Authors: Gonzalo Giner
—Bueno, pues ustedes dirán en qué puedo ayudarles.
—Espero que en mucho. Le explico —repuso Fernando—. Soy joyero y vivo en Madrid, aunque mi familia proviene de Segovia. Localicé su nombre en internet después de probar antes con la guía telefónica, lo que me resultó una auténtica pesadilla por la abundancia de personas con su mismo apellido. Pero a lo que voy, he sabido de una forma extraña y muy recientemente que mi padre, que en paz descanse, había sido amigo de un pariente suyo, don carios Ramírez.
—En efecto, ya le dije que soy su nieto. Pero mi abuelo murió hace ya muchos años. Concretamente, y si ahora no recuerdo mal, el 20 de septiembre del año 33, recién cumplidos los sesenta años. Si el motivo de su viaje era verle, mucho me temo que lo van a tener muy complicado.
Mónica abrió el bolso y sacó una pequeña agenda, donde anotó la fecha que acababa de oír. Él la miró receloso.
—Oiga, usted, aparte de trabajar para Fernando, no será periodista, ¿verdad?
Mónica se puso colorada, se disculpó y le explicó que tomaba esas notas para contrastar otras fechas que tenían, para entender mejor la relación entre ambos fallecidos. Fernando la ayudó.
—Su abuelo envió a mi padre un objeto a mediados de septiembre de 1933, cuatro días antes de morir, según la fecha que nos acaba de dar, objeto que nunca llegó a recibir. Sin embargo lo he recibido yo, hace sólo unas semanas, y estoy intentando entender qué relación existió entre ellos durante esos años.
—¿Qué me está diciendo? ¡Que el envío no se llegó a abrir en su momento, y que ha llegado ahora, a usted, sesenta y siete años después! Perdone mi torpeza, pero me parece difícil entenderlo.
—Por razones que serían largas de explicar en este momento, ese envío (que, por cierto, se trataba de un pequeño paquete) se perdió en un almacén. Fue olvidado allí durante la Guerra Civil y siguió así un montón de años, hasta hace sólo un mes, que ha vuelto a aparecer y me lo han entregado a mí.
El hombre se rascaba la cabeza intentando entender algo.
—Y dígame usted, si no es indiscreto por mi parte, ¿qué contenía el paquete?
—Bueno, esa información prefiero no comentarla todavía. Queda dentro de la intimidad de la familia.
El hombre cambió rápidamente el gesto, frunció el ceño y empezó a mirar a Fernando con desconfianza.
—¡Veamos! ¡Recapitulemos! Usted, un joyero de Madrid, me llama por teléfono el día de los Santos Inocentes y me solicita una reunión lo antes posible, lo cual ya me extrañó bastante. Llega hasta aquí y me cuenta que su padre mantuvo una relación, sin saber de qué tipo, con mi abuelo, que lleva muerto un montón de años. Luego me cuenta que ha recibido un paquete que tardó sesenta y siete años en ser entregado (¡viva la rapidez del servicio de correos en España!) y que el resto, su contenido y el motivo de tenerles a ustedes aquí, queda dentro de la más completa intimidad familiar. —Paró de hablar y se empezó a poner el abrigo—. ¡Miren! Ustedes me perdonarán, pero siento mucho que hayan tenido que viajar tantos kilómetros hasta aquí, porque, visto el planteamiento, completamente falto de transparencia, con el que vienen y sintiéndolo mucho por mi parte, me temo que voy a irme.
Se levantó y se disponía a besar nuevamente la mano de Mónica, cuando ella le dijo:
—Le ruego que se vuelva a sentar. ¡Se lo pido por favor, don Lorenzo!
El hombre, que no se esperaba la reacción de aquella hermosa joven, atendiendo la súplica de la mujer volvió a sentarse a la espera de mejor explicación.
—Con el poco tiempo que hemos tenido para conocernos he podido constatar que es usted todo un caballero. Le pido disculpas por la desordenada e incompleta información que le hemos dado hasta el momento.
El hombre escuchaba algo más complacido las explicaciones de Mónica. Pensaba que la joven parecía más sensata. Fernando hizo ademán de tomar la palabra, pero Mónica le puso la mano en el brazo para evitarlo y continuó ella.
—Comprenderá usted que, sin tener todavía la suficiente confianza entre nosotros, hayamos comenzado esta charla sin darle toda la información de que disponemos. No sabemos qué uso podría hacer de ella. Tampoco hemos tenido tiempo suficiente para conocer su versión de los hechos. Estoy segura de que, tras conocerla, nos animaremos a aportar todos los datos de que disponemos, para finalmente desenredar entre todos este barullo. —Mónica empezaba a sentirse cómoda ante el gesto más tranquilo del hombre—. Para empezar, le puedo decir, sin entrar aún en detalles, que el objeto que recibió mi jefe era una joya bastante antigua, que estamos estudiando en este momento. El señor don Fernando Luengo, padre de Fernando, murió en 1965, pero sabemos que al menos en una ocasión vino a su pueblo para buscar información sobre algo que tenía que haber recibido, años antes, de parte de su difunto abuelo. No sabemos por qué, pero se volvió a Segovia sin obtener nada. Ahora hemos entendido que lo que buscaba ya se lo había mandado su abuelo. ¡Aunque él nunca llegó a saberlo! —Lorenzo se mantenía atento a las palabras de Mónica—. Fernando Luengo padre estuvo circunstancialmente preso, y permítame, por respeto a su memoria, evitar explicarle ahora los motivos que le llevaron a ello, en Segovia durante 1932 y parte de 1933. Salió de prisión el 20 de agosto de ese año. —Inspiró para continuar. No estaba segura de tener la completa aprobación de Fernando al estar dándole tantos datos, pero algo en su interior le decía que ese hombre era de fiar—. Hace poco hemos comprobado documentalmente que su abuelo mandó a la prisión el paquete que contenía la joya. Pero el envío llegó a la cárcel casi un mes después de su salida. Y por razones que desconocemos, posiblemente por un descuido de algún funcionario, se perdió en un archivo y allí permaneció durante casi setenta años, hasta que hace poco tiempo, coincidiendo con la informatización del Archivo Histórico de Segovia, ha aparecido de nuevo. Después localizaron a Fernando Luengo, hijo, y lo demás ya lo sabe usted.
Don Lorenzo miró a los ojos de Fernando, notando la desaprobadora mirada que estaba dirigiendo a Mónica.
—¡Caballero! —exclamó el hombre—. ¡Tiene que estar usted orgulloso de contar en su empresa con una mujer de tanta valía!
Fernando sonrió complacido y miró a Mónica con un gesto esta vez lleno de agradecimiento. Acababa de captar la estrategia que la joven había llevado a cabo. Parecía haber dado sus frutos. Lorenzo se mostró más relajado y con ganas de hablar.
—La familia Ramírez comenzó a vivir en estas tierras tras salir de León, junto al rey Alfonso IX, para arrebatársela a los árabes a comienzos del siglo XIII, entre 1227 y 1230. La primera dinastía Ramírez luchó codo a codo con el rey y por ello, una vez conseguida la victoria, les fue recompensada su generosidad y valentía con abundantes y ricas tierras a lo largo de esta comarca. Si observan un plano del sur de Badajoz, verán numerosos pueblos con nombres que reflejan su colonización por leoneses. Por ejemplo, y por citar algunos, Fuentes de León, Segura de León, Cañaveral de León, Calera de León y algunos más. La mayor parte de ellos fueron entregados por el rey a mis antepasados. Pero también donó otras grandes extensiones a las órdenes militares y sobre todo al Temple, en agradecimiento por su valiosa participación en las conquistas. Los monjes templarios constituyeron aquí una encomienda, con centro en Jerez de los Caballeros, que de ellos tomó el nombre, de unas proporciones colosales. Háganse cargo que la extensión de sus dominios llegó a tener mayor tamaño que la actual provincia de Santander.
Mónica tomaba notas a toda velocidad tratando de no dejarse nada importante. Había empezado con unas breves pinceladas de la historia medieval de esa comarca. Tratándose de un catedrático de Historia, era muy previsible.
—Durante el tiempo que estuvieron los templarios en esta tierra y hasta su disolución en 1312 por orden del papa Clemente V, pueden ustedes comprender la cantidad de relaciones políticas y económicas que se establecieron entre ellos y las familias nobles de la zona, entre las cuales estaba la mía. No siempre hubo una buena relación entre esos poderosos vecinos. En ocasiones se produjeron pequeños enfrentamientos, que muchas veces terminaban en pérdidas de uno u otro pueblo, según qué parte ganase.
Don Lorenzo hizo una larga pausa estudiando los rostros de su audiencia y comprobando que estaban completamente enganchados a su relato.
—Pero ahora, les ruego que dejen atrás todo lo que les he contado hasta el momento, ya que ahora viene la parte más importante, y que tiene relación con el asunto que les ha traído aquí. —Bajó la voz, para que nadie más que ellos lo escuchase—. A partir de su llamada he repasado todos mis papeles, tratando de encontrar el nombre de su padre. Ya les contaré cómo, pero al final lo encontré. Esa circunstancia me ha hecho pensar en una teoría; pero, antes de explicarles más detalles, creo que deben saber otra cosa: ¡he descubierto que mis antecesores iniciaron una extraña y especial relación con los templarios!
Paró nuevamente de hablar, disfrutando del efecto que estaban provocando sus palabras. Llamó al camarero y le pidió una copa de vino y dos coca-colas para su audiencia, tras preguntar lo que deseaban.
—De momento, y para no confundirles más, esa fase de la historia la terminaré en este punto, pues necesito explicarme por otros derroteros. Se preguntarán qué tiene que ver lo que pasó ochocientos años atrás entre unos templarios y mi familia con su padre y mi abuelo hace setenta. ¡Pues creo estar muy cerca de poder responder a esa cuestión! Aunque, por prudencia, todavía no me atrevo a sacar conclusiones definitivas. Para que lo entiendan mejor —se dirigió a Fernando—, ¡he descubierto cosas sobre su padre! Y no porque mi abuelo se lo contase a mi padre y éste a mí, pues desgraciadamente para todos, ambos lo mantuvieron totalmente en secreto. Lo que he logrado averiguar ha salido del estudio minucioso de la enorme documentación que mi abuelo dejó a su muerte. Parte de su gran biblioteca y de los archivos que fue atesorando en vida se quemó durante la Guerra Civil. Otra parte fue confiscada por los republicanos y, el resto, ocultada por mi padre. —Tomó un sorbo de vino para aclararse la garganta—. He dedicado más de veinte años a recuperar y reunir la información perdida, salvo la quemada, por razones obvias, y creo que ya tengo casi completada la que pudo ser la original.
Fernando ya no pudo aguantar más y le preguntó:
—Me ha parecido entender que estaba cerca de conocer la relación entre nuestros familiares. ¿Cuál piensa que fue? Y otra pregunta, antes de que me conteste, ¿qué es lo que ha sabido sobre mi padre?
—Por algún motivo los dos querían ocultar algo que habían descubierto, y debieron pensar que una buena forma era que nadie pudiese nunca relacionarles. Por eso, ni usted, por su parte, ni yo, por la de mi padre, hemos sabido nada hasta hoy sobre el tema.
—Pero ¿cómo se conocieron? —preguntó Mónica.
—Fue mi abuelo el que se puso en contacto con su padre en Segovia. Lo hizo durante un viaje, hacia 1930. He logrado reconstruirlo a través del detalle de sus gastos, apuntados en el libro de contabilidad que llevaba. Mi abuelo anotó y tituló el viaje como
Visita a la Vera Cruz.
¿Les dice algo esa iglesia?
—¡Sí, y mucho! —respondió Fernando—. Para empezar, allí están enterrados los primeros Luengo, fallecidos en el siglo XVII. Y además, y no sabemos por qué motivo, por intentar forzar sus tumbas sin permiso, en 1932, mi padre fue encarcelado. ¡Por tanto, ya conoce el motivo de su prisión!
—Mi abuelo conservaba dentro del libro la dirección de una platería de Segovia y un nombre anotado al margen, Fernando Luengo. Y lo más extraño; entre comillas, y al lado de su nombre, puso otro: «Honorio III». ¿Saben quién era?
—Creo que fue un Papa, pero no sé nada de él. —Fernando intentaba seguir el razonamiento de aquel hombre; pero, a medida que iba desarrollándose la historia, se le estaba complicando cada vez más.
—Ahora que caigo, he sido tan descortés que no les he contado nada acerca de mí. Ya saben que soy catedrático de Historia Medieval. Mi familia fue vendiendo sus tierras durante los dos últimos siglos y ahora apenas quedan unas pocas hectáreas que ya no dan lo suficiente para vivir. A mi generación nos ha tocado tener que buscarnos otras fuentes de ingresos, lejos, incluso, de nuestras raíces.
—Se había quedado en Honorio III. ¿Qué relación, piensa usted, puede tener un antiguo Papa con el padre de Fernando? —preguntó Mónica, para no perder el hilo.
—¡No lo sé! Estoy investigándolo todavía. Pero sí tuvo mucho que ver con la iglesia de la Vera Cruz, ya que tomó ese nombre, dejando de ser llamada del Santo Sepulcro, coincidiendo con el envío de una reliquia de la Santa Cruz, por parte de Honorio III, para que fuera venerada allí. Eso ocurrió en el año 1224, poco después de que fuera construida. Desconozco por qué mi abuelo anotó el nombre de su padre y el de Honorio III juntos. ¿Tienen ustedes alguna idea que no se me haya podido ocurrir a mí?
—¡Ninguna! A mis antepasados los enterraron en 1679 y 1680, más de cuatrocientos años después del hecho que nos acaba de relatar. No soy capaz de entender qué puede relacionar a la curia romana con mi familia.
Fernando miró su reloj. Se les había pasado la mañana volando y ya eran casi las dos de la tarde. Se acordó de Paula y empezó a sentirse incómodo. Si seguían allí, iban a llegar tarde al restaurante donde habían quedado.
—Perdone que interrumpa esta interesantísima charla. Mi hermana está a punto de llegar a Jerez de los Caballeros. Hemos quedado con ella para comer en el restaurante La Ermita. Sería un placer que nos acompañase y continuar allí con esta charla.
Lorenzo Ramírez se disculpó, pues debía ir a Sevilla para visitar a un familiar enfermo y tenía planeado pasar el resto del fin de semana allí. Además, el lunes tenía que dar una conferencia en la Universidad de Sevilla.
—¡Han elegido un buen restaurante! ¡Es estupendo! Les recomiendo que prueben las criadillas. Es una de sus especialidades. ¡De cualquier manera, seguro que tendremos más oportunidades de comer juntos!
Mónica tenía todavía muchas preguntas, como todos. Pero había una que le interesaba especialmente y no quería que Lorenzo se fuera sin conocer su respuesta.
—Antes de que nos separemos, querría hacerle una última pregunta sobre su abuelo. ¿Era un templario?
Fernando se quedó perplejo ante aquella extravagante pregunta. Pero don Lorenzo, sin embargo, se sonrió y la miró con actitud de absoluta entrega. Esa inteligente mujer no hacía más que confirmar la buena impresión que de ella se había forjado desde un principio.