Authors: Gonzalo Giner
Inocencio se sentó en la cama, agarró un puñal y se puso a tratar de separar las dos piezas simétricas que sellaban el relicario, para saber, de una vez por todas, si había algo escondido allí dentro. Cario, como no quería perderse el gran momento, se pegó al lado del Papa, sujetando el relicario por su base, para facilitarle las maniobras con el afilado instrumento. Le pidió tranquilidad cuando, por dos ocasiones, vio cómo pasaba rozando el afilado metal a escasa distancia de su mano, en el empeño por abrirlo.
En ese mismo momento, en la entrada del hospedaje, un hombre preguntaba por el número de habitación de aquellos romanos que acababan de entrar. Para tranquilizar a la joven, que compuso un gesto lleno de desconfianza, le dio sus dos nombres, le explicó que eran buenos amigos y que sólo quería darles una sorpresa.
La mujer, convencida, le proporcionó las indicaciones precisas para que el hombre diera con su habitación. Isaac llegó a la habitación que, como rezaba la placa de cobre que ostentaba, recibía el nombre de Capitolina. Llamó a la puerta.
En pocos segundos se abrió y apareció la cara de Cario, sorprendido de ver de nuevo a Isaac, el judío; pero más aún, al ver los dos largos cuchillos que llevaba en cada una de sus manos, uno de los cuales, y sin apenas darse cuenta, empezaba a pincharle el cuello.
—Señores, os solicito que guardéis silencio y que no hagáis tonterías.
Isaac cerró la puerta y miró a Inocencio, que tenía una expresión de absoluto asombro, sentado en la cama y al lado de un bello relicario de plata, abierto por la mitad. En una mano, sostenía un pendiente azul. El judío vio cómo la cerraba, instintivamente, tratando de ocultarlo.
—Santidad, no os molestéis en esconder lo que tenéis en vuestra mano. Por favor, dádmelo inmediatamente y no os pasará nada. De lo contrario, no respondo del filo de mis puñales.
Se aproximó a la cama, sujetando por la espalda a Cario, y con la daga amenazando su yugular. Arrebató el pendiente de la mano de Inocencio y se lo guardó en un bolsillo de su pantalón.
Sin perder más tiempo, Isaac se dirigió hacia la puerta con la intención de abandonar la habitación. Se volvió hacia ellos por última vez. Miró al rostro del contrariado y herido papa Inocencio, que veía cómo se le estaba escapando, en un segundo, la reliquia que tanto había anhelado, abrió la puerta de la habitación y se despidió antes de cerrarla de golpe.
—Santidad, ¡os deseo un buen viaje de regreso a Roma!
Finca Vistahermosa. Cáceres. Año 2002
El teléfono móvil de Lucía Herrera sonaba con insistencia dentro de su bolso. Mientras trataba de localizarlo, entre la multitud de objetos que había en su interior, y antes de atender la llamada, se propuso no dejar pasar ni un día más sin hacer limpieza y tirar el montón de cosas inútiles que se le habían acumulando.
—¿Sí, dígame?
—¿Lucía? Soy Fernando.
—Hola, Fernando, ¿por dónde vas? —Miró la hora y siguió hablando, sin dejarle responder—. Ya casi son las once. Debes de estar muy cerca, ¿no?
—Pues supongo que sí, pero tengo un problema.
Lucía le oía mal. Debía de estar pasando por una zona de mala cobertura.
—¿Fernando? ¡No te oigo! ¿Tú me escuchas?
—Ahora, sí. Casi había perdido la señal durante un rato, pero ahora te oigo perfectamente. Te decía que no acabo de localizar la finca. Me dijiste que, pasado Navalmoral de la Mata, fuese hacia Navatejada, y ya lo hice. Encontré también el desvío desde Navatejada hacia Almaraz, pero llegué hasta el pueblo y no he visto la entrada; ahora estoy volviendo por la misma carretera.
—Vale, entiendo. No te preocupes, estás muy cerca. Tienes que dejar a tu izquierda una casucha derruida.
—Sí, ¡estoy viéndola justo ahora!
—Reduce la velocidad porque, a unos doscientos metros, verás que se abre un camino. Tienes que encontrar una verja con una puerta de metal verde. Ésa es la entrada de la finca. Haz una cosa: como luego, dentro, hay muchos desvíos y está bastante liado dar con la casa, espérame a la entrada. Te iré a buscar con el jeep.
—Ahora estoy girando y veo la puerta. ¡Te espero aquí!
Fernando colgó el teléfono y paró su coche, una vez traspasada la puerta y a escasos metros de ella. Frente a él se extendía un bello encinar cuyo final apenas se distinguía. Salpicadas entre los árboles pastaban algunas vacas, cerdos y bastantes ovejas. A su izquierda arrancaba un largo sendero serpenteante, limitado a su vera por unas grandes piedras, y a su derecha por más y más encinas.
A esas alturas de enero, apenas había pasto en el campo, pero aun así, en los pocos penachos verdes o bajo las copas de las encinas, algunas ovejas trataban de aprovechar la poca hierba que despuntaba.
Durante el camino a Cáceres había meditado sobre la inesperada sucesión de acontecimientos de sus últimas cuarenta y ocho horas, desde que se había visto con Lucía. La invitación para pasar ese fin de semana con ella parecía haber surgido de forma espontánea, mientras se despedían el jueves anterior en su casa, y bajo un loable motivo: tratar de avanzar en la línea de investigación que llevaba el catedrático Ramírez, compartiendo sus respectivas informaciones.
Visto así, y de forma aséptica, no había que hacer más conjeturas. Pero, retrocediendo a la noche del jueves de esa misma semana, el incidente producido por la coincidencia de Lucía con la llegada de Mónica había cambiado sensiblemente su estado anímico.
Mónica había puesto en duda sus verdaderas intenciones con Lucía, lo que en parte le resultaba bastante lógico, pues él le había ocultado la entrevista. Al día siguiente, en la joyería, ella se había mostrado muy contrariada, aun después de explicarle Fernando cómo se habían producido los hechos y la intrascendencia sentimental de los mismos. Aquello le gustó mucho menos. Ante ese nuevo panorama evitó mencionar la oferta de Lucía de pasar el fin de semana en su finca, para no terminar de complicar más la delicadísima situación.
Sin haberlo pretendido, estaba envuelto en una sucesión de faltas de sinceridad con Mónica, había estropeado una incipiente relación sentimental con ella —que le resultaba de lo más atractiva— y se encontraba esperando, en la puerta de una finca, a una mujer por la que había experimentado algunas sensaciones, seguramente poco definidas, que le habían generado cierta inquietud.
También había tenido tiempo para hacer un balance de sus últimos años, valorando los escasos avances conseguidos en su trastocado equilibrio emocional tras quedar viudo. Con la muerte de Isabel no había vuelto a fijarse mucho en las mujeres. Para él habían pasado a convertirse en clientas o vecinas, camareras o dependientas de su joyería, cajeras o presentadoras de televisión, pues a eso habían quedado reducidos sus contactos con el mundo femenino. Pero de golpe, y en escasamente un mes, todo parecía haber cambiado.
Surgió un especial interés por Mónica, tan inesperado, que apenas lograba explicarse cómo había empezado ni por qué se había producido. De hecho, había estado a su lado todos esos años sin darse cuenta de que, además de una estrecha colaboradora, era una mujer fascinante. Las circunstancias que se sucedieron tras la aparición del brazalete sirvieron de escenario para descubrir la atracción que se tenían mutuamente, y propició la oportunidad de expresarse sus sentimientos.
Fernando se preguntaba cómo se había podido complicar todo de una forma tan tonta. En menos de una semana se había deteriorado la relación de tal manera que, inmerso en un mar de dudas, ahora se veía incapaz de definir sus sentimientos.
Si reconocía que Mónica ya ocupaba un lugar estable en su corazón, ¿por qué ahora, y para complicar aún más su situación sentimental, se iba a pasar ese fin de semana con Lucía? Analizándolo así se veía como un idiota, poniendo en peligro su ya delicada situación emocional.
En esos pensamientos estaba, cuando distinguió un todoterreno verde que venía en su dirección por el sendero de la izquierda. A los pocos minutos el vehículo frenaba al lado de su coche. Lucía bajó de él con una radiante sonrisa. Se notaba que estaba feliz.
Fernando también salió del suyo.
—¡Bienvenido a Vistahermosa, Fernando! —Se le acercó, saludándole con un beso—. Sígueme hasta la casa. Si quieres, dejamos allí tu equipaje y te enseño la finca a caballo antes de comer. ¿Te parece?
—¡Como tú digas, Lucía! ¡Estoy en tus manos! —Bueno, eso está por ver... —Ella sonrió, revelándose como otra mujer, bastante más relajada y ocurrente que en anteriores ocasiones.
—No..., quería decir que... —balbuceó Fernando.
—Bah... déjalo estar, sólo era una broma. ¡No perdamos más tiempo aquí! Iré despacio, porque hay una parte del camino que no está muy bien y tu coche es muy bajo. ¡Ten cuidado, y no te dejes medio coche en él!
Fernando volvió a poner en marcha el deportivo y la observó mientras subía en su Rover. Llevaba unos pantalones de pana verde y un chaleco de lana, del mismo color, sobre una camisa blanca. Anudado al cuello, un pañuelo estampado, también en tonos verdes, y, completando el conjunto, unas botas de montar a caballo. Fernando decidió que cada día le resultaba más atractiva.
Después de recorrer dos kilómetros, y tras detenerse a estudiar la mejor manera de pasar por los dos puntos del camino que parecían presentar más dificultades para el deportivo, llegaron sin problemas a un alto, desde donde se divisaba la casa, en medio de una limpia vaguada. Era un enorme cortijo de tres cuerpos. Tenía uno central, de dos plantas, más grande, y dos laterales, de una sola altura, que cerraban el conjunto en forma de «u». Próximo a él, se veían dos almacenes grandes y una cuadra junto a un patio vallado, donde paseaban una media docena de caballos.
Bajaron por un empinado camino hasta encarar la entrada de la casa. Lucía paró enfrente de un patio ajardinado y Fernando lo hizo justo detrás. Un hombre de mediana edad se acercó hasta ellos.
—Te presento a Manolo. Es el encargado de la finca y mi hombre de confianza aquí.
Fernando le estrechó la mano, presentándose a su vez.
—Manolo vive permanentemente aquí con su familia desde hace... ¿veinte años, Manolo?
—En abril hará veinticinco, señora —puntualizó el hombre.
—Su mujer, Elvira, trabaja en la cocina y hace la limpieza de la casa. Tienen un par de chavales, ya mayores, que nos ayudan con el ganado y en las labores del campo. También trabajan en la finca cuatro hombres más que viven en los pueblos de alrededor, pero como hoy tienen el día libre, no los verás.
El hombre recogió la bolsa de viaje de Fernando del maletero y se dirigió hacia el interior del cortijo, tras haberle deseado una agradable estancia.
—¿Qué pie calzas, Fernando? —le preguntó Lucía.
—Un cuarenta y dos —contestó él.
—Perfecto, te valdrán las botas de mi marido. ¡Sígueme, por favor, hacia las cuadras! ¿Sabes montar a caballo?
—Monté mucho de joven. Supongo que es algo que no se olvida. Pero hace ya como veinte años que no me subo a la grupa de un caballo.
—¡No te preocupes! Como me lo imaginaba, he mandado que te ensillaran a Princesa. Es una yegua muy mansa y fácil de manejar.
Llegaron hasta la valla de madera que rodeaba el patio y se pararon para ver los caballos que estaban siendo ensillados para ellos.
—¡Mira, la tuya es esa que tienes enfrente! La de capa castaña y crines rubias. ¡Es una preciosidad! Verás cómo te haces con ella rápidamente.
Fernando se fijó en el pelo castaño de Lucía. Lo llevaba suelto y bastante corto. Se le acababa de ocurrir una broma con doble sentido. Ella había jugado a lo mismo hacía sólo un rato, y no parecía que aquellos atrevimientos tuviesen especiales consecuencias ese día.
—¿Me quieres decir que se me dará bien porque es fácil de llevar, o es que estás pensando que me gustan especialmente las castañas?
Lucía captó la indirecta a la primera, y le contestó con otra cargada de ironía.
—Sólo te lo decía, Fernando, porque no todas las hembras castañas son tan dóciles de llevar como ésa. Con otras, posiblemente tengas que emplearte más a fondo para ganártelas. ¡Y ojo, que sólo estoy hablando de yeguas! Vamos, no sé si tú estabas pensando en otras cosas...
—¡Por supuesto que no, Lucía...! Ya veo que los dos estábamos hablando de lo mismo.
Se miraron con complicidad.
—Pues, ¡vamos al establo! Allí te puedes cambiar. Tengo unos pantalones que te pueden servir, para no mancharte los que llevas.
Entraron en los boxes y Lucía le presentó a uno de los hijos del encargado, que estaba sacando la cama de uno de los caballos.
Lucía se acercó a un armario y extrajo unos pantalones de montar y unas botas. Le indicó una pequeña habitación donde podía cambiarse. Ella se quedó hablando con el joven, para informarse de la evolución de un caballo que, por lo visto, había pasado un fuerte cólico hacía pocos días.
Las botas le quedaban algo justas, pero el pantalón muchísimo más. Tuvo que tomar aliento para poder subirse la cremallera. ¡Debía de ser dos tallas menos que la suya! Salió al pasillo justo cuando ella se acercaba para meterle un poco de prisa. Le miró de arriba abajo, notando perfectamente sus apreturas, pero como vio que lo estaba pasando tan mal terminó por no hacer ningún comentario. Le agarró del brazo, y se dirigieron hacia el patio para montar los caballos. Al llegar al suyo, Lucía lo montó con una facilidad asombrosa. A él le costó un poco más de tiempo, pero al final lo consiguió, sin necesitar la ayuda que le ofrecía el mozo. Salieron por un portón y se dirigieron a continuación, campo a través, en dirección oeste. Tras recorrer escasos metros, ella le explicó lo que iban a ver.
—Empezaremos por la parte oeste de la finca. Allí es donde tenemos casi todo el ganado mayor; en los pastos más próximos a la gran laguna. Después seguiremos nuestro recorrido dándole casi la vuelta entera, para dirigirnos hacia el norte. Apenas entraremos en esa parte, ya que comprende la zona más silvestre de toda la finca y tiene peor acceso a caballo. En esa zona abunda el monte bajo y casi toda la caza mayor, fundamentalmente jabalíes y venados. Posteriormente, seguiremos por su vertiente este. Verás que está poblada de encinares y la reconocerás por ser la que hemos atravesado antes para llegar hasta la casa. Allí tengo los cerdos ibéricos y un rebaño de ovejas merinas. Y por último, terminaremos el paseo por su lado sur. Sólo merece la pena dar un rápido vistazo desde uno de sus altos, ya que la tenemos completamente sembrada de cereal y no tiene ningún otro interés.