Authors: Gonzalo Giner
De camino a Navarra había meditado sobre esas previsibles preguntas calculando qué respuesta les daría. Sopesó varias posibilidades, y acabó decidiendo que sólo contaría parcialmente lo ocurrido, sin, evidentemente, referir nada acerca de su traición. Pensó que incluso la horrible muerte de Ana podía ser perfectamente comprensible tras un sangriento asalto. Aunque en esos momentos, y viéndole a las puertas de la muerte, tomó la decisión de contarle toda la verdad. Necesitaba liberar el enorme peso en su conciencia y Juan era su mejor consuelo. Sin poder contener la tensión que arrastraba desde entonces y al ver en ese estado a su amigo, arrancó a llorar.
—¿Qué te ha ocurrido?, ¿de dónde proviene ese dolor? —Acarició su pelo, tratando de tranquilizarle.
Pierre se desabrochó el cordón de su jubón y sacó de su pecho el medallón, enseñándoselo.
—Juan, recordarás este medallón que has visto durante años. —El hombre afirmó con la cabeza, sin entender nada—. Nunca te revelé su origen ni su significado, pero hoy debo hacerlo. —Aspiró una buena bocanada de aire—. Tiene una antigüedad de más de dos mil setecientos años. Perteneció a Isaac, hijo de Abraham. Está desgastado por el paso del tiempo pero, como ves, tiene representado en relieve un cordero y una estrella. El cordero simboliza el sacrificio de un padre que, atendiendo a la voluntad de Yahvé, le fue ordenada la inmolación de su deseado hijo, Isaac. La estrella refleja la heredad, «como las estrellas del firmamento» de su descendencia, que fue bendecida por Yahvé, tras su alianza con Abraham.
Juan, impresionado por el medallón, lo cogió en su mano y se lo acercó a los ojos para verlo más de cerca.
—Pierre, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Quieres decirme que llevas en tu cuello la reliquia más antigua y valiosa de todos los tiempos? Nunca había oído ni leído nada sobre su existencia. ¿Cómo puedes asegurar su autenticidad y su procedencia?
Pierre le explicó detalladamente los hechos vividos por su tatarabuelo Ferdinand de Subignac durante la primera cruzada. El inesperado encuentro, durante la conquista de Jerusalén, con la judía Sara, descendiente directa del patriarca Abraham, y su violenta muerte en brazos de su antepasado. Le explicó también el sagrado compromiso que desde entonces habían adoptado sus ascendientes, y él mismo también, de proteger y conservar el medallón, evitando por todos los medios que cayera en manos ajenas a la familia. Ése fue el juramento que su tatarabuelo realizó a Yahvé y a los grandes patriarcas en presencia del cuerpo inerte de Sara.
Juan de Atareche seguía con interés su relato. Una sombra de preocupación le asaltó por unos instantes. Tenía que explicarle algo que podía ser esencial para Pierre. Pero antes de hacerlo no terminaba de entender todavía qué relación tenía el medallón con su pregunta sobre Montségur.
—Pierre, pero ¿por qué no me cuentas nada de Montségur? ¿Por qué lo has relacionado con la historia del medallón?
Pierre se maravilló al ver cómo Juan, aun en el lecho de muerte, seguía manteniendo la misma lucidez de siempre. Las lágrimas volvieron a acompañarle durante el relato pormenorizado de los sucesos que habían desencadenado la toma de Montségur, su decisiva intervención en la entrega de la fortaleza para evitar que el medallón pudiese caer en manos cruzadas y la vergonzante huida, abandonando a una muerte segura a Ana y al resto de sus queridos hermanos cátaros. Confesó también, experimentando un agudo dolor, las horrendas muertes de Justice y de su hombre de confianza.
Juan lo observaba lleno de misericordia —como el padre que asiste al dolor de un hijo, participando de su pesar—, pero meditaba sobre el fantástico anuncio que acababa de recibir acerca de ese medallón. El medallón de Isaac, pensaba. Un objeto profundamente sagrado. El símbolo que buscaba.
Se abrió la puerta de la habitación y entró, decidido, Pedro Uribe para recordar al cátaro que debía abandonarles. Advertido Juan del poquísimo tiempo que tenían, antes de terminar la visita, tomó las dos manos de Pierre entre las suyas y le miró muy fijamente a los ojos.
—¡Pierre, es vital para ti que mañana te cuente una cosa muy importante! ¡No faltes por nada del mundo! Ven a verme en cuanto te lo permitan. —Desde donde estaba, Pedro había oído lo que Juan decía entre susurros—. Yo te prometo que resistiré un día más sin abandonar este mundo. Sé que Dios no me dejará morir antes de revelártelo. ¡Estoy seguro!
—¡Qué tonterías dices! ¡Pues claro que nos veremos mañana! Vendré a primera hora para estar un buen rato contigo como solíamos hacer antes, mi querido amigo.
Tras dejar descansando a Juan, salió al pasillo sin encontrar a Pedro. Bajó las escaleras, meditando sobre qué podría haber querido decir con esa información «tan vital para él». ¿A qué se referiría?
Al pasar por la sala capitular, que estaba en un lateral del claustro, vio que los monjes estaban reunidos escuchando en silencio la voz de Pedro Uribe. No pudo reprimir su curiosidad y se escondió detrás de una columna para oír sus palabras. ¡Ese hombre nunca le había gustado nada!
—Mis queridos freires. Como sabéis, nuestro hermano Juan está a punto de morir y puede que en las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas nos abandone para siempre. Hasta la fecha he ocupado su responsabilidad en funciones, pero dada la situación, y tal y como determina nuestra regla, se debe proceder a nombrar un nuevo comendador convocando al consejo máximo de nuestra provincia. —Señaló con el dedo a uno de los freires, que estaba en la primera fila, muy cerca de él—. ¡Tú, Martín Diéguez, parte veloz a buscar a nuestro maestre provincial Guillermo de Cardona! ¡Convócalo en consejo para dentro de dos días! —Juntó las manos en un gesto devoto—. Desde esta noche hasta el día del consejo ayunaremos todos como ofrenda a Dios por el alma de nuestro superior. Recemos asimismo, hermanos, para que nuestro Señor nos ilumine durante la elección del que sustituirá a nuestro actual comendador. —Cogió aliento y mantuvo una prolongada pausa, mirando fijamente a los ojos de todos los asistentes. Tras unos tensos segundos de silencio, prosiguió—: Para finalizar, quiero advertiros que os queda prohibido terminantemente hablar ni una sola palabra o ayudar a la persona que ha estado hoy entre nosotros. Algunos lo habréis podido ver y otros ya lo conocíais de antes. Me refiero a Pierre de Subignac.
Pierre se sobresaltó al oír su nombre. Trató de ocultarse mejor para que nadie le pudiera descubrir.
—Subignac es un desalmado hereje cátaro. Mancilló nuestro monasterio al abandonar la fe católica y profesar la gnostica durante el tiempo que vivió entre nosotros, abusando, abiertamente y sin pudor, de nuestra hospitalidad y buena fe. Pero más grave aún que su propia perdición, fue que embaucó con sus doctrinas a dos de los nuestros, que abandonaron los santos hábitos templarios y se marcharon con él a Francia, convertidos a su diabólica fe. Hoy le he dejado visitar a nuestro hermano Juan por caridad; pero, desde ahora, si lo veis por aquí apresadlo inmediatamente. Lo entregaremos a los dominicos. ¡Ya va siendo hora de que empiece a pagar su herejía delante del Santo Oficio!
Pierre, sobresaltado ante el evidente peligro, decidió no permanecer más tiempo allí y se dirigió deprisa hacia las caballerizas. De camino no encontró a nadie, salvo al vigilante que cuidaba la entrada. Se despidió y, sin mediar palabra, se alejó al trote por el centro del pueblo, hacia la fonda en la que siempre se hospedaba.
Una vez a solas en su habitación se derrumbó, agotado, en la cama, preocupado ante la gravedad de los últimos acontecimientos vividos en el monasterio. ¿Cómo podía haber cambiado tanto su situación...? Cerró los ojos y recordó la imagen de su moribundo amigo. Con su enfermedad todos sus planes se habían venido abajo. Ya no podía sentirse a salvo allí, en contra de lo que había deseado. La segura protección que Juan le hubiera podido ofrecer se había truncado debido a su fatal estado. Pero, además, y complicando aún más su delicada posición, había oído la grave amenaza que pendía sobre él de boca de aquel provisional comendador. Debía huir de allí, en cuanto pasara esa noche. Pero antes de marchar, tenía que ver a Juan para despedirse.
¿Cómo podría entrar y alcanzar el dormitorio, sin ser visto por alguno de los monjes? Después de meditar sobre las posibles disyuntivas decidió que iría de madrugada, aprovechando el sueño de los freires. Conocía muy bien la fortaleza y sabía que, salvando el muro por su cara norte, ayudado de una simple cuerda, podría alcanzar directamente la ventana del dormitorio donde estaba Juan. No parecía muy complicado. Dormiría un rato y a media noche saldría en silencio de la fonda. En las alforjas guardaba una larga cuerda y un gancho. Serían suficientes para sus fines, pensó. Agotado por los acontecimientos se quedó profundamente dormido al instante.
Mientras, en el monasterio, todos los monjes, tras el rezo de las completas, se disponían a retirarse a sus humildes celdas. Al cabo de una hora todas las luces estaban apagadas, salvo la de la habitación de Juan de Atareche. En ella la luz de un candelabro iluminaba parcialmente la cama donde estaba siendo interrogado sin miramientos por Pedro Uribe.
—¡Maldito seas para siempre, Juan de Atareche! Debes revelarme de una maldita vez el lugar donde escondiste el pequeño cofre y el papiro antes de que mueras y te tenga que enterrar sin saberlo.
Pedro agitaba bruscamente el delicado cuerpo de Juan, que respiraba cada vez con más dificultad. Llevaba un buen rato intentando obtener información, sin haber conseguido sacarle todavía ni una sola palabra. Empezó a abofetearle, empleando en ello una furia desmedida. Una violenta bofetada consiguió que Juan comenzase a sangrar por una ceja. Un grueso anillo que llevaba le había hecho un corte. La nariz también estaba rota y la sangre brotaba a borbotones.
—¡Ya veo que hoy no quieres contarme nada! Debe ser que necesitas todavía sufrir un poco más. ¡Me encantaría matarte ahora mismo, maldito! Pero te aseguro que lograré mantenerte vivo hasta que me reveles tu secreto. Ahora iré a dormir. Te animo a que medites esta noche sobre tu obstinada actitud. Si crees que puedes ocultarme tu secreto por más tiempo, estás muy equivocado. No me detendré hasta que hables, ni en la forma ni en los medios que tenga que usar para obtener la información.
Se limpió la sangre que teñía de rojo su mano con la ayuda de la sábana y, mirándole una última vez antes de salir de la habitación, se despidió hasta la mañana siguiente.
Pedro era sobre todo un fiel templario. La orden le había hecho convertirse en alguien respetable y respetado, de lo cual estaba más que agradecido. Por ella abandonó una senda cargada de confusión —la que había regido su anterior vida entre ladrones y asesinos—, y había llegado a alcanzar una más que aceptable posición de poder dentro de la orden. Aunque su superior era Juan, mantenía relación directa con la sede provincial de Aragón y Cataluña, a la que pertenecía Navarra. A su inquebrantable fidelidad se debía su celo, a veces falto de escrúpulos, por obedecer las órdenes que le dictaban sus superiores. El interrogatorio de Juan era una de ellas. Desde la sede provincial, por informaciones llegadas de Tierra Santa, se sospechaba que Juan había traído y ocultado algunos objetos de un alto valor sagrado que, en su momento, le fueron pedidos por sus maestres sin éxito. El Temple, lejos de quererlos para su provecho, estaba sufriendo la presión del papado, que era conocedor del hecho, y que los reivindicaba para su uso como reclamo para sus miles de feligreses. La sede del Temple en Tierra Santa, en San Juan de Acre, únicamente sabía que se trataba de un viejo papiro y de un antiquísimo cofre, pero desconocían su contenido.
Con todo ello, Pedro veía una doble oportunidad para su futuro: a corto plazo conseguir el maestrazgo de Puente la Reina, en cuanto Juan muriese, y, en pocos años, si conseguía para sus superiores aquello que tanto deseaban, verse encumbrado a cotas más altas dentro de la orden. Había dejado malherido a un moribundo Juan, pero sus fines eran mucho más importantes que un poco de sangre derramada.
Pasadas unas horas, Pierre se levantó de la cama y emprendió el camino hacia el monasterio. Las calles estaban vacías. La oscuridad de la noche transformaba los árboles y los edificios que bordeaban su camino en amenazantes sombras. Aquel pavoroso silencio, sólo roto por el sonido de sus pisadas, parecía querer esconder la presencia de mudas figuras dispuestas a apresarle. El camino que separaba la fonda del monasterio se estaba convirtiendo en una auténtica pesadilla. Finalmente alcanzó sus murallas y las bordeó con precaución, hasta alcanzar su cara norte.
Lanzó el gancho, que quedó prendido de un saliente al primer intento, y se dispuso a superar sus tres metros de altura. La escalada no resultaba nada sencilla. Aunque el muro no era excesivamente alto, algunas zonas de la pared estaban completamente cubiertas de musgo, lo que complicaba su sujeción. Una vez que alcanzó su borde, desenganchó la cuerda y lanzó el gancho nuevamente a la ventana del dormitorio de Juan. La operación resultaba más complicada porque debía acertar en un pequeño ángulo de piedra, en el alféizar, y éste se resistía una y otra vez. Tras muchos intentos, el gancho se fijó a la piedra. Tras asegurarlo con un fuerte tirón, comenzó el ascenso por la lisa pared. Al ir ganando altura, su sensación de temor iba creciendo. A ambos lados, iban pasando algunas ventanas de otras celdas, cada una de las cuales significaba un riesgo de ser descubierto. Afortunadamente no fue así y alcanzó la ventana de Juan.
Como era muy estrecha se vio obligado a permanecer agachado en ella, lo que dificultaba sus movimientos. Se sujetó con ambas manos en los laterales del marco de piedra y lanzó una fuerte patada a la ventana, que cedió con facilidad. Entró en el interior y buscó a tientas un candelabro. Lo encendió y se acercó a la cama de Juan. Un gran charco de sangre coagulada manchaba toda la almohada. El rostro de Juan estaba hinchado y amoratado. De su nariz brotaban dos hilos de sangre y todo un lado de su cara estaba cubierto por sangre seca, que partía desde la ceja.
—¡Juan, Dios santo! Pero ¿qué te han hecho?
Al no obtener respuesta, Pierre se aproximó más a su rostro y le acercó la llama a la boca. No se movía. ¡Juan no respiraba!
—¡Oh no, Juan, por todos los cielos! Te han matado.
Pierre, sintiendo un inmenso dolor, comenzó a llorar desconsoladamente, agarrándose al frágil cuerpo de su amigo, mientras le seguía hablando.