencio. Luego le habló de diferente manera, preguntándole si había olvidado el pacto que había hecho con él, según el cual no saldría sola. Y, ahora que tenía todo el jardín a su disposición, ¿iba a romper su palabra? Y le preguntó si no estaban casados y si no se había comportado siempre como un buen marido. Pero ella tampoco le prestó atención, de manera que, perdiendo los estribos, maldijo su obstinación y le dijo que, si quería ser un condenado zorro, que lo fuese, él seguiría su propio camino. Aún no había escapado. La sacaría del hoyo, puesto que todavía estaba a tiempo y, si se revolvía, la metería en un saco.

Estas palabras la hicieron salir al instante, y lo miró con asombro, como si no supiera la razón de su cólera. Sí, incluso le acarició, pero de una manera bondadosa, como una buena esposa capaz de soportar sin inmutarse el mal genio de su marido.

Esta actitud del animal hizo que el pobre hombre se arrepintiera —tan cándido era— y se sintiese avergonzado.

Pero cuando ella estuvo fuera del hoyo, lo llenó de grandes piedras que introdujo a golpes de piqueta para que, si ella se sentía tentada a excavar de nuevo, encontrase el trabajo más difícil que antes.

Por la tarde la dejó volver al jardín, pero envió con ella a la pequeña Polly para que le hiciera compañía. Al mirar fuera vio que su zorra se había encaramado a las ramas de un viejo peral y estaba mirando por encima del muro. No estaba muy alejada de él y, si conseguía acercarse un poco más, podía saltar por encima.

El señor Tebrick corrió al jardín tan aprisa como pudo. Cuando su esposa le vio, pareció que se sobresaltaba y dio un salto en falso hacia la pared, pero no la alcanzó y cayó pesadamente al suelo, quedando allí tendida sin sentido. Cuando el señor Tebrick estuvo a su lado, se encontró con que la cabeza había quedado debajo del cuerpo y el cuello parecía roto. La impresión fue tan grande que durante algún tiempo no pudo hacer otra cosa que arrodillarse a su lado y sostener entre sus manos el cuerpo inerte.

Al fin reconoció que estaba muerta y, al considerar las terribles aflicciones con que Dios le había castigado, blasfemó horriblemente, suplicando al cielo que le matara también o le devolviese a su esposa.

—¿No es suficiente, —gritó, añadiendo un juramento blasfemo— que me privaras de mi amada esposa, convirtiéndola en un zorro, y ahora me quitas también al zorro, que ha sido mi único solaz y consuelo en esta aflicción?

Después se deshizo en lágrimas y empezó a retorcerse las manos, continuando allí durante media hora, tan entregado a su dolor que nada le importaba ni lo que estaba haciendo ni lo que iba a ser de él en el futuro: la única cosa que sabía era que su vida había terminado y que no iba a prolongarla por mucho tiempo, si podía evitarlo.

Durante todo este tiempo, la pequeña Polly estuvo a su lado, primero mirándole, luego preguntándole qué había pasado y por último llorando de miedo, pero él no le prestó atención ni la miró: se arrancaba el cabello, imprecaba a Dios o agitaba el puño contra el cielo. Polly, asustada, abrió la puerta y salió corriendo del jardín.

Al fin, cansado y atontado por su pérdida, el señor Tebrick se levantó y entró en la casa, dejando a su querido zorro tendido en donde había caído.

Estuvo dentro un par de minutos, al cabo de los cuales volvió a salir con una navaja en la mano y el propósito de cortarse el cuello, porque estaba fuera de sí y en un paroxismo de dolor.

Pero su zorra había desaparecido, según pudo comprobar primero con asombro y luego con rabia, pues pensó que alguien había robado el cuerpo.

Como la puerta del jardín estaba abierta, salió corriendo por ella. Esta puerta, que Polly había dejado abierta al salir, daba a un pequeño patio en el que encerraban a las gallinas por la noche. Allí estaba también la leñera. En el lugar más alejado de la entrada del jardín había dos grandes puertas de madera que, abiertas, permitían el paso de un carro y eran lo suficientemente altas para evitar que los paseantes pudieran mirar al interior del patio.

Cuando el señor Tebrick estuvo en el patio, vio que su zorra estaba saltando junto a las puertas, loca de terror, pero más viva que nunca. Corrió hacia ella, pero ella retrocedió, y le hubiese dado esquinazo si él no la hubiera cogido. Ella le enseñó los dientes, pero él no le hizo caso; la levantó en brazos y se la llevó dentro. Apenas podía creer que estuviese viva y la palpó cuidadosamente por todas partes para asegurarse de que no tenía ningún hueso roto. Pero no, no encontró ninguno. Tuvieron que pasar horas hasta que este pobre y necio señor empezara a sospechar la verdad: que la zorra le había engañado y, mientras él estaba llorando su muerte de forma tan angustiada, ella sólo fingía estar muerta, para escapar en cuanto pudiese. De no haber sido porque las puertas del patio estaban cerradas —una nueva casualidad—, hubiese obtenido la libertad gracias a su truco. Y que la muerte fingida era sólo un truco resultaba evidente al pararse a pensar en ello. Y es un truco antiguo y prestigioso del zorro. Aparece en Esopo y un centenar de escritores lo han vuelto a confirmar. Pero había sido engañado de una forma tan absoluta, que al principio experimentó tanta alegría al verla viva, como dolor había sentido un poco antes, al creerla muerta.

La tomó en brazos, abrazándola, y dio gracias a Dios una docena de veces por haberla salvado. Pero sus besos y caricias obtuvieron muy poco resultado, porque ella no le respondió con lamidos o miradas tiernas, sino que se mantuvo acurrucada y adusta con el pelo del cuello erizado y echando las orejas atrás cada vez que la tocaba. Primero pensó él que la razón de todo esto podía estar en que le hubiera tocado algún hueso roto o lugar dolorido, pero al fin vislumbró la verdad.

Así tuvo que volver a sufrir y, aunque la pena de saber que le había traicionado no se podía comparar con el dolor de perderla, era, con todo, más insidiosa y duradera. De ser casi nada, esta pena fue creciendo gradualmente hasta convertirse en una tortura. Si hubiera sido un esposo del montón —de esos que por experiencia han aprendido a no inquirir demasiado acerca de los actos, idas y venidas de sus esposas y a no preguntarles jamás «¿Cómo has pasado el día?», por miedo a ser más burlados todavía—, si hubiera sido uno de ésos, habría sido más feliz y no hubiese experimentado prácticamente dolor alguno. Pero debéis tener en cuenta que su esposa no le había dicho una mentira en toda su vida de casados. No, ni siquiera una mentira inofensiva, sino que había sido siempre franca, abierta y sincera, como si su esposo y ella no fueran marido y mujer o no pertenecieran a sexos opuestos. Sin embargo, debemos considerarle muy tonto porque viviendo con un zorro, animal que tiene la misma fama de traidor, astuto y sagaz en todos los países, en todas las épocas y entre todas las razas de la humanidad, esperaba que fuese con él tan honesto y sincero como la muchacha con la que se casara.

El mal humor de su esposa continuó todo el día: se apartó de él, ocultándose bajo el sofá, y no pudo persuadirla para que saliese de allí. Incluso a la hora de su cena permaneció en su escondrijo, rechazando la tentación de la comida, y tan silenciosa que no la oyó durante horas. Por la noche la subió a su dormitorio, pero seguía malhumorada y rehusó probar bocado, aunque bebió un poco de agua cuando pensó que él ya dormía.

A la mañana siguiente se comportó igual: el señor Tebrick había pasado ya por todas las agonías del orgullo herido, de la desilusión y de la desesperación que un hombre es capaz de soportar. Pero, aunque sus emociones le embargaban y a punto estaban de ahogarle, no las puso en evidencia ni disminuyó su ternura y consideración para con su zorra. A la hora del desayuno, la tentó con un pollo recién sacrificado. Le dolió hacerle tal proposición, porque hasta entonces le había dado sólo alimentos cocidos, pero el dolor de ver cómo los rehusaba se le hacía aún más difícil de soportar. A esto hay que añadir la ansiedad que le producía la posibilidad de que el animal prefiriera morir de hambre a permanecer con él.

Aquella mañana la tuvo encerrada, pero por la tarde la soltó en el jardín, después que hubo podado el peral de manera que no pudiera repetir la hazaña de subir a él. Al ver el triste aspecto que ofrecía mientras él estaba a su lado —no quería correr ni jugar, según acostumbraba, sino que estaba quieta con la cola entre las patas, las orejas gachas y el pelo del lomo erizado—, la dejó sola por consideraciones humanitarias.

Other books

The Staff of Kyade by James L. Craig
Titian by John Berger
Because the Rain by Daniel Buckman
Lady Iona's Rebellion by Dorothy McFalls
Duende by E. E. Ottoman
The Truth-Teller's Lie by Sophie Hannah
The Lost Ones by Ace Atkins
Bread Alone by Judith Ryan Hendricks