Authors: David Garnett
Pero aunque Mr. Cromartie se proponía permanecer en la jaula que se le había destinado durante el resto de su vida, no tenía ni idea de las oportunidades sociales que esto le iba a proporcionar, y las valoraba en tan poco que rehusó con la mayor firmeza todas las ofertas de este tipo, dejando ver una notoria reluctancia a entablar conversación con cualquiera, incluido el propio director. En aquel momento, sin embargo, aquello se atribuyó a una timidez que no era de extrañar, dada la nueva situación en que se encontraba, y también al turbador efecto de ser exhibido a diario ante una gran muchedumbre, entre la que se contaban personas cuya conducta ofensiva suscitó la mayor indignación.
Pasaron unos días desde aquella primera entrevista antes de que volviera a ver a Miss Lackett. Durante este período, tuvo mucho en que pensar, pero su moral permaneció alta. Por primera vez desde hacía diez días, paseó por placer por los Jardines, y no porque pensara que necesitaba respirar aire fresco para mantenerse en forma. Durante varias tardes, permaneció sentado, inmóvil, cerca de los estanques de los castores y las nutrias, y a menudo se vio recompensado por la fugaz visión de aquéllos, aunque sólo en una ocasión pudo atisbar a las últimas. Los habitantes del zoológico que conservaban en mayor grado su estado natural salvaje no dejaban de atraerle. En el estado mental más bien sosegado en que se encontraba, le parecía que estos habían conservado su dignidad. Su principal preocupación era poder lograr esto él mismo aunque, y, por supuesto, era consciente de que aquello no consistía en modo alguno en comportarse tímidamente. Antes bien, la dignidad de Mr. Cromartie dependía de que mantuviera una inalterable apariencia de calma, combinada con la máxima cortesía hacia aquellas personas con las que tenía algún trato.
Una tarde, mientras contemplaba los zorros, el cuidador del pabellón de pequeños felinos se le acercó y entabló conversación. Tras una serie de comentarios triviales que cumplieron su propósito habitual —es decir, advirtieron a Mr. Cromartie de que el cuidador era un individuo agradable y bien dispuesto hacia él—, le dijo:
—Creo que sería una buena idea que adoptara usted como mascota a alguno de los animales, es decir, si usted quiere. Me parece una lástima que, estando usted aquí, no tenga una de esas mascotas que se salen de lo corriente.
Aquel día, Mr. Cromartie había estado pensando que quizá la mayor desventaja a la que se veía sometido en su situación era que no podía tener ningún compañero. Su vida anterior, a la que había renunciado totalmente, le estaba ahora vedada, por lo que de nada le serviría mirar hacia atrás en busca de uno. Al mismo tiempo, estaba tan radicalmente separado del ritmo ordinario de la humanidad que se cuidaría de arriesgarse a tener trato alguno con sus congéneres, para evitar así verse expuesto a la compasión o a una curiosidad ofensiva.
La sugerencia del cuidador no podía haber llegado en mejor momento, pues, aunque a él no le importara nada una
mascota,
bien podía conseguir un
amigo.
En cualquier caso, reflexionó, la igualdad de circunstancias es una base excelente para cualquier amistad y en ningún lugar podía compartir las circunstancias de un animal mejor que allí, en el zoo. El ir a una jungla tropical no hubiera creado mayor proximidad, pues, aunque allí los animales estarían en su hogar, él, en cambio, no lo estaría.
Siguió al cuidador hasta el pabellón de pequeños felinos y habló con él un ratito más.
Sucedió que una de las bestias que se hallaban bajo su cuidado directo había atraído a Mr. Cromartie en una visita anterior al pabellón. Pues en el caracal había visto una desdicha equiparable a la suya, combinada con la belleza. El caracal, pobre criatura, no cesaba nunca de moverse, pegando su cara a las rejas de la estrecha jaula. Se movía de un lado a otro con incansable rapidez, y con una monotonía que parecía inspirada en una congoja inexpresable.
Durante varios días, Mr. Cromartie no dejó de visitar cada tarde al caracal y, haciéndole algunas insinuaciones en ese sentido, mostró a la criatura que él estaba más dispuesto a ser amistoso que ningún otro de sus compañeros de cautiverio. Esta perseverancia no cayó en saco roto, pues, tras cinco o seis días, cuando veía entrar a Cromartie, el caracal detenía sus tristes paseos ante los barrotes, y miraba en pos de él con evidente pesar cuando le llegaba el momento de marcharse.
Por su parte, al cuidador le complacía enormemente que el caracal se hiciera con semejante compañero, y quizá más aún por no tratarse de su propio favorito. El hombre se atribuía todo el mérito de aconsejar a Mr. Cromartie que adoptara como mascota a alguno de los animales. No tardó en difundirse la noticia, diciéndoselo al conservador y a otros miembros del personal a quienes pudiera interesar.
El resultado de todo aquello fue que una tarde, estando Mr. Cromartie ocupado en la lectura, encerrado ya para la noche, oyó de repente cómo se abría el cerrojo de la puerta y vio al conservador entrar a hacerle una visita.
—Oh, venía tan sólo para decirle una o dos cosas, Mr. Cromartie —dijo el conservador en un tono de lo más amistoso—. El cuidador de los pequeños felinos me dice que tiene al caracal por toda una mascota.
Ante aquellas palabras, Cromartie empalideció ligeramente y se dijo para sí: «Ahora nos prohibirá seguir con nuestra amistad; tendría que haberlo esperado».
Lo que el conservador dijo a continuación le sacó totalmente de su error, pues éste prosiguió:
—Y ahora dígame, Mr. Cromartie, ¿qué le parecería tener a ese compañero de usted en su… tenerlo aquí, con usted, quiero decir? Por supuesto, si no quiere no tiene por qué tenerlo, y tampoco tiene por qué tenerlo por más tiempo del que usted desee. No trato de ahorrar espacio, se lo aseguro.
Mr. Cromartie aceptó, agradecido, la sugerencia, y se acordó que el caracal vendría a verlo durante unos días a modo de prueba.
A la tarde siguiente fue, como era habitual, al pabellón de los pequeños felinos, pero, en aquella ocasión, cuando se dejó salir al caracal, Cromartie lo invitó a irse con él. Sin apenas dudarlo, la criatura le siguió caminando después junto a él y, al hacerse mayor su confianza, el felino corrió unos pasos por delante, deteniéndose de tanto en tanto, como preguntando:
—¿Qué camino tomaremos ahora, compañero?
Luego, cuando Cromartie lo alcanzaba, el caracal sacudía los pequeños mechones de sus puntiagudas orejas y corría de nuevo delante de él. Podéis estar seguros de que el pobre caracal no sentía nostalgia alguna por su pequeña jaula. No, lo cierto es que entró en los más holgados reales de su amigo como si le complaciera quedarse en ellos para siempre, y una vez los hubo recorrido cuatro o cinco veces y saltado sobre la mesa y debajo de cada una de las sillas, se aposentó en ellos como si se sintiera en su propia casa, y quizá, por vez primera desde que llegara a los Jardines, era verdaderamente cierto.
Aquella preciosa variedad de gato, pues descubrió que no era otra cosa el caracal (aunque poseyera algunas de las virtudes por las cuales los gatos no son precisamente famosos), resultó ser un gran solaz para su cautiverio. Pues la criatura sabía mil trucos y ademanes que le deleitaban. Después de tanto tiempo sin ver nada durante todo el día salvo a los sórdidos simios, sus vecinos, y los rostros, fijos en él, de una multitud que parecía compartir todos los atributos de aquéllos (y con menos excusa para estar allí), el tener junto a él a una criatura graciosa y encantadora le proporcionó una rara felicidad. Más aún, era su camarada, el amigo de su elección y su compañero de infortunios. Eran iguales en todo, y no había en su amor nada del adulador servilismo por un lado y la posesión dominadora por otro, que hacen que la mayoría de los tratos entre hombres y animales resulten tan degradantes para ambas partes. Aunque pueda parecer algo fantasioso, había en verdad un fuerte parecido entre los caracteres de aquellos dos amigos.
Ambos eran de naturaleza alegre y festiva, de modales agradables, que ocultaban admirablemente la indomable fiereza de sus endurecidos corazones. Pero el parecido radicaba principalmente en su orgullo desmedido y tenaz. En ambos este orgullo era la fuente de la que brotaban todas sus acciones, aunque aquel atributo no podía sino manifestarse de un modo muy distinto en un hombre y en un raro y apreciado felino. En el cautiverio, aunque en un caso fuera voluntario y en otro forzado, ninguno de los dos se rebajaba a lisonjear o a entregarse a una sumisión total.
Pues, aunque Mr. Cromartie mostraba siempre una total resignación y una obediencia ejemplar, no se trataba, después de todo, más que de una sumisión fingida.
La visita de aquel nuevo amigo fue del agrado de ambas partes y, en general, no hallaron ninguna de las dificultades que surgen a veces cuando se vive en tan estrecho contacto. Es cierto que el caracal no dormía durante la noche, sino que empleaba las primeras horas de ésta merodeando de un lado a otro, pero lo hacía con sus patas silenciosas y acolchadas, y, al amanecer, estaba ya cansado de aquel pulular, por lo que, cuando Mr. Cromartie se despertaba, nunca dejaba de encontrar junto a él a su amigo, hecho un ovillo sobre la cama.
En todos sus tratos, el hombre no intentó nunca ejercer autoridad alguna sobre el animal. Si el caracal se alejaba, no lo llamaba nunca, ni intentaba tentarlo con bocaditos de su comida, ni enseñarle nuevos trucos mediante recompensas. Lo cierto es que, viéndolos juntos, parecía como si cada uno no se percatara de la presencia del otro, o que nada existiera entre ambos, salvo una total indiferencia. Sólo si el caracal transgredía en exceso los límites de su paciencia, ya fuera comiendo de su comida antes de que él hubiera terminado, o jugando con su pluma mientras escribía, profería un juramento o le daba un golpecito con la mano para mostrarle su desagrado. En una o dos de aquellas ocasiones, el caracal le mostró los dientes y extendió sus afiladas y fieras zarpas, pero siempre lo pensó dos veces antes de usarlas sobre su amigo, grande y de lentos movimientos. Por supuesto que, una o dos veces, como era de esperar, Mr. Cromartie resultó arañado, pero siempre jugando, de modo accidental. Lo cierto es que casi siempre ocurrió cuando el caracal, saltando a su hombro desde el suelo, se agarraba para evitar perder el equilibrio. Sólo en una ocasión fue aquello de alguna consideración, y sólo porque el caracal, al intentar un salto más alto de lo habitual, aterrizó en la cabeza y la nuca de Mr. Cromartie. Este gritó por la sorpresa y el dolor, y el caracal enfundó al instante sus zarpas y, ronroneando y frotando cariñosamente su cuerpo contra el de su amigo, trató de poner remedio a su diablura. La nuca de Mr. Cromartie sangraba por diez heridas de puñal pero, tras el primer momento, habló al gato con dulzura y le perdonó del todo. Sin embargo, todo aquello no era nada cuando se comparaba con la felicidad que le proporcionaba tener con él a un compañero de cautiverio, y un compañero que se sentía no menos feliz por estar con él.
A petición de Cromartie se instaló al caracal permanentemente con él y, junto al suyo, se fijó un cartel al frente de la jaula, con la siguiente inscripción:
CARACAL
Felis Caracal. ♂
Irak.
Donado por el Escuadrón N, R.A.F., Basora.
No se añadieron dibujos ni del hombre ni del caracal, pues se dio por supuesto que los visitantes podrían distinguirlos. El público mostró un gran agrado ante el hecho de que el hombre compartiera su jaula con un animal y, de un día para otro, Cromartie se hizo extremadamente popular, cosa que antes no había sucedido. La situación cambió, y todo el mundo encontró encantadora a la persona que antes les había escandalizado. En lugar de comentarios malintencionados, e incluso insultos, los oídos de Mr. Cromartie se vieron asaltados por exclamaciones de deleite.
Este cambio fue verdaderamente para mejor, aunque Mr. Cromartie consideró que, con el tiempo, podría llegar a ser tan tedioso como los comentarios malintencionados que había tenido que soportar antes. Su defensa ante ambos fue la misma, es decir, cerró sus oídos, no miró a través del enrejado siempre que pudo evitarlo y leyó sus libros como si se tratase de un erudito que se encontrara trabajando en su propio estudio.
Se hallaba sentado de este modo leyendo
Wilhelm Meister,
con su compañero caracal a los pies, cuando, de pronto, oyó como lo llamaban por su nombre y levantó la mirada.
Ahí estaba Josephine, de pie ante él, mirándole, pálido el rostro, rígida la boca y con los ojos fijos en él.
Mr. Cromartie se levantó de un salto y, debido a la sorpresa, su autocontrol desapareció por un instante.
—¡Dios mío! ¿Para qué has venido? —le preguntó en tono agitado.
Aquel recibimiento desconcertó a Josephine por un instante y, como él se acercara al frente de su jaula, retrocedió. De momento se sentía confusa. Luego dijo:
—He venido a pedirte un libro. El tomo segundo de
Les Liaisons Dangereuses.
Tía Eily está dando la lata por él. Dice que es una edición muy valiosa por los grabados. Sospecha, además, que lo estoy leyendo, y ella cree que no es adecuado…
Mientras la joven hablaba, Cromartie empezó a reír, mostrando los dientes y girando los ojos.
—Así pues, ha sido mi mala memoria la que te ha puesto en un apuro, ¿verdad? —preguntó—. No sabes lo muchísimo que lo siento. Lo cierto es que lo tengo aquí. Esta noche te lo enviaré por correo. Por desgracia no puedo hacerlo pasar por la red metálica. Es una de las desventajas de vivir en una jaula.