Authors: Gonzalo Giner
El maestre aragonés, absolutamente desencajado, le narró los acontecimientos que se sucedieron tras el fallecimiento del comendador Atareche, la posterior persecución de un antiguo amigo del fallecido del que sospecharon podría haber recibido la información de dónde se hallaban los objetos, tras visitarle momentos antes de su muerte. Su fiel colaborador Pedro Uribe, segundo del comendador Atareche, le siguió junto a otro monje, que había sido el único testigo de todo lo acontecido.
—Tras apresar a Pierre de Subignac, que así se llama el amigo del traidor Atareche, llegaron hasta una hacienda, propiedad de nuestra orden, en una pequeña villa segoviana llamada Zamarramala. —El papa Inocencio creía haber escuchado anteriormente aquel nombre pero no recordaba cuándo. Atento de no dejarse ningún detalle importante, el maestre Cardona seguía con su relato—. Amenazado de muerte por los nuestros —la expresión del pontífice no pareció alterarse por aquello—, Subignac pareció querer colaborar en el rescate de los objetos. Decidieron presentarse ante el comendador de Zamarramala con el fin de obtener el permiso necesario para visitar y estudiar el lugar donde sospechaban que habían sido escondidos los objetos: la iglesia de la Vera Cruz.
—¡Entonces, están escondidos en la Vera Cruz! ¡Qué coincidencia...! —interrumpió el Papa, poniendo mayor interés en el relato.
Hacía rato que el pontífice había dejado de agarrar la lámpara, y ahora se dedicaba a frotarse los dedos, para que perdieran su reciente rigidez. Parecía que su tensión inicial estaba empezando a desaparecer. Comenzaba a pensar con toda rapidez la manera de afrontar aquella curiosa situación que se le acababa de presentar, mientras su invitado continuaba explicándose.
—Tras ser aceptada su petición, fueron acompañados por el propio comendador a la citada iglesia. A partir de entonces ya no tenemos constancia directa de lo que allí ocurrió. Lo siguiente se basa únicamente en el testimonio que aportó nuestro informador, que sólo vio el fatal resultado de aquella «interesada visita» al templo. Parece ser que pudieron quedarse solos durante un tiempo razonable inspeccionando su interior, mientras el otro monje vigilaba la entrada y los movimientos de sus dos guardianes. Un inusitado ruido, procedente del interior de la iglesia, alertó a nuestro hombre. Lo que descubrió le hizo salir despavorido de allí. Cabalgó al galope y sin descanso durante varias jornadas, hasta que pudo localizarme para contármelo todo. —Inocencio aguardaba con impaciencia el final—. Encontró a Pedro Uribe muerto, en medio de un gran charco de sangre, junto a sus asesinos: Subignac y el comendador. Este último, al sentir su presencia, parece que trató de retenerle, pero afortunadamente no lo consiguió. —Suspiró, ya más relajado, al saber que había terminado su parte en aquel incómodo trance.
—¡Exhaustivo relato, hijo mío! —El Papa miró primero al aragonés y luego al otro—. Con todo, me falta saber dos cosas más: ¿quién es ese comendador? Y segundo, si ya sabéis dónde están escondidos el cofre y el papiro, ¿qué os ha impedido traérmelos hoy mismo?
—Contestaré yo a esas dos preguntas. —El gran maestre había esperado con resignación su momento de dar explicaciones—. El nombre del comendador es Gastón de Esquivez que... —No pudo seguir.
—Gastón de Esquivez y la Vera Cruz. Ahora sé de quién hablamos. —El Papa dejó su frase en el aire, seguida de un deliberado silencio—. Termina, hijo mío, ya hablaremos después de mi interés por ese personaje.
Périgord justificó su decisión de no abordar frontalmente aquella lamentable situación causada por un miembro de su orden, y de no mandar a nadie a recuperar los objetos, por darse en el comendador Esquivez la doble coincidencia de ser, por un lado, el origen del actual problema y, por otro, uno de los sujetos de una discreta investigación interna que estaba siendo llevada por unos hombres de su máxima confianza. En la sede del Temple se había sabido que existía un grupo de templarios en Europa, entre ellos altos cargos, que habían constituido una rama secreta, al margen del respeto debido a la regla templaría, que seguían unas extrañas creencias y ritos. La investigación para descabezar y disolver aquella rama podrida dentro del gran árbol de la orden estaba dando sus primeros frutos. De momento habían identificado a dos maestres regionales y a cinco comendadores como miembros del grupo, pero sospechaban que quedaban al menos otros cinco, que permanecían ocultos.
—¡Nunca me hablaste de esa secta! —exclamó Inocencio IV, algo defraudado por su falta de sinceridad.
—Santidad, no me faltan las excusas. Al principio no le di demasiada importancia, pero al saber los nombres de algunos de sus protagonistas empecé a alarmarme más y, aunque debía haberos informado, traté de acabar primero con ellos para luego daros todas las explicaciones. —Armand se sentía abrumado.
—No me valen tus razones; pero, por favor, sigue con tu argumento.
—Cuando conocimos lo que había sucedido en la Vera Cruz y la implicación de Esquivez, pensamos en mandar un grupo armado para juzgar los hechos y recuperar las reliquias. Pero al meditarlo más detenidamente, la circunstancia de que Esquivez fuese uno de los miembros confirmados del grupo rebelde nos hizo cambiar de opinión. Si la información sobre su más que probable apresamiento llegaba al resto de sus correligionarios, podríamos alterar la buena marcha de nuestra investigación. Por ese motivo hemos paralizado cualquier decisión, salvo la de tenerle en continua vigilancia para que no oculte los objetos en otro lugar. Él sabe que estamos informados de la muerte de Uribe, pero hasta el momento no ha tenido noticias nuestras. Es lógico que quiera proteger esos objetos que todos anhelamos. —Tras concluir aquellas palabras, se sentía con la misma paz que cuando confesaba con su capellán.
Los más allegados al Papa sabían que, cuando estaba enfurecido, le sobrevenía una tosecilla seca, muy insistente, junto con un temblor del mentón de lo más peculiar. Todo el que le conocía y detectaba esos dos síntomas sabía que lo mejor durante esos trances era estar lo más lejos posible. Al terminar de escuchar a sus dos hijos templarios el Papa padecía ambos tics. Apretó los dientes, lleno de rabia y, tras unos segundos, pareció empezar a relajarse.
—Una curiosa coincidencia, que pronto entenderéis, me anima a contaros algo que requerirá de vuestra ayuda para confirmarlo. Me explico. Mi antecesor, Honorio III, mandó una reliquia de la Santa Cruz, en un bello relicario de plata, a la iglesia del Santo Sepulcro de Segovia. Por motivo de su haber y exposición en ella, el templo pasó a llamarse de la Vera Cruz. Por varias razones que no ha lugar exponeros en este momento, he tratado reiteradamente de recuperar la santa reliquia, solicitando a vuestro comendador Esquivez su devolución, sin que nunca atendiera a mi voluntad. Han sido innumerables las cartas enviadas con mi sello personal que no han encontrado respuesta. —Golpeó uno de los brazos de su silla—. ¡Ese miserable no sabe lo que le espera! Carente de escrúpulos, no sólo retiene mi relicario sino que también esconde las otras dos enigmáticas reliquias, el cofre y el papiro, que tratábamos de localizar desde hacía tiempo. No sabe contra quién se ha enfrentado. —Sus ojos se le iluminaron—. ¡Voy a rescatar esas reliquias contra su voluntad, sin violencia y sin que él se entere!
—Pero, Santidad —intervino el gran maestre—, ¿cómo podréis haceros con ellas? Por lo que conocemos de Esquívez, sin el uso de la fuerza dudo que lo logréis.
El Papa miró a Armand de Périgord para responderle. Al hacerlo, apareció en sus ojos un brillo de picardía.
—Primero contesto a tu pregunta: no seré yo el que se encargue de ello, ¡lo vais a hacer vosotros! —afirmó con rotundidad—. Para hacernos con el relicario del
lignum crucis
, yo mismo os daré la idea; la solución para sustraerle los otros dos objetos espero que sepáis encontrarla vosotros solos. —Adoptó un severo gesto cargado de negras consecuencias—. Ahora bien, quiero que tengáis muy claro que no aprobaré vuestra vuelta si no traéis las reliquias con vosotros. Y sobre todo quiero el relicario. Sin él es mejor que no os dejéis ver en Letrán. ¿Me entendéis? ¡Como poco con el relicario! Es el único objeto que sé con seguridad lo que es; de los dos restantes sólo barajamos conjeturas. —Los dos maestres captaron la consigna—. Ahora, os explicaré cómo tenéis que proceder para haceros con la reliquia de la Santa Cruz.
—Pero ¿cómo lo conseguiremos sin que lo adviertan?
—Mandaré de inmediato que se construya una réplica exacta del relicario, y vosotros os encargaréis de sustituir el auténtico por la copia, que contendrá un trozo vulgar de madera. ¡Ése es mi plan! Así paliaréis el frustrante servicio que me habéis prestado hasta ahora. —Hizo una pausa y miró fijamente a los ojos del gran maestre—. ¡Armand, esperaba mucho más de ti! No vuelvas a defraudarme. Tengo planes muy interesantes para tu causa en Tierra Santa. ¡Espero que demuestres que los mereces!
—Santo Padre, ¿podríamos conocer qué os motiva a desear esta reliquia con tanto ardor? —Guillem de Cardona, que se había mantenido largo tiempo en un discreto silencio, no quiso retrasar su pregunta por más tiempo. Necesitaba entender el sentido de tan delicada misión.
Périgord, sin embargo, y después de la advertencia que había recibido, creía que era mejor mantenerse en un discreto silencio.
—¡Está bien!, os contaré algo. Si conseguís traérmela a Letrán, os ampliaré el resto de la información. De momento, sólo puedo exponeros una parte de mis motivos.
Se acomodó en el sillón y les miró, calculando el poco tiempo que disponía para narrar lo imprescindible sobre ese relicario. Tenía muchas obligaciones esa mañana, pero pensó que podía serle de utilidad que conocieran algo más. Así se entregarían con más ahínco a su recuperación.
—En mi opinión, los papas no sólo recibimos el poder espiritual sobre el pueblo, también el poder temporal. Sobre el primero no existe controversia, pero sí sobre el segundo. Como los príncipes cristianos, en general, no lo asumen, rivalizan por ese derecho que nos asiste, empujados por su propia ambición. Nuestras competencias como sumos representantes del poder divino deberían ser entendidas como apoderados y regentes también del humano. Para conseguirlo, hemos probado dos caminos. El primero, aglutinar en nuestra persona, y bajo un único proyecto, los diferentes intereses de los príncipes europeos. Con ese empeño se consigue el reconocimiento de una autoridad superior, la del Papa, sobre las individuales de cada rey. De ahí nacieron las cruzadas. Nadie antes había conseguido reunir, bajo un solo mando, el del Papa, todo el poder europeo. Pero, además, al pueblo llano también hay que darle motivos para que reconozca esa nueva autoridad, y qué mejor que con el concurso de las reliquias. Muchos de los que acudieron a las primeras cruzadas lo hicieron con el único objetivo de hacerse con alguna de ellas, y otros por contemplarlas en Tierra Santa, sobre todo, las relacionadas con la vida de Cristo. Por eso quiero recuperar el mayor número de reliquias, para tener al pueblo de nuestro lado, ardiendo en deseos por venerarlas.
»Siendo éste el mayor motivo de mi interés por recuperar ese relicario, en este caso particular también concurren otras razones. —Observó el interés de sus invitados—. Apenas llevo un año en el pontificado. Como sabéis, antes y durante muchos años, me encargué del archivo y registro privado de los papas. En San Juan de Letrán se conservan infinidad de documentos sobre las actividades de los distintos pontífices que han ido presidiendo la cátedra de san Pedro durante casi un milenio. No son documentos doctrinales, son simplemente escritos de índole interna, como cartas privadas, gastos varios y otras referencias escritas sobre la vida personal de los pontífices. —Vio a sus invitados más relajados y continuó tratando de relatar sólo lo más importante.
Les contó que la documentación más desordenada con la que tuvo que enfrentarse había sido la perteneciente a uno de sus antecesores, Honorio III, y, por tanto, fue a la que dedicó más tiempo. Honorio III había sido elegido para sentarse en la silla de Pedro en 1216 y murió en marzo del año 1227. Durante su mandato fue el promotor de la quinta cruzada. Destacó también de él que fue un Papa muy dado a la escritura y dejó numerosísimos escritos. Pero una de sus más destacadas actividades, por la que sería recordado durante siglos, fue la restauración de la iglesia de San Pablo Extramuros de Roma. La iglesia, que había sido erigida por orden del emperador Constantino hacia el año 320 de nuestra era, ocupaba el lugar donde, según la tradición oral, había sido enterrado el apóstol Pablo. La iglesia fue reformada en su casi totalidad, aunque manteniendo su estructura original, con tres naves separadas por ochenta colosales columnas de mármol. Se sabía que Honorio había querido embellecerla generosamente. Pero, sin lugar a dudas, el deseo que más fama le daría fue la decoración de la cúpula del ábside, donde mandó realizar un bello mosaico que representaba a un Cristo entronizado, acompañado de sus principales discípulos: san Pedro y san Pablo —este último en posición preferente—, junto con san Lucas y san Andrés, hermano de san Pedro. Ordenó a los artesanos venecianos que, además de las figuras principales, incluyeran una pequeña imagen suya a los pies de Jesucristo y a su izquierda, con el título «Honorius III».
Continuando su relato, Inocencio IV abordó la descripción del transepto de San Pablo Extramuros, donde se abrían cuatro capillas. Una de ellas había sido también reformada por Honorio, que mandó embellecerla con un bello mosaico de estilo bizantino que le había sido enviado por Germán II, patriarca ortodoxo de Constantinopla, en el que aparecía la Virgen María con su Hijo, vestida de azul, sobre fondo dorado.
—Si la visitáis, podéis ver que el Niño agarra en su mano izquierda un papel o un pequeño pergamino blanco. La Virgen está representada, al más puro estilo helenístico, con un bello vestido azul enriquecido con cenefas doradas y con unos significativos y bellos pendientes. Ese último detalle, los pendientes, me llamó fuertemente la atención desde el primer momento.
Inocencio les aclaró que ese mosaico había sido elaborado en Constantinopla y que era réplica de un mosaico más antiguo, posiblemente del primer siglo de nuestra era. Por tanto, se suponía que quien hubiera realizado el original podía haber conocido a la madre de Dios en persona.
—Yo no recordaba haber visto antes ninguna imagen de la Virgen portando joya alguna. Y por lo que sé, no se ha vuelto a repetir en ninguna otra obra, ni pintada ni esculpida. Por eso creo que, a través de ese icono, Honorio dedujo una importante consecuencia de una enorme trascendencia histórica. —Parecía con ganas de terminar la entrevista—. Hoy no entraré en más detalles, esto es todo lo que puedo anticiparos de momento, hasta que volváis con la reliquia. Para entonces, os daré algo más de información.