Authors: Gonzalo Giner
A pocos metros de él, dos hombres le seguían sin perderle de vista ni un solo segundo. Pedro Uribe calculó que allí se le presentaba la mejor oportunidad para abordarle, al ser un lugar bastante solitario, y con la mayor decisión se acercó hasta darle alcance.
Pierre había dejado su caballo en una cuadra cercana a la plaza para que lo guardasen y le diesen algo de comida. En esos momentos se disponía a buscar alguna fonda donde descansar un rato. De pronto alguien le agarró del hombro y, al volverse, se encontró con el rostro risueño de Pedro Uribe, acompañado por otro hombre al que no reconoció. Aparte de la desagradable sorpresa, notó algo punzante que se le clavaba a la altura de los riñones.
—¡Quién te iba a decir que nos volveríamos a ver tan pronto! ¿Verdad, Pierre? Te aconsejo que no te resistas ni intentes hacer ningún movimiento raro. Tengo un puñal apuntando a tu espalda y no dudaré un segundo en clavártelo hasta el fondo.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Pierre asustado.
—Exactamente lo mismo que tú pero con mejor suerte, porque el pequeño cofre terminará en nuestras manos y no en las de un asqueroso hereje como tú. —Le empujó hacia un callejón muy cerrado, al abrigo de posibles miradas molestas.
—¿De qué me hablas, Pedro? No sé de qué me estás hablando.
La posición del otro hombre impedía cualquier posibilidad de fuga. Pedro sonrió con una expresión cínica.
—Pierre, lo sé todo. Juan te dio la pista para encontrarlo aquí, en Segovia, pero te aseguro que no conseguirás hacerte con él. Ese cofre pertenece a los templarios y estoy dispuesto a todo por recuperarlo. —Le agarró del cuello y, apretándolo contra la pared, continuó hablando—: Sé que volviste al monasterio por la noche y que Juan te indicó el lugar donde lo había escondido. Te hemos seguido desde entonces, y cuando comprendí que te dirigías a Segovia, me empezaron a cuadrar todas las pistas. Juan vino en el año 1224 a esta ciudad, coincidiendo con la llegada de una reliquia de la cruz de Jesucristo, dentro de un relicario, a un nuevo templo que nuestra orden había dedicado al Santo Sepulcro. Debió de ser entonces cuando escondió los objetos de los que tratas de apoderarte.
En pocos segundos, Pierre había asimilado la nueva información. Pedro le acababa de dar algunas de las claves del mensaje dibujado en la sábana que no había conseguido descifrar. Ahora quedaba confirmado que el destino era Segovia y, posiblemente, la iglesia del Santo Sepulcro. Y también le había revelado lo que debía encontrar: varios objetos de los que al menos uno era un cofre. Juan no había querido que los monjes se hicieran con ellos por la razón que fuese. Y él tenía que respetar su voluntad. A partir de entonces tenía que ser lo suficientemente hábil para que Pedro le dirigiera y ayudara a encontrarlos, pero evitando que se los pudiese quedar él.
Pedro le colocó el puñal en el cuello y le atrajo hacia su rostro.
—¿Dónde están escondidos? Tienes un minuto para decírmelo o te rebano el cuello. Si no cooperas te mato aquí mismo y ya los encontraré yo solo.
Pierre se acordó del sagrado medallón y le contestó con rapidez:
—Juan me habló de la iglesia del Santo Sepulcro, a las afueras de Segovia. Allí están escondidos. Pero no me dio más detalles, porque cuando le visité esa misma noche ya lo habías matado tú.
—Siento defraudarte, pero yo no le maté. Sólo lo interrogué, digamos, con un poco de severidad. —Pierre le miró con asco—. ¡Entonces iremos esta misma noche a esa iglesia y localizaremos el cofre y el pergamino! Si nos ayudas a recuperarlos, te prometo que no te mataré. Pero como intentes algo, no respondo de mi promesa.
Pierre pensó que podría tener alguna oportunidad de deshacerse de esos hombres si al día siguiente los llevaba antes al enclave templario que administraba el buen amigo de Juan, el tal Esquivez. Tenía la intuición de que ese hombre podía ayudarle. Se aferró a esa posibilidad sin pensárselo dos veces.
—Pedro, te ayudaré. Pero no creo que sea una buena idea ir esta noche. Seguro que está fuertemente vigilada y posiblemente cerrada. No sé si lograríamos entrar y, aunque lo consiguiéramos, sería imposible encontrar el cofre en la oscuridad. De día podremos estudiar con detalle el templo para obtener las pistas que nos ayuden a localizar el lugar donde los escondió. Seguro que no será una empresa fácil. Os propongo que vayamos primero a la hacienda templaria de Zamarramala, la que atiende el Santo Sepulcro, para conseguir que nos dejen visitar la iglesia. Como vosotros sois templarios, no creo que os pongan muchas dificultades.
—¡De acuerdo, mañana iremos juntos! Trataré de convencer a mis hermanos para que nos dejen verla bien; pero por si no lo consigo, ya puedes pensar alguna buena excusa que nos permita quedarnos solos, y con tiempo suficiente, para encontrar esos objetos. —Separó el puñal de sus riñones—. Ahora iremos a buscar una posada donde descansar. Dormiremos todos en la misma habitación. No quiero que te quedes ni un minuto solo.
A pocos pasos del callejón localizaron una hospedería que tenía habitaciones libres. Se alojaron en ella para pasar la noche. Cenaron allí mismo; aunque durante el resto de la tarde no llegaron a cruzar más de tres o cuatro palabras, y menos aún con aquel monje que acompañaba a Pedro, que parecía mudo, Pierre pudo completar su escasa información acerca del misterioso cofre y del papiro. Supo que Juan los había traído desde Tierra Santa tras haberlos encontrado en el desierto de Judea. Sin que nadie entendiera sus motivos, ocultó el hecho a sus superiores. Mientras Pedro hablaba, él iba digiriendo aquella información. Tenían que ser unos objetos de una formidable importancia para que muchos estuviesen dispuestos a matar por obtenerlos. Juan había sido una buena prueba de ello. Desde luego, era obvio que Pedro, junto con su silencioso ayudante, estaba decidido a hacer cualquier cosa por conseguirlos. Logró también saber que la misma sede del Temple, en San Juan de Acre, estaba implicada en esa misión. En su fuero interno agradecía el efecto del fuerte vino que Pedro había tomado sin medida durante la cena: gracias a él había obtenido sin esfuerzo mucha información.
Una vez en el dormitorio, Pedro se aseguró de dejar la puerta bien trancada y de comprobar el cierre de cada una de las ventanas para evitar que Pierre pudiese escapar. Le ató de manos y pies a las patas de la cama y, tras asegurarse de que no podía moverse, se acostó en la suya. El otro monje, finalmente, había ocupado otra habitación.
A los pocos minutos Pierre asistía a un sonoro concierto de ronquidos. No conseguía dormir pensando en todo lo que le estaba pasando. Intentó hilar lo poco que había deducido del mensaje que Juan le había dibujado en la sábana con la información que Pedro le acababa de proporcionar, dando por supuesto que él ya estaba al corriente. Le vino a la memoria el momento en que le enseñó el medallón. A raíz de ese hecho, Juan había insistido con vehemencia en verle al día siguiente para contarle algo muy importante. ¿Qué relación podría haber entonces entre su medallón, el cofre y ese papiro?
Por un lado, Pierre tenía claro que le había dejado, con sangre, un mensaje que sólo él sería capaz de descifrar. Por tanto, lo lógico era también pensar que ese mismo dibujo debería contener alguna otra pista que señalase el lugar exacto donde buscar. Trató de verlo en su mente. Era una cruz octavia, de la que salía una línea rematada con una flecha en dirección sudoeste y, encima de ella, una única letra, la «C».
El destino que aquella flecha marcaba había quedado ya descubierto, aunque de forma casual. Correspondía a la iglesia del Santo Sepulcro de Segovia. La «C» inicialmente la relacionó con Eunate pero, posiblemente, podía contener algún otro significado. Comenzó a pensar. Era la tercera letra del abecedario. La tercera, y encima de la cruz...
De pronto, le asaltó la imagen de un templo tradicional de cruz latina. En su crucero, donde se unen los dos imaginarios travesaños, siempre se ubica el altar y éste suele estar coronado por una cúpula. Esta refleja simbólicamente el arco celeste, el cielo. En ese punto central, debajo justo de la cúpula, los católicos celebran el sacramento de la consagración, como un acto que simboliza la comunión del cielo y la tierra. De lo humano, el pan; con lo divino, el cuerpo de Cristo.
Su razonamiento iba por buen camino, pero la iglesia del Santo Sepulcro era de planta dodecagonal y, por tanto, no contaba con un crucero.
Juan le había enseñado a localizar la cruz octavia en los edificios templarios, implícitamente ubicada dentro de su propia estructura. Pensó mentalmente en un dodecágono. Si juntaba los doce puntos, unos con otros, no salía ninguna forma de cruz. Pero, de pronto, imaginó que si dejaba sin unir los cuatro puntos cardinales; norte, sur, este y oeste, y unía sólo los restantes, quedaba perfectamente dibujada la cruz octavia. Los otros cuatro puntos podrían dibujar un círculo externo a la cruz. El resultado de su dibujo mental era una cruz templaría, cuyo centro bien podría coincidir con el del edículo edificado en la iglesia del Santo Sepulcro, rodeada por un círculo. Este último podría simbolizar el mundo o, sin ir más lejos, el mismo sello templario, que siempre se enmarcaba con un círculo.
Pierre acababa de adivinar el lugar donde había escondido el cofre su amigo Juan. ¡Tenía que estar en el interior del edículo central, el auténtico eje de la cruz templaría! Además, y siguiendo la otra pista —la de la letra «C» que había dibujado encima de la cruz—, entendió que Juan le estaba señalando, con más precisión, en qué lugar del edículo debía encontrar el cofre.
La tercera letra en el orden alfabético, la «C», colocada justo encima de la cruz octavia le señalaba que debía buscarlo encima también del edículo, y en un posible tercer nivel o altura. Satisfecho con sus deducciones terminó durmiéndose, confiado de que al día siguiente podría, por fin, entender el significado de aquellas palabras de su amigo Juan de Atareche.
La hacienda de Zamarramala constaba de un conjunto de modestas casas de labor dispuestas alrededor de un templo, de cuyo extremo oriental nacía un feo apéndice, que no era sino la edificación donde debían residir los monjes. A primera vista, la construcción parecía bastante humilde, lo que resultaba poco habitual en la orden.
Golpearon con insistencia un gran portón, pues parecía que nadie estuviese a su cargo, hasta que, pasado un buen rato, les abrió un freire de aspecto escuálido y antipático.
—Aparte de querer romper nuestra puerta, ¿qué más se les antoja a vuestras mercedes de esta casa?
Con la puerta entornada estudió con rapidez a los tres personajes. Los de su misma orden no le sonaban de nada. El tercero parecía ser el más espabilado.
—¡Buenos días, hermano! —se adelantó Pedro—. Venimos de Navarra y nos gustaría hablar con el comendador de esta villa.
—¿Para qué queréis verle? —preguntó con sequedad el enjuto personaje, que parecía no estar muy dispuesto a facilitar las cosas.
Pedro, un tanto bloqueado, trataba de encontrar una respuesta convincente. Pierre fue más rápido.
—Venimos a saludar al comendador Esquivez. —Pedro le miró, extrañado de que supiese su nombre. A él también le resultaba familiar—. Para pedirle un favor y comentar unos asuntos.
—Veo que conocéis a nuestro superior, Gastón de Esquívez. —La actitud anterior de reserva había desaparecido—. ¡Podéis pasar! Lo encontraréis rezando por el claustro. Queda a la derecha del patio por el que vais a pasar. —Abrió toda la puerta para darles paso.
Accedieron así a un gran patio interior. Dos jóvenes monjes se acercaron para llevarse sus caballos. A su derecha, localizaron un arco que comunicaba con el claustro.
—¿De qué conoces tú al tal Gastón de Esquivez? —Pedro estaba obsesionado, intentando recordar por qué le sonaba tanto ese apellido.
—Juan me dio ese nombre antes de morir. No sé nada de él —mintió Pierre. Aceleró el paso para rehuir el tema.
Al acceder al claustro por uno de sus ángulos escudriñaron los dos pasillos que convergían en ese punto sin ver a ningún monje. Caminaron por el de su derecha, buscando una nueva panorámica. Antes de llegar a su extremo, apareció un anciano monje que parecía abstraído en la lectura de un pequeño libro. Al acudir a su encuentro, éste levantó la vista, alertado por sus pisadas.
—Buscamos al comendador Gastón de Esquivez. —Pierre intuía que lo tenía justo enfrente.
El monje le tendió la mano, clavando la mirada en sus ojos.
—Pues aquí mismo lo tenéis —dijo sonriendo con amabilidad—. ¿En qué puedo ayudaros?
El monje estudiaba ahora a los dos hermanos templarios. El mayor de ellos se adelantó, con intención de presentar a todo el grupo.
—Mi nombre es Pedro Uribe, estimado señor. —Estrechó con fuerza su mano—. Me acompañan Lucas Asturbe, mi ayudante, y Pierre de Subignac, constructor y colaborador nuestro. El motivo de nuestra presencia por estas tierras es visitar con detenimiento su famosa iglesia del Santo Sepulcro. Hemos realizado un largo viaje en compañía de nuestro constructor con la intención de sacar ideas para un nuevo templo que nos disponemos a levantar. —Pedro había ideado esa estratagema en ese mismo instante para justificar su propia presencia y la de Pierre. Con ella ganaría un poco de tiempo, hasta asegurarse de que el freire fuese de total confianza y, si se daba el caso, revelarle luego sus verdaderas razones.
—Si eso es todo lo que buscáis, me va a resultar fácil complaceros. —Se agarró del brazo de Pedro, invitándoles a seguirle—. No tengo ningún inconveniente en que visitéis la iglesia. Podéis emplear todo el tiempo que necesitéis. —Esquívez parecía dar todo tipo de facilidades—. Pero, perdonad mi curiosidad, ¿de qué encomienda venís?
Pedro advirtió con su mirada a Lucas, reclamándole una absoluta discreción.
—Pertenecemos a una reciente encomienda de la zona del Maestrazgo —afirmó, demostrando bastante seguridad en lo que decía. El freire observaba el rostro de Pierre, que delataba un espontáneo gesto de repulsa—. ¡Es tan reciente, que casi nadie sabe que existe! —remachó, dando por finalizada esa incómoda conversación.
—¡Estupendo! Me encanta oír buenas noticias de nuestra orden y ver que seguimos creciendo. —Sonrió—. Habéis llegado en buen momento, pues nos disponíamos a almorzar. ¿Os apetecería acompañarnos?
Ninguno lo había notado, pero Esquivez había reconocido la verdadera identidad de Pedro Uribe al instante de oír su nombre y la de Pierre de Subignac, un poco después. Del tercero no tenía noticias. Sabía perfectamente que Uribe era el coadjutor de su amigo Atareche desde hacía tiempo y, aunque no se habían visto nunca, conocía bastantes cosas de él, casi todas negativas. Juan no confiaba en él y sabía que le espiaba de continuo. Al no haberse presentado como tal, y tras haberle mentido sobre aquella imaginaria encomienda, decidió no ponerle en evidencia hasta conocer mejor sus intenciones. De Subignac sabía que le unía una gran amistad con Juan de Atareche. Éste le había hablado numerosas veces acerca de él y sabía el gran respeto que se profesaban. La situación le resultaba de lo más extraña. Su primera conclusión había sido, y por ello les seguía el engaño, que Juan no estaba al corriente de ese viaje ni de las razones que lo guiaban. La segunda, en consecuencia, que tenía que descubrir el motivo.