Authors: David Garnett
Cuando volvió a salir al cabo de media hora, se encontró con que ella se había ido, pero había un agujero de regulares dimensiones junto al muro y allí estaba enterrada la zorra, salvo la cola, excavando desesperadamente para pasar por debajo de la pared y huir.
Corrió hacia el agujero, metió el brazo y la llamó para que saliera, pero no lo hizo. Empezó entonces a tirar de ella por el lomo y luego por las patas traseras. En cuanto la hubo sacado, ella se revolvió y le cogió la mano, mordiéndole la base del pulgar, pero lo soltó al instante.
Se quedaron un minuto mirándose el uno al otro: él, arrodillado, y ella con los ojos clavados en los de su marido, verdadera estampa de la maldad y de la furia impenitentes. Al estar arrodillado, el señor Tebrick quedaba al mismo nivel que su esposa, de manera que el hocico del animal casi tocaba su cara. Tenía las orejas pegadas a la cabeza, descubiertas las encías en un silencioso gruñido y sus hermosos dientes le amenazaban con volver a morderle. Su lomo estaba arqueado, erizado el pelo del cuerpo y la cola enhiesta. Pero eran los ojos de ella los que sostenían la mirada de él con las pupilas rajadas observándole, llenas de salvaje desesperación y rabia.
La sangre corría por la mano del señor Tebrick, pero no se daba cuenta ni sentía dolor, pues todos sus pensamientos se concentraban en su esposa.
—¿Qué es eso, Silvia? —dijo muy suavemente—. ¿Qué es eso? ¿Por qué eres tan salvaje? Si me interpongo entre ti y tu libertad es porque te quiero. ¿Tanto te atormenta estar conmigo?
Pero Silvia no movió ni un músculo.
—No harías esto si no estuvieras angustiada, pobre animal. Quieres libertad. No puedo retenerte, no te puedo obligar a mantener promesas hechas cuando eras una mujer. Te has olvidado de quien soy.
Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Sollozaba y le dijo:
—Vete, no te retendré. Pobre animal, pobre animal, te quiero, te quiero. Vete si así lo deseas. Pero, si te acuerdas de mí, vuelve. Nunca te retendré en contra de tu voluntad. Vete, vete. Pero bésame antes.
Se inclinó hacia delante y puso sus labios contra los colmillos de la zorra; ésta no dejó de gruñir, pero no le mordió. Luego se levantó a prisa y fue a la puerta del jardín que daba a un pequeño prado junto al bosque.
Cuando la abrió, la zorra la atravesó como una flecha, cruzó el prado como una nube de humo y en un momento desapareció de su vista. Al hallarse solo de repente, el señor Tebrick volvió en sí y corrió detrás de ella, llamándola por su nombre y gritándole, se metió en el bosque y anduvo por él aproximadamente una milla, corriendo casi ciego.
Al fin, cuando estuvo cansado, viendo que ella se había ido sin remedio y ya era de noche, se sentó. Después se levantó y volvió despacio a casa, fatigado y deprimido. Mientras andaba se vendó la mano, por la que aún corría la sangre. Su abrigo estaba roto, había perdido el sombrero y las zarzas habían arañado su rostro. Empezó entonces a reflexionar fríamente sobre lo que había hecho y a arrepentirse amargamente de haber puesto en libertad a su mujer. La había traicionado: a partir de ahora tendría que llevar la vida de un zorro salvaje para siempre y soportar todos los rigores y durezas del clima y todos los azares de una criatura perseguida. Cuando el señor Tebrick llegó a casa, encontró a la señora Cork esperándole. Ya era tarde.
—¿Qué se ha hecho de la señora Tebrick, señor? No la encontré y tampoco le encontré a usted. No sabía qué hacer: temía que algo terrible hubiera ocurrido. He pasado media noche esperándoles. ¿Dónde está ella ahora, señor?
Se dirigió a él tan violentamente que el señor Tebrick permaneció en silencio. Al fin dijo:
—La he dejado marchar. Se ha ido.
—¡Pobre señorita Silvia! —lloró la anciana—. ¡Pobre criatura! ¡Debería avergonzarse, señor! ¡Dejarla ir! ¡Pobre señora! ¡Así habla su marido! ¡Qué desgracia! Pero lo veía venir desde el primer día.
La anciana estaba pálida de furia y hablaba sin control, pero el señor Tebrick no la escuchaba. Finalmente la miró y vio que había empezado a llorar. Subió a su cuarto, se echó en la cama vestido tal como iba, completamente agotado, y se sumergió en un sueño inquieto, turbado una y otra vez por sobresaltos de horror. Era tarde cuando despertó y hacía frío: tenía los miembros entumecidos. Todavía estaba echado cuando volvió a escuchar el ruido que le había despertado: trotar de caballos y voces de hombres que pasaban cabalgando junto a la casa. El señor Tebrick saltó de la cama, corrió a la ventana, miró y la primera cosa que vio fue un caballero en chaqueta rosa que cabalgaba por el camino. Al verle no esperó más; poniéndose las botas a toda prisa, salió afuera al instante, con la intención de decirle que no cazaran porque su esposa se había escapado y podían matarla.
Pero cuando estuvo fuera de la casa, le faltaron las palabras y la furia lo poseyó, de manera que sólo pudo gritar:
—¿Cómo te atreves, condenado bribón?
Y con un bastón en la mano se lanzó sobre el caballero de la chaqueta rosa. Se apoderó de las riendas del caballo y, cogiéndole por la pierna, intentaba tirarlo al suelo. En realidad resulta imposible decir qué se proponía hacer el señor Tebrick, porque el caballero, al verse atacado de forma tan inesperada por un sujeto brutal y desgreñado, le dio un golpe en la sien con la fusta de montar y le dejó sin sentido.
En este momento llegó cabalgando otro caballero y ambos fueron lo suficientemente corteses como para desmontar y llevar al señor Tebrick a la casa: allí los recibió la señora Cork, que no paraba de retorcerse las manos, y les dijo que la esposa del señor Tebrick se había escapado y ahora era una zorra, y ésta era la razón por la que el marido les había atacado.
Los dos caballeros no pudieron evitar reírse al oír esta historia y, montando en sus caballos, siguieron cabalgando, no sin comentar que el señor Tebrick, quienquiera que fuese, debía de estar loco y la anciana parecía tan loca como su amo.
Esta historia, sin embargo, circuló entre los vecinos y confirmó a todos en su previa opinión de que el señor Tebrick estaba loco y que su esposa le había abandonado. La parte que hacía referencia a su transformación en zorra hizo reír a los pocos que la escucharon, pero pronto fue dejada de lado como algo ajeno a la historia e increíble, aunque más tarde fue recordada y se comprendió su significado.
Cuando el señor Tebrick volvió en sí, había pasado el mediodía y su cabeza le dolía tanto que sólo consiguió recordar de una manera confusa lo que había ocurrido.
Con todo, envió al hijo de la señora Cork montado en uno de sus caballos para que inquiriese acerca de la cacería.
Al mismo tiempo dio orden a la anciana niñera para que sacara comida y agua para su señora, por si se encontraba aún en los aledaños.
Al anochecer, Simon regresó con la noticia de que la caza había sido muy larga: se les había escapado un zorro, pero luego, tras descubrir una madriguera, habían matado a un ejemplar viejo con lo que se había terminado la batida.
Esta relación devolvió ciertas esperanzas al señor Tebrick, se levantó de su cama, se fue al bosque y empezó a llamar a su esposa, pero la debilidad le venció, se echó en el suelo y pasó la noche al aire libre.
Por la mañana regresó a casa, pero se había resfriado y tuvo que guardar cama los siguientes tres o cuatro días.
Durante todo este tiempo hizo sacar comida por las noches, pero aunque las ratas se acercaron y comieron, no descubrieron huellas de zorro.
Al fin, su ansiedad se manifestó de otra manera: empezó a imaginar que su zorra había vuelto a Stokoe, de manera que hizo enganchar los caballos al coche y se fue a Rylands, a pesar de que aún tenía fiebre y el fuerte constipado no le había abandonado.
Después de estos acontecimientos, vivió solo y apartado de sus semejantes: solamente veía a un hombre llamado Askew, que había empezado como jockey en Wantage, pero había engordado demasiado para su profesión. Le hacía montar en uno de sus caballos tres veces por semana y seguir las cacerías. Después tenía que explicarle si habían matado algún zorro y, si podía verlo, se lo hacía describir minuciosamente para saber si era su Silvia. Pero no se atrevía a ir él mismo, no fuera a cometer un asesinato en un arrebato de pasión.
Siempre que había cacería en las proximidades, dejaba abiertas las puertas del jardín y de la casa de Rylands y, cogiendo su escopeta, montaba guardia con la esperanza de que su esposa podía entrar en cualquier momento, si los perros la acosaban, y él la salvaría. Pero sólo una vez una cacería pasó cerca de su casa: dos perros extraviados penetraron en su terreno y él los mató y enterró.
No faltaba mucho para el fin de la temporada de caza, porque mayo andaba ya mediado.
Viviendo de la manera que hemos visto, el señor Tebrick acabó por convertirse en un misántropo. No dejaba entrar a ningún visitante y raras veces se mostraba a sus semejantes. Solía salir muy temprano, antes de que la gente empezara a circular, con la esperanza de ver a su amada zorra. Sólo esta esperanza de volverla a ver le mantenía con vida, porque se había vuelto tan descuidado de su propio bienestar que muy pocas veces comía una comida normal, tomando sólo un pedazo de pan con un poco de queso para todo un día, aunque a veces se bebía media botella de whisky para ahogar su pena y poder dormir, ya que el sueño le rehuía. Apenas lograba conciliarlo cuando despertaba con un sobresalto pensando que había oído algo. Se dejó crecer la barba y, aunque siempre había sido muy meticuloso en su aseo personal, ahora lo descuidaba completamente, dejaba de lavarse durante una o dos semanas y, si había suciedad en sus uñas, dejaba que permaneciera allí.
Todo este desorden alimentaba un maligno placer en su espíritu. Porque había llegado a odiar a todos sus semejantes y despreciaba amargamente el decoro y la decencia de los humanos. Pero, por más raro que parezca, ni una sola vez en estos meses echó a faltar a su esposa a la que tanto había amado. No: sólo se dolía por la zorra que se había ido. Durante todo este tiempo le perseguía, no el recuerdo de una mujer dulce y amable, sino el de un animal: una bestia que —todo hay que decirlo— era capaz de sentarse a la mesa y jugar al piquet, pero, en última instancia, una bestia salvaje. Dormido o despierto, se le aparecían visiones de la zorra: su cara, su cola con manchas blancas, su blanco cuello, el espeso pelo de sus orejas… todo le perseguía.
Todas y cada una de sus maneras zorrunas le resultaban ahora tan absolutamente preciosas que creo que, de haber tenido la certeza de que estaba muerta y pensado en casarse por segunda vez, nunca hubiese sido feliz con una mujer. No, por cierto: antes se habría buscado un zorro domesticado y lo hubiera considerado la mejor unión posible.
Todo esto tenía su origen en una pasión y una fidelidad conyugal muy difíciles de igualar en este mundo. Y, aunque podamos tenerle por un necio o por un loco, visto el asunto de cerca, hallaremos mucho que respetar en esta devoción extraordinaria. Cuán distinto era él de aquellos que, si sus mujeres enloquecen, las encierran en un manicomio y se entregan al concubinato, y, lo que es peor, los hay que pretenden justificar esta conducta. Pero el señor Tebrick tenía un talante muy distinto y, aunque su esposa no era ahora sino un animal perseguido, sólo ella le importaba en el mundo.
Este amor devorador le consumía como una enfermedad de modo que, con las noches en blanco y el descuido hacia su persona, al cabo de pocos meses quedó reducido a una sombra de sí mismo. Tenía las mejillas demacradas, los ojos hundidos y en exceso brillantes y todo su cuerpo había perdido carne, de manera que, al mirarle, uno se asombraba de que aún estuviese vivo.
Ahora que la temporada de caza había concluido, estaba menos ansioso en lo que respectaba a ella, aunque no tenía la seguridad de que los perros no hubiesen dado cuenta del animal. Porque entre el momento en que la dejó libre y el fin de la temporada de caza (poco después de Pascua), se habían matado tres zorras en las proximidades. De las tres una era medio ciega y otra de color gris oscuro. La tercera respondía más a la descripción de su esposa, con la salvedad de que había poco negro en sus patas, mientras que en Silvia el color negro de las patas era fácilmente apreciable. Con todo, el miedo le hizo pensar que tal vez se había ensuciado en su huida y el barro había disimulado esta característica.
Una mañana de la primera semana de mayo, alrededor de las cuatro, mientras estaba esperando en el bosquecillo, se sentó en el tronco de un árbol y, al mirar, vio que un zorro se dirigía hacia él a través del campo arado. Llevaba una liebre encima del lomo, que ocultaba casi todo su cuerpo. Cuando estuvo a menos de veinte yardas de él, cruzó en dirección al bosquecillo. El señor Tebrick se levantó y gritó:
—Silvia, ¿eres tú?
El zorro soltó la liebre que llevaba en la boca y se quedó mirándole. Entonces el caballero descubrió a simple vista que no se trataba de su esposa. Porque mientras la señora Tebrick tenía un color rojo vivo, éste era un animal más oscuro, más grande y alto y tenía una mancha blanca en la cola. Podéis imaginar que el zorro no se quedó para que le retratara. Al cabo de unos instantes recogió la liebre y partió como una flecha.
Entonces el señor Tebrick se dijo: «¡Estoy loco! Mi aflicción me ha hecho perder la poca razón que me quedaba. Aquí estoy, tomando cada zorro que veo por mi esposa. Mis vecinos me llaman demente y ahora comprendo que tienen razón. ¡Mírame, Dios mío! ¡Qué criatura más repugnante soy! Odio a mis semejantes. Estoy delgado y consumido por esta pasión, mi razón se ha trastornado y me alimento de sueños. Llámame de nuevo a mis deberes, devuélveme a la decencia, no permitas que sea otra bestia, sino sáname y perdóname, oh, Señor».
Con estas palabras se deshizo en lágrimas, se arrodilló y rezó, cosa que no había hecho durante muchas semanas.
Cuando se levantó, volvió a su casa, sintiéndose al borde del desmayo, pero con el corazón contrito. Se lavó a conciencia y cambió sus ropas, mas, notando que su debilidad aumentaba, se echó durante el resto del día, leyó fragmentos del
Libro de Job
y se sintió muy reconfortado.
Durante los días que siguieron vivió muy sobriamente, porque su debilidad continuaba, pero todos los días leía la Biblia y rezaba, de modo que su decisión se afirmó, resolviendo vencer su locura o su pasión, si podía, y, en todo caso, vivir el resto de sus días muy religiosamente. Tan fuerte se hizo en él el deseo de enmienda que estuvo considerando si no debía ir a predicar la Biblia por el mundo para la Sociedad Bíblica y pasar así el resto de su vida.