La dama zorro (18 page)

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Authors: David Garnett

BOOK: La dama zorro
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Mr. Cromartie miró su mano y se palpó la frente, viendo que, en efecto, llevaba la Marca de la Bestia, allí dónde ésta le había mordido, y supo que era un paria. Aquello era lo que todo el mundo había estado murmurando. No quería renunciar a su secreto, y por ello era rechazado y odiado por la humanidad. Todos eran iguales, no tenían secretos, pero él había guardado el suyo, y ahora la Bestia había estampado en él su marca, y a todos les resultaba terrible, y él mismo sentía miedo. «La Bestia ha impreso su marca sobre mí», dijo para sí. «Me devorará lentamente. Ya no puedo escapar, y lo uno es tan malo como lo otro. Con todo, antes que renunciar a tanto prefiero que la Bestia me devore lentamente, y me repugna el hedor de mis compañeros».

Oyó entonces cómo, tras algún compartimiento, la Bestia se movía intranquila. Oyó el roce de la paja, y cómo la enorme criatura se lamía todo el cuerpo; y luego su olor, dulce, cálido y terrible, lo devoró, y yacía tendido en el suelo de la jaula, escuchando junto a él el golpeteo de su cola contra el suelo zump, zump, zump. El terror no podía ser mayor, y al fin abrió los ojos y comprendió lentamente que era el latir de su propio corazón y no el golpeteo de la cola de ninguna bestia, y lo que había en torno a él eran las sábanas limpias y las flores, y el olor a yodopsina. Pero su miedo se prolongó durante medio día.

Pasadas dos semanas, se declaró a Mr. Cromartie fuera de peligro, pero permaneció durante algún tiempo en un estado tan débil que no se le permitió recibir visitas, por lo que, aunque Josephine venía todos los días, era sólo para recibir las últimas noticias sobre cómo había pasado la noche y dejar flores para la habitación del enfermo.

Mr. Cromartie se recuperó con rapidez en las siguientes semanas. Lo que quiere decir que, aunque no hubiera recobrado ni mucho menos su habitual estado de salud, pudo, al principio, levantarse durante una o dos horas a mitad del día y, más tarde, dar un corto paseo por los Jardines.

Los doctores que le atendían le sugirieron entonces que un cambio total de aires le resultaría beneficioso y el conservador, lejos de plantear obstáculos a la idea, urgía a menudo al paciente para que se fuera un mes de vacaciones a Cornualles. Pero en este punto se encontró con un rechazo firme y obstinado o, mejor dicho, con una pasividad y falta de resistencia totales. Mr. Cromartie rehusaba tomarse unas vacaciones. Declinaba ir solo a ningún sitio, aunque se hallaba a la total disposición del conservador y dispuesto a ir a cualquier parte a dónde se le enviara a cargo de un cuidador. Pasados unos días, durante los cuales el conservador propuso un plan tras otro, el proyecto de enviar fuera a Mr. Cromartie fue abandonado. En primer lugar, resulta difícil prescindir de un cuidador, o hallar entre el personal alguna persona adecuada para ir con Mr. Cromartie, y también era difícil encontrar un lugar conveniente al que enviarlos.

Pero fue la actitud apática e incluso hostil que el enfermo adoptó hacia estos propósitos lo que llevó a abandonarlos, unido a la idea del conservador de que quizás aquella hostilidad no estuviera exenta de razón.

No cabe duda de que Mr. Cromartie pensaba que si llegaba a tomarse unas vacaciones, tal y como se le sugería, le resultaría después muy difícil, una vez concluidas, regresar al cautiverio, y se oponía a la idea porque estaba resuelto a no eludir las que él consideraba eran sus obligaciones.

Se decidió, por tanto, que Mr. Cromartie regresara directamente a su jaula, aunque se le dejó bien claro que no se esperaba de él que estuviera a la vista del público durante más tiempo del que él deseara, y que tenía que echarse a descansar en su habitación interior durante dos o tres horas diarias.

De esta manera, y llevándolo a dar paseos en coche durante dos horas después de que oscureciera, se esperaba que recobrara la salud acostumbrada y se sacudiera ese estado de apatía que para los médicos que le atendían era el síntoma más alarmante.

Pero, antes de que Cromartie regresara a su antiguo alojamiento, el conservador tenía que darle una noticia que le concernía muy estrechamente, aunque al principio no se percatara de todas sus implicaciones.

Cuando el conservador le comunicó aquella información, se sentía tan confuso, tan dispuesto a excusarse, y se demoró tanto en un preámbulo en el que expresaba cuán grande era la deuda que la Sociedad había contraído con él, que Mr. Cromartie tuvo algunas dificultades para seguir sus palabras aunque, al fin, comprendió el meollo del asunto que, en breve, era el siguiente: el experimento de exhibir a un hombre había tenido un éxito mayor del que el comité se había atrevido a esperar; un éxito tal, en efecto, que había decidido proseguir la experiencia obteniendo un segundo hombre, un negro. Lo cierto es que hacía dos o tres días que se le había contratado, pero su instalación sólo se había producido aquel mismo día. La intención del comité era establecer con el tiempo un «Pabellón del Hombre», que incluiría especímenes de las distintas razas humanas: un bosquimano, un nativo de los Mares del Sur, etc., todos con sus trajes tradicionales. Pero una colección así, por supuesto, sólo podía reunirse de una manera gradual y según fuera surgiendo la ocasión.

La turbación del pobre conservador al hacerle aquellas revelaciones fue tal que Cromartie sólo pudo pensar en cuál sería el mejor modo de lograr que volviera a sentirse a gusto y, aunque cuando oyó lo del negro tuvo un momento muy claro de disgusto logró no obstante reprimirlo totalmente. Cuando el conservador se convenció de que Cromartie no le guardaba rencor por aquellas innovaciones, es más, que éstas le resultaban totalmente indiferentes, su gozo y su alivio fueron tan abrumadores como un momento antes lo habían sido su preocupación y su embarazo.

Primero exhaló un gran suspiro, y se secó la frente con un gran pañuelo de seda. Luego, con su honrado rostro muy transformado por la felicidad, tomó primero a Cromartie de la mano, y luego de la solapa, y rió una y otra vez, mientras le explicaba que se había opuesto al proyecto con todas sus fuerzas porque estaba seguro de que a Cromartie no le gustaría y, una vez derrotado, no había sabido cómo comunicarle la noticia. Aseguró que no había dormido durante dos noches pensando en ello, pero ahora que sabía que Cromartie aprobaba el plan, se sentía un hombre nuevo.

—Soy el tonto más grande del mundo —dijo—. Mi imaginación se desborda. Siempre estoy pensando que los demás se enfadarán, y luego resulta que todo el asunto les importa un rábano y que yo soy la única persona preocupada… y todo por cualquier persona… ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Esto me ha pasado con mi esposa una y otra vez. Siempre me pasa. Bueno, ahora seguiré adelante a toda vela con lo del Pabellón del Hombre, pues, ya sabe, es una idea endemoniadamente buena. Siempre lo he visto así, pero no podía quitarme de la cabeza que no era justo para usted.

Pero Mr. Cromartie no compartía su entusiasmo. Se limitó a repetirse a sí mismo, como había hecho antes tantas veces, que se proponía respetar su parte del contrato en tanto el zoológico respetara la suya, y que nada de aquello infringía o invalidaba el contrato en modo alguno. Pero cuando Mr. Cromartie entró en su jaula y vio al negro en la jaula de al lado —estaba cepillando un bombín negro—, el constatar que aquél era el vecino del que el conservador le acababa de hablar le produjo un gran sobresalto. Aquel hombre era casi tan negro como el carbón, un tipo jovial, vestido con una camisa a rayas verdes y rojas, un traje de color mostaza y unas botas de charol. Cuando vio a Mr. Cromartie, se dio la vuelta de inmediato y dijo:

—El interesante inválido ha llegado —se acercó a la separación, y añadió—: Permítame que le dé la bienvenida en su regreso a lo que ahora es el Pabellón del Hombre. Si permite que me presente, soy Joe Tennison. Encantado de conocerle, Mr. Cromartie, es un verdadero placer tener a un hombre por vecino.

Cromartie hizo una rígida inclinación de cabeza y dijo «buenas tardes» con gran torpeza, pero esto no amilanó al negro, que se apoyó en la separación de red metálica haciendo que se combara.

—Ahora se van a llevar a toda esa pobre escoria —dijo, señalando al chimpancé que había en la jaula más allá de la de Cromartie—. Ya no van a estar más con nosotros esas bestias sucias y celosas, que se te comen los dedos si te los cogen.

Cromartie se volvió hacia el chimpancé. Siempre le había parecido un animal más bien patético, pero ¡cuánto más patético parecía ahora que su vecino Tennison hablaba de él! Y no por vez primera sintió una amistosa simpatía hacia el pequeño y feo simio. Lo cierto es que hubiera preferido con mucho ver de vuelta en su lugar a la vieja y salvaje hembra de orangután que tener allí a aquel tipo insufriblemente verboso hablando con condescendencia sobre los animales que tenía cerca.

Por un momento Cromartie se sintió bastante desconcertado, y no se le ocurrió nada con que replicar al torrente de comentarios de Mr. Tennison. No había dicho ni una palabra cuando, uno o dos minutos después, se vio aliviado por la llegada de Collins y su caracal, que había sido devuelto a su antigua jaula después de que Mr. Cromartie fuera herido.

El placer experimentado por los dos amigos al verse de nuevo juntos no tuvo límites, y cada cual lo manifestó a su manera muy efusivamente. Pues al principio el caracal se acercó a él, trotando festivamente, como si fuera sólo a olisquearlo. Luego comenzó a ronronear audiblemente y restregó su cuerpo no pocas veces contra las piernas de Cromartie, enroscándose en ellas para, finalmente, saltar a los brazos de su amigo y lamerle la cara y el pelo acurrucándose en ellos durante unos momentos, como si fuera a dormir allí. Pero no, aquello no duró mucho, pues pronto saltó de nuevo al suelo. Después comenzó a recorrer la jaula, olisqueó sus rincones, saltó sobre la mesa y se aseguró de que todo estaba en orden.

Cuando Joe Tennison le llamó, el caracal pasó junto a él sin dirigirle una mirada, y lo mismo sucedió con su amigo, pues, cuando Cromartie oyó que el negro comenzaba a hablarle, se limitó a menear la cabeza y se dirigió a su habitación interior. Pero una vez allí, Mr. Cromartie consideró el hecho de que aquel negro había de ser su compañero y vecino durante algunos años, y que de nada servía marcharse cada vez que le hablara. Tenía que encontrar algún medio de hacer que Tennison respetara su privacidad sin convertirlo en su enemigo y, en aquel momento, Mr. Cromartie no veía el modo de hacerlo. No obstante, cogió un libro de poemas de Waley, traducidos del chino, volvió a su jaula con él en la mano y, sentándose, comenzó a leerlo.

Vive en los densos bosques, en lo profundo de las colinas,

habita en las grietas de peñascos abruptos y afilados,

ágil y despierto en su naturaleza, avispado su ingenio,

ligeras sus cabriolas,

aptas para todo,

sea para trepar por los altos troncos de los árboles de treinta metros

o balancearse sobre el hombro vacilante de un gran arbusto.

Ante él, los cauces oscuros de las corrientes sin fondo;

tras de sí, las hondonadas silenciosas de las colinas solitarias.

Ramitas y zarcillos sírvenle para mecerse,

sobre las estacas de madera podrida brinca

hacia lugares peligrosos; a veces, de un salto tras otro,

revolotea por los bosques como un relámpago.

Otras deambula con aire triste y desvalido;

luego, de repente, mira alrededor,

radiante de satisfacción: salta hacia arriba,

brinca y cabriolea, grita y retoza a su paso.

Trepa por los riscos, por las rocas puntiagudas,

baila sobre pizarra escurridiza o sobre ramitas quebradizas,

gira de repente y pasa ligero…

Oh, ¿qué lengua podría deshilvanar

el relato de todos sus trucos?

Mas, ¡ay! Un rasgo comparte

con la tribu de los hombres; lo que para ellos es dulce, también lo es para él;

lo que es para ellos amargo, también es amargo para él.

Le gusta apurar

los posos que quedan en la cuba de los cerveceros.

Por eso ponen los hombres vino por donde ha de pasar.

¡Cómo corre hacia el cuenco!

¡Con qué agilidad bebe a lengüetazos y grandes tragos!

Ahora camina vacilante, torpe y somnoliento.

Cae la oscuridad sobre sus ojos…

Y no ve nada más.

Con cautela se acercan los cazadores, lo cogen de la melena,

lo atan fuertemente y se lo llevan a casa,

amarrándolo en el establo o encerrándolo en el patio;

donde, durante todo el día, las caras

lo miran, boquiabiertas, y no se marchan nunca.

Joe Tennison se acercó tres o cuatro veces mientras estaba leyendo e inició una conversación, pero Cromartie hizo caso omiso de sus comentarios y ni siquiera levantó la cabeza, limitándose a seguir leyendo tranquilamente.

Por suerte había una buena cantidad de público que venía a ver a Cromartie, su antiguo favorito, ahora que estaba de vuelta, y también a echar un vistazo al negro nuevo, que había suscitado casi tanta polémica como el propio Cromartie.

La presencia del público fue afortunada por dos razones: en primer lugar, sirvió para distraer a Joe Tennison al proporcionarle aquello que más deseaba en la vida: un público; en segundo lugar, Mr. Cromartie podía de este modo, ignorando totalmente a los espectadores, mostrarle cuál era su conducta habitual. No había por tanto motivo por el que el negro pudiera sentirse insultado al verse tratado como si no existiera. Y aquí debería explicar que Mr. Cromartie no tenía objeción alguna que hacer a su vecino por el hecho de ser negro, ni ningún prejuicio particular contra las personas de aquel color. Mr. Tennison era, en efecto, el primer negro con el que había hablado. Al mismo tiempo, el individuo le suscitaba un fuerte sentimiento de aversión, aversión que se incrementaba cada vez más con el paso del tiempo.

El día siguiente, al salir a su jaula después del desayuno, Mr. Cromartie encontró a Josephine Lackett esperándole. Estaba un poco más allá, mirando hacia fuera por la puerta del Pabellón de Simios (por llamarlo con su antiguo nombre), y, antes de darse cuenta de lo que hacía, Cromartie la llamó:

—¡Josephine!, ¡Josephine! ¿Qué haces ahí?

Volviéndose, ella se encaminó hacia él. El verla afectó tanto a Mr. Cromartie que durante un rato no se atrevió a hablar de nuevo y cuando lo hizo fue de un modo más tierno que como lo había hecho desde su cautividad. Por su parte, Josephine tardó en acostumbrarse a la presencia de Mr. Tennison, que estaba recostado en una hamaca a pocos metros de ellos y se esforzaba por ponerse en el ojo un monóculo de montura de oro para mirarla, dejando luego que se le cayera, como si aún no le hubiera cogido el truco, lo que en verdad era el caso, pues lo había comprado tan sólo una semana antes.

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