La dama zorro (10 page)

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Authors: David Garnett

BOOK: La dama zorro
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Esta nueva forma de vida añadió otro dolor a los que ya tenía el señor Tebrick, porque a veces se pasaba horas sin verlos, incluso días enteros, y, al no saber dónde se encontraban, se sentía solo y ansioso. Y, sin embargo, su Silvia se preocupaba por él y con frecuencia enviaba a Angélica o a otro cachorro a buscarle y guiarle a su nuevo hogar, o incluso venía ella misma si tenía tiempo. Porque ahora estaban todos acostumbrados a su presencia y le miraban como su compañero natural y por más que en algunos aspectos él les resultaba incómodo, porque asustaba a los conejos, se alegraban siempre de verle cuando habían estado separados. Esta afabilidad por parte de ellos era, podéis estar seguros, el origen de la mayor parte de la felicidad del señor Tebrick en aquella época. Vivía sólo para sus zorros: de manera insensible, su amor a la zorra se había extendido a los cachorros, y ahora éstos eran sus diarios compañeros de juegos, de modo que los conocía como si hubiesen sido sus propios hijos. Al lado de Selwyn y de Angélica se sentía siempre feliz y ellos no lo eran nunca tanto como cuando estaban en su compañía. La conducta del señor Tebrick ya no era rígida, porque había aprendido tanto de los zorros como éstos de él. Nunca hubo una alianza más curiosa que ésta o una que produjera efectos más extraños sobre ambas partes.

El señor Tebrick era ahora capaz de seguirles por cualquier parte, sin distanciarse de ellos, y de andar por el bosque con el sigilo de un ciervo. Aprendió a ocultarse si se encontraba con un labrador, de modo que raras veces se le veía y una sola vez en compañía de los zorros. Pero —y esto era lo más extraño de todo— adoptó una manera de andar doblado, con frecuencia casi a cuatro patas, con sus manos rozando el suelo de vez en cuando, sobre todo cuando iba colina arriba.

A veces cazaba con ellos, sobre todo asustando a los conejos y lanzándolos en dirección al lugar donde se habían emboscado los cachorros, de manera que los pobres animales corrían directamente a sus mandíbulas.

Les era útil de otras maneras: encaramándose a robar nidos de pichones para obtener sus huevos, que les gustaban con delirio u, ocasionalmente, matando a un erizo para ellos, a fin de que sus púas no les hiriesen en la boca. Pero mientras él, por su parte, alteraba así su conducta, ellos no se quedaban atrás, sino que aprendían de él una serie de trucos humanos que suelen faltar en la educación zorruna.

Un día fue a una casa de campo que tenía colmenas y compró una, después que el apicultor la hubo vaciado de abejas. La llevó a los zorros para que probaran la miel, porque los había visto con frecuencia buscando nidos de abejas silvestres. La colmena constituyó una maravillosa fiesta para ellos: mordieron ávidamente el perfumado panal, sumergieron sus hocicos en aquel caudal de pegajosa dulzura y se saciaron sin límites. Cuando hubieron dado cuenta del último bocado, rompieron la colmena en pedazos y pasaron horas lamiéndose unos a otros.

Aquella noche durmió junto a su cubil, pero ellos le abandonaron y salieron de caza. Al despertar por la mañana se sintió entumecido por el frío y desmayado de hambre. Una neblina blanca lo cubría todo y el bosque olía a otoño.

Se levantó, estiró sus miembros entumecidos y se dirigió a su casa. El verano había terminado y el señor Tebrick se dio cuenta de ello por primera vez y se asombró. Pensó que los cachorros estaban creciendo con rapidez —de hecho, ya eran zorros hechos y derechos—, con todo, cuando pensaba en el tiempo en que eran negros como el hollín y tenían ojos azules, le parecía que fue ayer. Esta idea le llevó a pensar en el futuro y se preguntaba, como ya había hecho una vez, qué iba a ser de su zorra y de sus hijos. Antes de que llegara el invierno, tenía que conseguir meterlos en su seguro jardín y fortificarlos contra todos los peligros que les amenazaban.

Pero aunque intentó calmar su temor con estas resoluciones, permaneció intranquilo durante todo el día. Cuando salió a verles por la tarde, sólo encontró a su esposa Silvia y le resultó evidente que estaba alarmada, pero, pobre criatura, no podía contarle nada: le lamía manos y cara y se daba la vuelta, poniendo las orejas tiesas a cada rumor.

«¿Dónde están tus hijos, Silvia?» le preguntó varias veces, pero sus preguntas no hacían sino aumentar la impaciencia del animal. Al fin saltó a sus brazos, se apretó contra su pecho y le besó suavemente, de modo que cuando él se marchó, sentía aligerado el corazón al saber que todavía le amaba.

Aquella noche durmió en su casa, pero por la mañana temprano fue despertado por el trotar de caballos. Corrió a la ventana y vio a un campesino elegantemente vestido. ¿Podía ser que hubiesen empezado a cazar tan pronto?, se preguntó, pero enseguida descartó la idea de que se tratara de una cacería.

No volvió a oír ruido alguno hasta las once de la mañana: de pronto escuchó un clamor de perros, no lejos de donde él se encontraba. Al oírlo, salió corriendo de su casa y abrió las puertas del jardín, pero dejando barras de hierro y alambres en la parte superior para que los jinetes no pudieran seguir. Otra vez silencio. Parecía que el zorro había desaparecido porque no se oía rumor alguno de cacería. El señor Tebrick se sentía sobrecogido por el temor: no se atrevía a salir, pero no podía quedarse en casa. No podía hacer nada más; como no quería admitirlo, se entretuvo abriendo agujeros en los setos, de modo que Silvia (o sus cachorros) pudieran entrar cualquiera que fuera el lado del que viniesen.

Al final se obligó a entrar en casa, se sentó y bebió un poco de té. Mientras estaba allí, le pareció que volvía a oír a los perros, pero era un eco desmayado de su música. Cuando salió de la casa volvía a sonar cerca, entre los matorrales que estaban más arriba.

Fue entonces cuando el señor Tebrick cometió su gran error, porque, oyendo a los perros casi al otro lado de la puerta, salió a su encuentro, en vez de correr a su casa. En cuanto llegó a la puerta, vio a su esposa Silvia que se dirigía hacia él, muy fatigada por la carrera, seguida de cerca por los perros. El horror de esta visión le taladró, porque a partir de aquel día vivió siempre atormentado por aquella imagen; la avidez de los perros, sus esfuerzos desesperados por alcanzarla, su ansia ciega de presa volvieron a presentársele en determinados momentos a lo largo de toda su vida. Hubiera debido correr a la casa, aunque ya era tarde, pero en lugar de ello, la llamó y el animal se lanzó a través de la puerta abierta. Lo que siguió ocurrió en cuestión de segundos, pero fue presenciado por numerosos testigos.

El jardín del señor Tebrick estaba rodeado por una pared curva de unos seis pies de altura, de modo que los jinetes podían mirar por encima de ella. Uno de ellos dirigió valientemente su caballo hacia allí, poniendo su pescuezo en peligro, y, aunque logró llegar al otro lado sano y salvo, lo hizo demasiado tarde para poder ayudar.

La zorra se echó en brazos del señor Tebrick, pero, antes de que éste hubiese podido encontrar refugio, se encontró con los perros encima que les derribaron. En este momento todos los que estaban allí oyeron un grito de desesperación: luego declararon que se parecía más a la voz de una mujer que a la de un hombre. Pero no se llegó a probar si fue el señor Tebrick o su esposa que recuperó la voz de repente. Cuando el cazador hubo llegado hasta allí y alejado a los perros a fustazos, apareció el señor Tebrick terriblemente magullado y sangrando por veinte heridas. Entre sus brazos mantenía abrazado el cuerpo sin vida de la zorra.

Se llevaron al señor Tebrick a su casa y fueron a buscar asistencia. No parecía haber lugar a dudas: los vecinos que afirmaban que estaba loco tenían razón.

Durante mucho tiempo se temió por su vida, pero al fin se recuperó física y mentalmente, y alcanzó una edad muy avanzada, porque todavía está vivo.

UN HOMBRE EN EL ZOO

A Henrietta Bingham

y Mina Kirstein

John Cromartie y Josephine Lackett entregaron sus entradas en la puerta giratoria e ingresaron por la entrada sur en los Jardines de la Sociedad Zoológica.

Era un día cálido de finales de febrero, y domingo por la mañana. El aire estaba impregnado del aroma de la primavera, mezclado con los olores de los diferentes animales, yaks, lobos y bueyes almizcleros, pero los dos visitantes no se percataron de ello. Eran novios, y estaban en plena discusión.

No tardaron en llegar donde estaban los lobos y los zorros, y se pararon ante una jaula que contenía a un animal muy parecido a un perro.

—¡Los demás, los demás! Siempre estás tomando en consideración los sentimientos de los demás —dijo Mr. Cromartie, y, como su compañera no respondiera, prosiguió—: dices que alguien siente esto, que otro puede sentir lo de más allá. Nunca me hablas de algo que no sea lo que sienten los demás. Desearía que pudieras olvidarte de los demás y hablaras de ti misma, pero supongo que has de hablar de los sentimientos de los demás porque no tienes sentimientos propios.

El animal que había frente a ellos estaba aburrido. Les miró un instante y los olvidó al momento. Habitaba un espacio pequeño, y había olvidado el mundo exterior, donde criaturas muy parecidas a él hacían carreras en círculo.

—Si ése es el motivo —dijo Cromartie—, no veo por qué no habrías de decirlo. Lo honrado sería que me dijeras que no sientes nada por mí. No es honesto decirme primero que me amas, y luego decir que eres cristiana y que amas a todos por igual.

—Tonterías —dijo la joven—, tú sabes que eso son tonterías. No es porque sea cristiana, sino porque amo muchísimo a varias personas.

—Tú no amas muchísimo a varias personas —repuso Cromartie, interrumpiéndola—. No es posible que ames a gente como tus tías. Nadie podría. No, lo cierto es que tú no amas a nadie. Imaginas que sí, porque no tienes el valor suficiente para quedarte sola.

—Yo sé a quién amo y a quién no —dijo Josephine—. Y si me llevaras a tener que elegir entre tú y los demás, tendría que ser tonta para entregarme a ti.

DINGO ♂

Canis familiaris var.

NUEVA GALES DEL SUR, AUSTRALIA

—Pobrecillo dingo —dijo Cromartie—. Aquí encierran animales con el más mínimo pretexto. Éste no es más que el perro corriente.

El dingo gimió, y meneó la cola. Sabía que se hablaba de él.

Josephine desvió la mirada de su amado al dingo, y su rostro se suavizó mientras lo miraba.

—Supongo que aquí han de tener de todo, todas las bestias que existen, incluso si no resultan ser otra cosa que un perro normal y corriente.

Dejaron al dingo y caminaron hasta la siguiente jaula, deteniéndose a ver a la criatura que había en ella.

—El perro esbelto —dijo Josephine—, leyendo el letrero.

Rió, y el perro esbelto se levantó y se alejó.

—Así que esto es un lobo —dijo Cromartie, cuando se detuvieron un par de metros más allá—. Otro perro en una jaula… Entregarte a mí, Josephine, eso me suena como si estuvieras loca. Pero, de todos modos, evidencia que no estás enamorada. Si se está enamorado se trata de todo o nada. No se puede estar enamorado de varias personas a la vez. Lo sé porque estoy enamorado de ti, y los demás son inevitablemente mis enemigos.

—¡Qué bobada! —dijo Josephine.

—Si estoy enamorado de ti, esto significa que tú eres la única persona que no es mi enemigo, y yo soy la única persona que no es tu enemigo. ¡Que serías tonta si te entregaras a mí! Sí, eres tonta, si crees que estás enamorada cuando no lo estás, y yo sería un necio si lo creyera. Tú no te entregas a la persona que amas, tú eres tú misma, en lugar de servirte en bandeja de plata.

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