La dama zorro (5 page)

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Authors: David Garnett

BOOK: La dama zorro
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En cuanto hubo terminado de hablar, ella se le acercó alegremente, empezó a acariciarlo y a brincar a su alrededor, de modo que, a pesar de su enojo y del frío, no pudo evitar acariciarla.

—¡Oh, Silvia, qué voluntariosa y astuta eres! Veo que te gusta ser así y no te lo voy a reprochar. Me limitaré a cumplir mi parte en el pacto y tú cumplirás la tuya.

Cuando regresaron a casa, él hizo un buen fuego y se bebió uno o dos vasos de alcohol para calentarse, porque estaba calado de frío hasta los huesos. Después de la cena, se bebió otro vaso para animarse y luego otro y otro hasta que se puso muy alegre. Entonces empezó a jugar con ella, alentado por las ganas de retozar del animal. Se levantó para cogerla y, hallándose inseguro sobre sus piernas, se puso de cuatro patas. El resultado de todo ello fue que ahogó sus penas en la bebida. Así se convirtió en una bestia como su mujer, aunque ella lo era sin culpa alguna y porque no lo podía evitar. No ofenderé a mis lectores con el relato de hasta qué extremos llegó en su borrachera, limitándome a decir que estuvo tan ebrio que, cuando despertó a la mañana siguiente, tenía un recuerdo muy imperfecto de lo que había pasado.

No hay excepción a la regla de que si un hombre bebe en exceso por la noche, a la mañana siguiente mostrará la otra cara de su naturaleza. Así ocurrió con el señor Tebrick: si se había mostrado bestial, alegre y osado la noche anterior, al día siguiente estaba avergonzado, melancólico y arrepentido ante su creador. La primera cosa que hizo al volver en sí fue pedir a Dios que le perdonase su pecado. Luego se recogió en una plegaria y se pasó media hora de rodillas. Después se levantó y vistió, pero continuó muy melancólico toda la mañana.

Podéis imaginar que, si estaba de mal humor, le dolía ver a su esposa corretear desnuda, pero pensó que sería mala enmienda empezar por romper la palabra dada. Había establecido un pacto y lo mantendría, de modo que la dejó hacer, aunque muy en contra de su voluntad.

Por la misma razón —es decir, porque quería cumplir lo prometido— no la hizo sentar a la mesa, sino que le puso el plato del desayuno en un rincón, donde, a decir verdad, se lo comió todo con la mayor delicadeza y corrección. No hizo intento alguno de salir al exterior aquella mañana, sino que permaneció acurrucada en un sillón delante del fuego, dormitando. Después del almuerzo la sacó. Esta vez ella no se acercó a los patos, sino que, corriendo delante de él, le hizo dar un paseo más largo de lo habitual. El consintió, haciendo las delicias del animal. La llevó a través del campo por los caminos menos frecuentados, pues temía ser visto por alguien. Pero por suerte anduvieron cuatro millas por el campo sin ver a nadie. Durante todo el paseo su mujer se adelantaba y luego regresaba a su lado para lamerle la mano y parecía que el ejercicio la deleitaba. Y, aunque asustaron a dos o tres conejos y a una liebre en el curso de su paseo, en ningún momento intentó perseguirlos. Se limitó a mirarlos y luego le miró a él, como riéndose de su grito: «¡Puss, ven aquí! ¡No hagas tonterías!».

Cuando llegaron a casa y estaban entrando en el porche, se encontraron con una anciana. El señor Tebrick se paró consternado y buscó a su zorra, pero ésta había corrido hacia delante sin ninguna timidez a saludarla. Entonces reconoció a la intrusa: era el ama de su esposa.

—¿Qué está usted haciendo aquí, señora Cork? —le preguntó.

La señora Cork le contestó con estas palabras:

—¡Pobre criatura! ¡Pobre señorita Silvia! Es una vergüenza dejarla correr como un perro. Pero cualquiera que sea el aspecto que tenga, es su esposa y usted debería tener confianza en ella; si no, no me extrañaría que se convirtiera en un verdadero zorro. La vi, señor, antes de irme y no he tenido tranquilidad de espíritu desde entonces. No he podido dormir pensando en ella. De manera que he regresado para cuidarla como he hecho durante toda la vida, señor.

Calló y cogió la pata de la señora Tebrick.

El señor Tebrick abrió la puerta y entraron todos. Cuando la señora Cork vio la casa, no paraba de exclamar que aquello parecía una pocilga, que no podían seguir viviendo de aquel modo, que un caballero necesita a alguien que le cuide y ella lo haría y que podía confiarle su secreto.

Si la anciana se hubiese presentado el día anterior, es muy posible que el señor Tebrick la hubiera echado a cajas destempladas. Pero habiéndole despertado la borrachera nocturna la voz de la conciencia, estaba realmente avergonzado de su manera de llevar el asunto. Además las palabras de la anciana de que «era una vergüenza dejarla ir como un perro», le conmovieron extraordinariamente. Hallándose en este estado de ánimo, lo cierto es que le dio la bienvenida.

La señora Tebrick lamentó tanto ver a su vieja ama cuanto se alegró su marido. Si consideramos que había sido educada rigurosamente por ella cuando era una niña, que ahora volvía a estar bajo su férula y que la anciana no iba a sentirse satisfecha de nada de lo que hiciera, sino que la miraría siempre como a un zorro malvado, parece que no le faltaban razones para su disgusto. Y es posible, también, que hubiera otra causa: los celos. Sabemos que su marido estaba siempre intentando que volviera a ser una mujer o, por lo menos, que se comportara como tal, ¿no es normal que ella esperara que él se convirtiera en una bestia o, al menos, que actuara como una bestia? ¿No había de considerar más fácil cambiarle a él en este sentido que transformarse ella de nuevo en una mujer? Si pensamos que había tenido solamente un éxito de este tipo la noche anterior, cuando él se emborrachó, ¿no podemos extraer la conclusión de que éste era precisamente el caso y tendremos otra buena razón por la que ella detestara ver a su anciana ama?

Lo cierto es que cualesquiera esperanzas que el señor Tebrick albergara en el sentido de que la influencia de la señora Cork iba a ser positiva para su esposa, se vieron defraudadas. Se volvió más salvaje y al cabo de unos pocos días tan intratable que el señor Tebrick tuvo que tomarla otra vez bajo su control.

La primera mañana, la señora Cork le hizo una chaqueta nueva cortando las mangas de una de seda azul de la señora Tebrick y adornándola con plumón de cisne. Cuando la hubo arreglado, se la puso a su señora y, colocándole un espejo delante, pretendió que admirara el efecto. Mientras atendía a la señora Tebrick, le hablaba como si fuera un niño y como a tal la trataba, sin pensar que o bien era una dama a la que debía respeto o bien una criatura salvaje en la cual se malgastaban las palabras. Pero, aunque al principio se sometió pasivamente, en cuanto su niñera le dio la espalda hizo trizas la hermosa obra de artesanía y se puso a correr alegremente moviendo la cola, con un par de cintas aún colgadas del cuello.

Así ocurrió una y otra vez —porque la mujer estaba acostumbrada a salirse con la suya—, hasta que la señora Cork hubiese acabado, pienso, por castigarla, de no haber tenido miedo de las dos hileras de blancos dientes que le mostraba la señora Tebrick, aunque luego se reía como si quisiera darle a entender que no era más que un juego.

No contenta con destrozar cuantas piezas le arreglaba, un día Silvia subió al dormitorio y despedazó todos los vestidos que quedaban en el armario, sin olvidar el de novia. Los rasgó tan a conciencia que apenas dejó un jirón de tamaño suficiente para vestir a una muñeca. Al ver esto, el señor Tebrick, que había dejado que la anciana se ocupara del animal para ver qué conseguía, volvió a hacerse cargo de él.

Ahora que la señora Cork había defraudado las esperanzas puestas en ella, lamentaba tener a la anciana en casa. Cierto que le podía ser útil en las tareas domésticas, cocinando o remendando, pero estaba intranquilo por tener que compartir el secreto con ella, sobre todo después de que intentara sin éxito influir en su esposa. Porque veía que, de haber conseguido mejorar los modales de su señora, la vanidad le hubiese mantenido la boca cerrada y su amor hacia ella hubiera crecido. Pero, al haber fracasado, estaba resentida contra la señora por no haberse dejado dominar o, en el mejor de los casos, sentía indiferencia hacia todo el asunto, de manera que era muy fácil que hablara.

Por el momento todo cuanto el señor Tebrick podía hacer era impedir que fuera a Stokoe, donde se encontraría con sus amigas y le preguntarían qué estaba pasando en Rylands. Pero cuando comprendió que, por más que se esforzara, rebasaba sus fuerzas vigilar a la anciana y a su esposa y evitar que se encontraran con gente, empezó a pensar qué sería mejor hacer.

Como sea que había despedido a las criadas y al jardinero con la excusa de que, por haber recibido malas noticias, su mujer se había ido a Londres donde él se reuniría con ella, y luego probablemente ambos abandonarían Inglaterra, estaba convencido de que debían circular abundantes rumores entre el vecindario.

La circunstancia de que él se hubiese quedado, en contra de lo anunciado, no había hecho sino aumentar las habladurías. Aunque él no lo sabía, ya circulaba por el país una historia según la cual su esposa se había fugado con el mayor Solmes y él, loco de dolor, había matado a perros y caballos, y se había encerrado en la casa sin querer hablar con nadie. Esta historia había sido urdida por sus vecinos, no porque fuesen gente fantasiosa o tuviesen ánimo de engañar, sino, como la mayor parte de las habladurías, con el fin de llenar un vacío, puesto que son pocos los que gustan de confesar su ignorancia y, si preguntáis a la gente por tal o cual persona, se creen en la obligación de contar algo, para que no tengáis mala opinión de ellos, considerándolos necios o «en la luna». Por cierto que no hace mucho que me encontré con uno que no me conocía y, tras hablar un poco, me contó que David Garnett había muerto y había muerto a consecuencia del mordisco de un gato al que estaba atormentando, pero nadie lo encontraba a faltar porque desde hacía tiempo se había convertido en un molesto parásito de sus amigos.

Cuando oí esta historia acerca de mí mismo, me divirtió y creo, además que me ha servido mucho. Porque me puso en guardia como ninguna otra cosa hubiera podido hacer en contra de tener por verdadero todo rumor circulante o habladuría de pueblo, de modo que me he convertido en un escéptico y no me creo nada, salvo que la evidencia sea definitiva. Nunca hubiese llegado al fondo de esta historia de haber creído una décima parte de lo que se me contó: la mayor parte era evidentemente falsa y absurda, o contradecía los hechos probados. Por ello aquí sólo encontraréis recogido el esqueleto de la historia: he rechazado todos los embellecimientos que constituirían, me atrevo a decir, lectura entretenida para más de uno, pero yo pienso que, si existe alguna duda acerca de la verdad de algo, es un triste entretenimiento leer sobre ello.

Y volviendo a nuestro relato, el señor Tebrick, considerando cuánto estimulaba el apetito de sus vecinos por descubrir el misterio quedándose en la región, determinó que lo mejor sería marcharse.

Después de dar numerosas vueltas al asunto, decidió que el mejor lugar para su propósito era la casita de campo de la anciana niñera. Estaba a treinta millas de Stokoe y eso, en el campo, es tan lejos como Timbuktu para el que vive en Londres. Además estaba cerca de Tangley, lugar que, habiéndolo conocido su esposa desde su infancia, contribuiría a que se sintiera en casa. Por último, era un sitio muy solitario, al no haber en sus alrededores pueblo ni mansión alguna, con excepción de Tangley Hall, que estaba deshabitada la mayor parte del año. Tampoco suponía dar publicidad a su secreto, porque sólo vivía allí el hijo de la señora Cork, un viudo, ausente todo el día por su trabajo y, por lo tanto, fácil de burlar, sobre todo teniendo en cuenta que era sordo como una tapia, torpe y de carácter melancólico. También estaba Polly, la nieta de la señora Cork, claro está, pero, o bien el señor Tebrick se olvidó de ella o la tenía por una criatura y, por tanto, no veía en ella peligro alguno.

Habló del asunto con la señora Cork y se pusieron de acuerdo fácilmente. La verdad es que la señora Cork estaba empezando a lamentar que su amor y su curiosidad la hubieran devuelto a Rylands, puesto que, hasta el momento, había tenido mucho trabajo y muy poco éxito.

Cuando todo estuvo decidido, el señor Tebrick concluyó por la tarde los asuntos que tenía pendientes en Rylands: dio a guardar el caballo de su esposa a un campesino de los alrededores, porque pensó que viajaría con su propio caballo y el de repuesto enganchados en el coche.

A la mañana siguiente cerraron la casa y se marcharon, tras meter a la señora Tebrick en una gran cesta de mimbre en donde viajaría relativamente cómoda: era una medida de seguridad para evitar que saltara del coche con el traqueteo del viaje; por otro lado, si un perro la olía y estaba suelta, su vida podía peligrar. El señor Tebrick guiaba con la cesta a su lado en el asiento delantero, y le hablaba suavemente con frecuencia.

Ella estaba excitada por el viaje y no paraba de asomar la nariz por una u otra rendija; daba vueltas y se retorcía continuamente y miraba al exterior para ver por dónde pasaban. Era un día muy frío y, cuando hubieron recorrido quince millas, se salieron de la carretera para que los caballos descansaran y para comerse el almuerzo, puesto que el señor Tebrick no se atrevía a pararse en una posada. Sabía que toda criatura viva encerrada en una cesta —aunque se trate de una gallina vieja— atrae siempre la atención. Con toda seguridad no faltaría gente ociosa que se daría cuenta de que llevaba un zorro con él e, incluso si dejaba la cesta en el coche, los perros de la posada olerían su rastro. De modo que, para no arriesgarse, se colocó a un lado de la carretera, aunque estaba helando y silbaba el viento del noreste.

Bajó su preciosa cesta, quitó los arreos a los caballos, los cubrió con mantas y les dio pienso. Luego abrió la cesta y dejó salir a su mujer. Estaba loca de alegría, corriendo de un lado a otro, brincando hacia él, mirando a su alrededor e incluso revolcándose por el suelo. El señor Tebrick lo interpretó en el sentido de que estaba contenta de hacer el viaje y se alegró con ella. En cuanto a la señora Cork, permaneció sentada en el asiento trasero del coche, comiendo sus bocadillos, y no dijo ni una palabra. Cuando hubo transcurrido una media hora, el señor Tebrick volvió a poner los arreos a los caballos, aunque tenía tanto frío que apenas podía abrir las hebillas. Metió la zorra en su cesta, pero, viendo que quería mirar a su alrededor, le permitió romper los mimbres con los dientes hasta hacer un agujero de tamaño suficiente para asomar la cabeza.

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