La cruzada de las máquinas (72 page)

Read La cruzada de las máquinas Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La cruzada de las máquinas
10.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

Gilbertus asintió. Para consternación de Erasmo, el joven manifestaba escasa curiosidad y no parecía incómodo, ni manifestaba ninguna necesidad compulsiva.

—A continuación, el hombre besa a la mujer en la boca. En este punto los dos empiezan a salivar con profusión —dijo con tono profesional—. La salivación es una pieza clave en la procreación. Por lo visto, el sentido de los besos es el de hacer más fértil a la mujer.

El joven asintió, y esbozó una media sonrisa. Erasmo supuso que eso significaba que lo entendía. ¡Bien! El robot empezó a frotar las caras de los dos maniquís con fuerza.

—Bueno, lo que viene ahora es muy importante —dijo Erasmo—. Salivación y ovulación. Recuerda estos dos conceptos y habrás comprendido la base del proceso reproductor del humano. Después de besarse, el coito se inicia enseguida. —Ahora hablaba bastante más deprisa—. Y eso es todo lo que tienes que saber sobre la copulación entre humanos. ¿Tienes alguna pregunta, Gilbertus?

—No, señor Erasmo —dijo el joven—. Creo que lo ha explicado todo muy bien.

75

Algunos milagros no son más que pesadillas disfrazadas.

S
ERENA
B
UTLER
,
Ecos de la Yihad

En su visita a las famosas granjas de órganos de Tlulax, Serena invitó a que la acompañaran Rajid Suk, un talentoso médico de campaña, y el primero Xavier Harkonnen, en calidad de representante militar de la Liga. El viaje al sistema de Thalim duró un mes entero. A pesar de la importancia de la misión, la decisión de apartar a aquellos dos importantes hombres de su puesto en el campo de batalla fue difícil para ella. Después de todo, los viajes estelares se hacían tremendamente largos, y todos los días moría gente.

El joven Suk había hecho un uso amplio e incluso milagroso de los productos de las granjas de órganos; había salvado a miles de veteranos heridos en combate. Después de la primera batalla de Zimia, uno de los predecesores de Suk se encargó de la intervención que permitió al primero Harkonnen tener unos pulmones nuevos.

Para ella, aquellos dos hombres eran héroes.

La expedición avanzaba con gran parsimonia. El carguero de Rekur Van se les había adelantado; llevaba a Iblis Ginjo, supuestamente para tenerlo todo preparado a su llegada, aunque Serena sospechaba que el motivo era otro. Iblis aún tenía secretos.

Finalmente, la nave entró en la órbita del planeta Tlulax. Serena estaba impaciente por bajar a la superficie y pasear bajo el sol de Thalim. Había pasado demasiado tiempo en el espacio. Una docena de impecables serafinas con sus túnicas blancas la acompañaban.

Sonriendo con orgullo, Serena esperó en su camarote a que la lanzadera estuviera preparada. Ningún representante oficial de la Liga había hecho nunca una visita a los mundos insulares y misteriosos de Tlulax. Si conseguía que aquellos magos de la biología entraran en la Liga, como miembros de pleno derecho, todos saldrían ganando.

Se decía que los tlulaxa eran gente extremadamente religiosa, aunque mantenían sus creencias y sus prácticas tan en secreto como su vida cotidiana. Pero ¿qué podían querer esconder? ¿Y por qué Iblis se llevaba tan bien con ellos? En cualquier caso, los tlulaxa podían hacer una importante contribución a la Yihad. Sus avances en medicina y genética eran una bendición para la humanidad.

Aunque también era cierto que muchos tlulaxa comerciaban con carne en los pocos planetas de la Liga que seguían permitiendo la esclavitud. En su juventud Serena se había opuesto fervientemente a la esclavitud. Pero por desgracia, acabó por comprender que era una práctica tan enraizada que pasarían siglos antes de que pudiera erradicarse. Como líder, seguía viendo aquello con desagrado, pero su prioridad era ganar la Yihad y evitar el exterminio de la raza humana.

Los vendedores de órganos tlulaxa habían expresado repetidamente sus recelos a divulgar información acerca de sus actividades. Serena esperaba poder convencerlos para que compartieran sus conocimientos y salvaran más vidas; para ello protegería sus intereses mediante la concesión de patentes o monopolios. Dada su adaptabilidad e inteligencia, sin duda podrían mantener su superioridad comercial.

Con expresión firme, Niriem, su jefa de serafinas, anunció:

—El Gran Patriarca envía un mensaje desde la superficie para que sepáis que todo está preparado, sacerdotisa Butler.

En sus habitaciones, las guardianas vistieron a Serena con su uniforme más deslumbrante, que le daba el aspecto de una diosa. Niriem la miró con gesto crítico y asintió en señal de aprobación.

Aquella serafina entregada y fanática acompañó a Serena a la cubierta de lanzamiento, donde fue recibida por Rajid Suk y un Xavier Harkonnen con expresión fría. Xavier parecía el militar ideal, pero no sostuvo su mirada. Ese era su comportamiento desde que se casó con Octa.

El cirujano vestía con pulcritud, llevaba el pelo oscuro recogido en una cola de caballo y sus ojos parecían demasiado grandes para su cara. Sus dedos largos y elegantes se movían con impaciencia.

Dos de las serafinas subieron a la lanzadera; Niriem ocupó el asiento del piloto. Serena subió con paso grácil por la rampa, seguida por el enérgico doctor Suk y un Xavier mucho menos entusiasta. Los dos hombres se sentaron separados.

Durante el descenso hacia el punto asignado de aterrizaje, la lanzadera pasó por encima de la nueva y chispeante ciudad de Bandalong, que aún estaba en construcción siguiendo un proyecto impresionante financiado con los beneficios de las granjas de órganos y el mercado de esclavos. Lejos de los límites de Bandalong —una ciudad cerrada a los extranjeros, incluso a la sacerdotisa de la Yihad—, aterrizaron en un puerto espacial práctico y descubierto, con unas líneas definidas y una arquitectura anodina.

Cuando Serena y sus serafinas salieron, Iblis Ginjo y Rekur Van fueron a su encuentro. Por lo visto, la importancia política y la influencia del comerciante de carne había aumentado notablemente gracias a su relación con el Gran Patriarca. El hombrecito la recibió con una reverencia.

Serena pestañeó bajo la luz dorada del sol, sorprendida al ver que el planeta seguía con sus actividades normales. No vio a una multitud fervorosa ni grupos de espectadores curiosos, como habría esperado en cualquier mundo de la Liga. Solo habían ido a recibirla unas docenas de hombres de negocios y representantes del gobierno. Era decepcionante, porque Serena sabía que su presencia podía encender el entusiasmo de la gente e insuflar sus corazones.

Su ego no necesitaba grandes recibimientos, pero lo cierto era que estaba desconcertada. Si los tlulaxa no pensaban hacer ninguna gran ceremonia de recibimiento, entonces ¿a qué tanta insistencia en los
preparativos
?

Uno de los representantes se separó del resto y se adelantó. Hizo una leve reverencia.

—Sacerdotisa Serena Butler, nos honra que hayáis querido utilizar vuestro valioso tiempo para hacernos una visita. Hemos dejado presentable una parte de nuestras granjas de órganos para que podáis inspeccionarla, pero debéis perdonarnos si no permitimos que presenciéis nuestros complicados procesos de trabajo.

Iblis lo interrumpió con voz potente y confiada.

—La demanda de productos tlulaxa aumenta con cada batalla contra las máquinas pensantes, y no queremos que ningún veterano herido se quede sin sus ojos o su nuevo corazón porque esta gente tan trabajadora está ocupada con una recepción diplomática.

Serena sonrió.

—El Gran Patriarca sabe que no deseo molestar. Solo quería mostrar nuestro reconocimiento y honrar la labor de los tlulaxa.

El doctor Suk estaba junto a Serena, y saludó a los burócratas.

—En mi trabajo como médico de campaña, he podido salvar un número incontable de vidas gracias a los productos tlulaxa. Hace mucho tiempo, el primero Harkonnen recibió unos pulmones nuevos gracias al mercader de carne Tuk Keedair. Si su vida no se hubiera salvado aquel día, no habría vivido para poder ser el padre de Manion el Inocente.

Serena vio que Iblis asentía con satisfacción. Las multitudes llamaban santo a su hijo por las calles de Zimia, y en otros mundos que participaban en la Yihad. Pero Xavier estaba allí, con expresión sombría, como si sus pensamientos lo turbaran. Después de toda una vida de servicio y dedicación completa, ¿sería eso lo que se recordaría como su mayor hazaña? ¿Ser el padre de un bebé asesinado?

Serena avanzó hacia el resto del grupo de bienvenida, preguntándose si era una rígida sociedad patriarcal, como las de tiempos pasados. Unos avances técnicos y científicos tan extraordinarios como los que los tlulaxa habían logrado con sus granjas de órganos programables normalmente exigían el intercambio de información y el fomento de la innovación y el genio. Y eso no se lograba con una sociedad represiva e intolerante.

¿La recibían con tanta frialdad porque era mujer?

Sin dejar traslucir sus pensamientos, Serena los saludó y alzó la mano en un gesto de bendición.

—Y ahora vayamos a ver vuestras maravillosas granjas de órganos.

Rekur Van marchó al frente del grupo, y acompañó a Serena y a su séquito hasta una pequeña furgoneta aérea que se utilizaba para el transporte público. Detrás el sol destellaba sobre las nuevas estructuras de la distante Bandalong, y Serena vio que, aunque eran de diferentes tamaños, todos los edificios tenían formas cuadradas y funcionales, como hormigueros geométricos.

En las colinas que rodeaban la ciudad, la hierba corta y una red de carreteras pavimentadas formaban dibujos laberínticos, similares a los de los chips de los ordenadores antiguos.

—Tenemos miles de instalaciones de cría de órganos por todo el planeta —dijo Rekur Van—, todas en el exterior, donde pueden aprovechar la energía fotosintética del sol directo.

En media hora Serena vio las granjas. Se apeó de la furgoneta aérea y, con vacilación, avanzó veinte pasos, que seguían siendo más rápidos que los de los tlulaxa. Niriem y la otra serafina la siguieron de cerca. Pero cuando las guardianas se volvieron a mirar a Iblis, este negó con la cabeza, y ellas esperaron.

Serena, Xavier y el doctor observaron los tanques relucientes como si estuvieran ante un milagro. Tanques translúcidos con forma de huevo sujetos mediante tuberías de cromo, tubos de cristal y soportes de metal negro. Todos ellos eran enormes, curvados, y en su interior había un líquido burbujeante y amarillento parecido al líquido amniótico. Los tanques estaban suspendidos, como fruta madura, conectados a sistemas de diagnóstico y monitores que indicaban el estado de aquellos perfectos órganos clonados. Iblis les explicó que había diferentes tipos de tanque para cada órgano, y que ningún órgano podía ser rechazado por el paciente.

A través de las paredes curvas de cada tanque, Serena veía formas oscuras pero reconocibles: flácidos sacos de pulmones, corazones con sus arterías, cortinas de fibra muscular que parecían retales de pana. Alzó la cabeza y miró hacia las colinas, donde había miles y miles de esferas destellando al sol, absorbiendo energía del cielo despejado de Tlulax.

El médico de campaña asomó la cabeza a uno de los tanques más próximos, donde una docena de globos oculares flotaban como un racimo de uvas, mirándole. Los nervios ópticos y las venas estaban conectados a un bulbo central nutriente.

—Es extraordinario. ¿Crían órganos según los pedidos? ¿Cada uno de esos ojos está diseñado para una víctima en particular?

—No —dijo Rekur Van echando una ojeada a los otros tlulaxa—. Los hacemos con una sangre de tipo neutro, para que sean compatibles para distintas víctimas. Tenemos bazos, hígados, riñones, todos los órganos vitales. En los tanques más grandes hasta tenemos láminas de piel.

—Lo sé —dijo Rajid Suk—. Yo mismo las he utilizado varias veces, sobre todo con víctimas de quemaduras. Han mejorado la calidad de vida de miles de personas.

Árboles de órganos rotaban para orientarse hacia el sol. El cirujano parecía perplejo.

—Durante siglos, nuestros mejores técnicos han tratado de conseguir niveles de clonación tan precisos como estos. Lo que han conseguido ustedes es un auténtico adelanto. Si no lo viera con mis propios ojos no lo creería. Ningún otro científico de la Liga se ha acercado a esto ni remotamente, ni siquiera en los gloriosos días del Imperio Antiguo.

Miró a Serena y le sonrió, y luego a los representantes tlulaxa.

—Por el bien de la humanidad, deben compartir sus conocimientos con la Liga. Así podríamos construir granjas similares. Las víctimas no tendrían que pasar meses conectadas a las máquinas de soporte vital esperando un trasplante.

Al ver la expresión de alarma de sus anfitriones, Iblis Ginjo alzó las manos.

—No nos adelantemos a los acontecimientos, doctor Suk. Estamos hablando del sustento de la civilización tlulaxa. —El pequeño grupo caminó entre los inquietantes e increíbles tanques, cada uno con uno o más órganos que algún día ayudarían a las víctimas de la guerra—. Si quisieran, podrían poner precios más altos para obtener mayores beneficios, pero están aportando su granito de arena en la lucha contra Omnius. Aquí nadie quiere aprovecharse de la guerra, ¿verdad, Rekur?

—En absoluto.

Animado, Iblis añadió:

—Con el tiempo, es posible que las granjas de órganos produzcan más beneficios que las actividades con esclavos.

—Me gustaría que fuera así —dijo Serena—. Evidentemente, hay más demanda de estos productos en tiempo de guerra. —Frunció el ceño y miró a su alrededor—. ¿Dónde están los esclavos? Esperaba encontrarlos trabajando en las granjas.

—La venta de esclavos es nuestra principal industria, sacerdotisa Serena —dijo Rekur Van—. Los humanos inteligentes y adiestrados son un lujo muy costoso, así que no nos los quedamos para nosotros. Además, no podríamos confiar el cuidado y mantenimiento de estas granjas a trabajadores indisciplinados que podrían tener estúpidos sueños de venganza.

Xavier asintió con rigidez, como si le costara controlar la ira.

—Como ha demostrado recientemente la revuelta de Poritrin.

—No tenemos intención de exponer nuestras granjas a semejante riesgo.

Serena aceptó la explicación. Recordaba demasiado bien el terror que los esclavos budislámicos habían sembrado en Poritrin. Todavía no había cifras oficiales de la cantidad de víctimas en Starda y los alrededores. Seguramente jamás sabrían la cantidad exacta, porque en el núcleo radiactivo de la explosión no quedaban más que escombros y las manchas de los cuerpos. En un acto de venganza, los supervivientes habían perseguido y matado a los esclavos rebeldes. Aquel planeta nunca volvería a ser el mismo.

Other books

Slot Machine by Chris Lynch
A Marquis to Marry by Amelia Grey
Lasher by Anne Rice
Angel's Curse by Melanie Tomlin
Daughters of Eve by Lois Duncan